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En la muerte de José Ortega y Gasset

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Por JOSÉ BERGAMÍN

La frase famosa de Unamuno «me duele España» hubiera podido decirla igual José Ortega y Gasset. Todos los que le oyeron y leyeron, y sigan oyéndole y leyéndole, sentirán ese dolor vivo en su palabra. No hace muchos años que a esa viva voz de su palabra llamó el propio filósofo con una de sus certeras imágenes: «Las cenizas de una voz». Habrá seguramente en España y fuera de ella, españoles y no españoles, para quienes las cenizas de esa voz guarden en su rescoldo encendido la llama de un pensamiento luminoso. Pero habrá igualmente en España —no sé si fuera de ella— los que intenten en vano aventar esas vivas cenizas de su voz encendida en el rescoldo, apagarla en su viva lumbre. Oyendo su palabra, como una llamarada que se levanta de las cenizas ardientes de su voz, sentimos en ese quemante cobijo de una lengua de fuego, que es la del lenguaje español más hermoso y más puro, una dolorosa impresión de España como si esta, en sus lenguajes y paisajes vivos, le punzara en el alma con dolor y ansiedad mortales.

A José Ortega y Gasset, pensador y poeta, artista insuperable del pensar, que es sentir, del decir español más hondo, más veraz, más claro, y también más oscuro (que lo que no es a la vez claro y oscuro se diría que no es español), le dolía España, pensamos, como le dolía a quien lo dejó dicho de ese modo, a Unamuno. Y escribía este, para expresar ese dolor, su lucha, su agonía, cristiana agonía, que en los postreros años de su vida juntaba a la agonía de España misma. Como si fuera lo que un místico español llamó en un admirable tratado o discurso: la agonía del tránsito de la muerte. A otro místico español evocaba Unamuno recordándonos como contó el dolor de aquel niño, que para buscar en su madre el alivio que necesitaba le decía: «Madre, ¿dónde me duele que me duele tanto?». Y era el alma donde más le dolía a su madre el dolor de su hijo. ¿Dónde nos duele España a los españoles que nos duele tanto?

Españoles como Unamuno, como José Ortega y Gasset, nos responden que nos duele en el alma; porque nos duele en la conciencia que tenemos de ella. En este profundo sentido español, la obra hablada y escrita de Ortega y Gasset coincide con la de Miguel de Unamuno, aunque se separen tanto en su forma y en su estilo una de otra. Porque en los dos sentimos latir el mismo dolor español de quemadura, tocando, en su más escondido fuego, el que las cenizas de sus voces cobijan para conservarlos mejor; ese oscuro corazón de la llama, de las lenguas de llama viva, lenguajes españoles de verdad, lenguajes españoles de la verdad.

En el año 1920, escribía este auténtico pensador español, pensador de España y no solamente en España, y escribía dolorosamente: «He dado voces de alerta, gritos de precaución y de espanto. ¡Amigos, nos han deshecho la patria, la han pulverizado, atomizado! Un pueblo es una maravillosa cohesión obtenida a fuerza de seculares afanes. El imperio de los viles y los necios incapaces de lealtad y de sutileza previsora ha roto aquella cohesión radical, y hoy cada núcleo español, por no decir cada individuo, ha perdido por completo la sensibilidad para el resto del cuerpo social. Esta incapacidad de sentirse cada cual herido en la herida del prójimo hace que todo sea posible en España. El nuevo rencor, llegado a madurez en sus entrañas, se revuelve contra los restos de cohesión social y se convierte en un nuevo agente de atomización. ¡Amigos, nos han deshecho la patria! Cabezas y corazones de piedra, golpeando sobre el sólido nacional, nos lo han hecho polvo… Un día soplará una ráfaga y España será aventada como la duna en el desierto».

No, decimos, pensamos, queremos… soñamos tal vez, no. España no será aventada como la duna en el desierto. Estas tremendas palabras desesperantes del hombre, del pensador español, no queremos que sean proféticas. Pero pensemos también, para que no lo sean, que desde que se dijeron hasta ahora —y fijaros en este ahora— cada vez nos parece más que lo pueden ser. Para que no lo sean, debemos meditarlas hondamente: repetirlas como una advertencia amenazadora que despierte el alma adormida de España, la soñarrera suicida de los españoles que duermen para no soñar y para no tener que despertar: «¡El imperio de los viles y los necios nos ha deshecho la patria!». Tenemos que rehacerla. Tienen que rehacerla los españoles a quienes se quiere escamotear esta voz, y aun la ceniza de esa voz, que alienta un esperanzador rescoldo, quemante todavía. Suena —me diréis— como una campana funeral. Pues si suena como campanada lenta, acompasada, ahora, en la muerte de este noble español, hagámosla, mientras que se entierre su cuerpo por su alma, tañido de esperanza. No seamos censores asustados de su verdad; no nos hagamos encubridores de los que tratan, con su cuerpo, de enterrar con él también el alma. Arranquemos a esos enterradores de almas la voz viva, el «grito de precaución y de espanto» de José Ortega y Gasset; aunque ese grito suene, resuene en nuestro corazón, como una campanada lúgubre con sus propias palabras atemorizadoras ¡y tan dolorosamente sentidas! «¡Amigos, nos han deshecho la patria!». Deshecho sí, pero no asesinado enteramente todavía en sus pueblos vivos, en su sangre, en su alma. Que es nuestra alma.

*Noviembre de 1955.

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