Por ARTURO ALMANDOZ MARTE
“París de ayer, de hoy, de siempre; único por su
pasado, elegante, alegre y acogedor“
Eleazar López Contreras, Temas de historia bolivariana (1954)
Capital restaurada
Entre 1920 y 1921, cuando fuera enviado por Juan Vicente Gómez a inspeccionar la compra de armamentos, Eleazar López Contreras probó el sabor de las grandes ciudades durante los tres meses que viajó por Estados Unidos y Europa, antes de ser nombrado ministro de Guerra y Marina. Entonces el joven oficial tuvo oportunidad de visitar Nueva York, Washington, Londres y París, viaje que −como resaltara Tomás Polanco Alcántara en El general de tres soles (1985)− ejercería enorme influencia en la educación del futuro gobernante. Al repetir la gira europea a principios de la década de 1950 −esta vez a bordo del transatlántico United States− el expresidente recordaría las impresiones de aquel primer periplo, resaltando la supremacía parisina: «Ni Nueva York con sus colosales edificios, ni Londres por su extensión, ni Washington con la belleza de sus modernas urbanizaciones, pueden competir con los encantos de París». Acaso aquellas impresiones de su primer viaje al extranjero, confirmadas en la segunda travesía, insuflaron la visión del presidente sobre la capital venezolana, sujeta en los años de su presidencia a cambios ingentes.
Quizás para alejarse del espectro dictatorial, uno de los primeros pasos tomados por la nueva administración fue, a pocos días de la muerte de Gómez, volver a trasladar la residencia presidencial a Caracas. López Contreras regresó a una capital que, a pesar de haber sido desairada por largo tiempo, desde hacía mucho mostraba signos del auge petrolero. Con una población de 203.342 habitantes y una extensión de 542 hectáreas urbanas para 1936, Caracas tenía la mayor densidad poblacional de Venezuela −146,84 habitantes por kilómetro cuadrado− mientras su crecimiento demográfico había alcanzado 45 por ciento desde 1926. La migración desde el campo se había convertido en importante factor de dicho crecimiento: 87.902 habitantes eran hijos de inmigrantes a la capital, la cual hacía gala de ocho líneas de taxis y carros, dos empresas de tranvías, autobuses, camiones y, según lo reconocía el mismo censo, una «activísima» vida urbana.
Entre las nuevas edificaciones gubernamentales, decretadas a finales del gomecismo, se contaban la Gobernación del Distrito Federal (1933), diseñada por Gustavo Wallis en un “eclecticismo decantado y de nobles proporciones”; era −continúa William Niño Araque− ejemplo de una “primera racionalidad en transición” dentro de la arquitectura venezolana. También el Ministerio de Fomento, de Carlos Guinand Sandoz, cuya fachada reflejaba “la transición de una arquitectura neoclasicista de radical influencia europea hacia una modernidad planteada en la sobriedad de sus ornamentaciones”. De las edificaciones privadas resaltaban el Banco de Venezuela y el National City Bank (1928), de Alejandro Chataing, así como el hotel Majestic (1930), de Manuel Mujica Millán. La vanguardia sería representada, en la década siguiente, por el edificio Veroes, combinando vivienda multifamiliar con comercio y oficina en planta baja; la obra de Gustavo Wallis expondría, según Niño, “en su vocabulario formal, una clara influencia de la arquitectura moderna y una temprana aceptación de los postulados corbusianos”.
Cafetales barridos y urbanizaciones emergentes
En contraste con la sombría imagen de la ciudad que se había llevado a mediados de la era gomecista, los cambios en el bullente centro fueron particularmente notorios para el joven protagonista de la novela Allá en Caracas (1948). Un poco como su autor, Laureano José Vallenilla Lanz –hijo del doctor gomecista− el personaje regresó al país democrático tras una década estudiando en París:
«Las casas se hacían demasiado bajas y las calles demasiado estrechas para dos automóviles a la vez. En diez años de ausencia se encontraba a Caracas transformada. Es verdad que el aspecto general de la ciudad era el mismo. Casas pintadas de distintos colores, cables telefónicos cargados de extraña vegetación, vendedores de billetes de lotería en las esquinas, pero de dónde venía el gentío que llenaba las aceras, los tranvías, los autobuses? Costaba abrirse paso entre la multitud apresurada y dicharachera. Poca cosa quedaba de la aldea tranquila y sosegada, que me vio nacer. Antes era fácil reconocer los escasos transeúntes que se llevaban la mano al sombrero al pasar una señora camino a la iglesia. Los vehículos se movilizaban con soltura. Unos cuantos ricos solamente poseían automóviles. Ahora el tráfico resultaba un tormento, las bocinas metían un ruido horrible, casi insoportable…».
Más allá del centro, el recién llegado fue sorprendido por la forma como las nuevas urbanizaciones habían barrido los cafetales de su infancia. Desde La Florida hasta Chacao, los suburbios del este daban señales de una creciente especulación de terrenos, urbanizados con frenesí insospechable a comienzos de la era gomecista. Aunque el visitante colombiano Luis Enrique Osorio reportaría, en Democracia en Venezuela (1943), que la expansión no era comparable «con el impulso fabril de Chicago o Nueva York, ni con la fiebre comercial de otras grandes urbes», los cambios sociales concomitantes sí eran más evidentes que en Bogotá. Y en sus viajes por Suramérica durante esos años, Luis Roche también pudo confirmar que los aburguesados suburbios caraqueños no solo eran más lujosos que los bogotanos, sino que incluso superaban algunos de los existentes en Buenos Aires, aunque, en general, Caracas todavía lucía pueblerina al compararla con la metrópoli austral.
Viajeros gringos: consumismo y americanización
El auge económico de la Caracas de López Contreras también era ostensible para los viajeros norteamericanos. La ciudad era tan visitada por hombres de negocios que el hotel Majestic hubo de cobrarle a Edward J. Allen, autor de Venezuela. A Democracy (1940), por los días que se retrasó al embarcarse desde Nueva York. Diseñado con la participación de Manuel Mujica Millán en 1930, recién llegado a Venezuela tres años antes, el Majestic fue el primer hotel en contar con ascensor y agua corriente en habitaciones. Quizás el senador por Kansas hubiese podido reservar en otro de los grandes hoteles de la pequeña city, como el Madrid, el Palace, el Royal y el Domke. Y como recuerda en este sentido María Elena González Deluca en Venezuela. La construcción de un país… (2013), Caracas figuraba desde 1929 en las rutas internacionales de Pan American Airways, mientras el puerto de La Guaira era objeto de una significativa ampliación en 1938.
Aunque criticando algunos aspectos de la «ruidosa, ajetreada, sucia e indiferente ciudad de Caracas», Erna Fergusson quedó sorprendida por la variedad y abundancia de la mercadería importada: las tiendas estaban «abarrotadas con artículos de lujo provenientes del mundo entero −botas y galletas británicas, vinos y perfumes franceses, aceite y pastas italianas, cámaras y cristales alemanes, y de los Estados Unidos todo tipo de artefactos eléctricos». Para la autora de Venezuela (1939), el contraste con otras capitales latinoamericanas era más evidente en el mercado central caraqueño: «En vez de los diminutos montoncitos de los pobres mercados populares de México y Guatemala, aquí se ofrecían montañas de melones y naranjas, pirámides de piñas y lonjas de res o cordero».
Alimentado por la bonanza petrolera, el consumismo de la Caracas lopecista iba de la mano con la novelería de burgueses y políticos regresados del extranjero. Algunos de los diplomáticos gomecistas radicados en Europa ciertamente habían lamentado cuando hubieron de retornar a la capital democrática para trabajar en oficinas privadas y bancos, tal como sucediera a personajes de Allá en Caracas. Pero al regreso, su protagonista encontró que, aparte de aquellos que seguían añorando los años pasados en la capital francesa, algunos de sus anteriores amigos que habían permanecido en Caracas desdeñaban a París y preferían «ciudades modernas» como Nueva York, Cincinnati y Río de Janeiro. Los prósperos jóvenes y sus elegantes esposas ahora solían reunirse en el bar americano del elegante Country Club. Al igual que muchos de los residentes en los nuevos suburbios, el grupo de amigos “realmente se sentía más a gusto en París, Londres o Nueva York que en Caracas», observó Fergusson.
Diversiones de masa y soirées de élite
Los espectáculos de masas confirmaban el empuje cultural gringo en la capital democrática. Nuevos cines de dos pisos como el teatro Boyacá (1940), diseñado por Carlos Guinand Sandoz, sin columnas intermedias, permitían mayor área libre y aforo. Al aparecer Hitler, Franco o Mussolini en los segmentos noticiosos antes de las películas, miembros del público aplaudían desde las localidades caras, mientras ocupantes de las galerías chiflaban; pero, como recordara Ramón Díaz Sánchez en Transición (1937), una vez comenzado el filme, la audiencia toda quedaba absorta en leer los subtítulos en español que traducían los parlamentos en inglés. El culto por las películas incluso llegó a abrumar a Fergusson, quien se sintió incómoda por el hecho de que los venezolanos estuvieran tan bien informados sobre los estadounidenses: «Hollywood no nos ha dejado ni siquiera un harapo para cubrir nuestra vergüenza», dijo la visitante al reconocer la habitual ignorancia americana sobre otros pueblos.
En lugares abiertos, multitudes bullentes se volcaban hacia los deportes más populares, el béisbol y el boxeo, el cual incluso fue regulado por un nuevo reglamento aprobado por la Gobernación del Distrito Federal en 1936. Tal como sucediera a uno de los protagonistas de la novela Campeones (1939) de Guillermo Meneses, los nuevos equipos de pelota −tales como el «Nueva York» o los «Yankees»− ofrecían a jóvenes inmigrantes de modesta extracción la posibilidad de alcanzar la riqueza repentina o el estrellato efímero, tan codiciados en la sociedad de masas.
En lo tocante a entretenimientos de élite, el nuevo mecenazgo norteamericano fue acogido con beneplácito en las galas del Municipal. Tal como registra Carlos Salas en Historia del teatro en Caracas (1967), las presentaciones de la Opera Association de Nueva York devinieron highlight en las temporadas capitalinas. Sin embargo, en un baile de disfraces en honor del presidente López y su esposa en una regia quinta de La Florida, las beldades caraqueñas se decantaban por la pompa francesa, incluyendo a madame Récamier, la marquesa de Versalles y la emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III. Acaso las invitadas de aquella soirée, recreada en Allá en Caracas, buscaban complacer la confesa preferencia de López Contreras por los encantos parisinos.
- El presente texto se está extraído de «Fundamentos y cristalización del urbanismo en Venezuela: de Gómez a Medina (1908-1945)», trabajo de incorporación del autor como Miembro Correspondiente de la Academia Nacional de la Ingeniería y el Hábitat (ANIH) de Venezuela, a partir de 2020.