Por ARMANDO COLL
El desconcierto tumultuoso y fragmentario de un país en fuga es mejor contarlo en la intimidad; la República acaso es despojo, y solo quedan los jirones singulares de la vida de cada quien; parece ya no es la hora de la magnitud populosa, de multitudes en las ágoras, ya antes desoladoras, aun cuando se colmaban de gente en un pasado no lejano.
Para quien hace ficción y así conjurar la realidad, la mejor forma de tratar lo histórico contemporáneo tal vez sea en la cruda confidencia entre dos; en la penumbra de una pareja, lejos del mundanal ruido y en este caso, en el trance dialéctico del divorcio.
Está visto que la historia con H mayúsculas no exime al individuo de su rincón en el mundo, de sus particularísimos tropiezos, los traspiés ínfimos que no saben de fechas magnas. Un divorcio acontece cualquiera sea la gran circunstancia del orbe. Las pasiones no son hegelianas; no se entienden con el progreso de la humanidad, y pasan de largo hasta de una pandemia.
Así que Esteban y María Silvia, la pareja protagónica de la reciente novela de Karl Krispin, Ve a comprar cigarrillos y desaparece (Hypermedia, 2020), no encuentra mejor modo de razonar la separación marital sino a cuenta del desvanecimiento de la nación. Pero a medida que avanza la narración sustentada en la forma más apropiada al desarraigo, por decir, de género epistolar, la pasión atemporal brota sin ambages retóricos o sublimadores, y ya ese país que fue, que pudo ser, que quedó en el irrevocable pasado, ese país que no se halla o no existe, deja de ser la mejor excusa para no mirar a la Gorgona sin valerse del pulido escudo.
El enfrentamiento entre marido y mujer con océanos mediante inicia desde la invernal República Checa, cuando Esteban en la cálida Caracas abre el correo electrónico y es como si más bien hubiese levantado el postigo de la ventana en medio de una tormenta de nieve. Se trata de un envío de María Silvia, tras desaparecer de casa con destino desconocido; una carta de frío soporte digital pero encendida con el fuego del hielo: “Está haciendo frío en la estación de Austerlitz pero adoro este congelamiento que no me ata ni me condiciona. Celebro Austerlitz, como el Corso lo haría a pesar de mis orígenes alemanes. Amo esta estación porque establece distancias conmigo, porque no me engaña ni me dibuja una realidad acomodada a una ilusión de esperanza. Hace frío y se acabó”, inicia la misiva plena de ingratas revelaciones para el esposo dejado atrás.
Antes, la obra dispone su prólogo, y según la forma trágica del período ático, conviene en una suerte de profecía, en este caso enunciada por el protagonista, pero que resulta estrepitosamente negada por los acontecimientos: un verdadero chasco.
La desavenencia planteada por María Silvia no asoma vuelta atrás y el mundano y culterano profesor Esteban Caledonia Garcés se enfrenta al apuro de dejar de ser tan insoportable y vérselas con un mundo (una Venezuela, mejor dicho) sin María Silvia.
El impasse marital es oportunidad dramática y narrativa, no solo para explorar la profundidad abisal de las pasiones de las que no se puede escapar, por mucho que cual surfista se monte uno en la ola, sino para crear una armazón escenográfica en la que aparecen los personajes de una sociedad que, en medio del caos, se esmera en mantenerse rígida en su mentalidad, conservadora y parroquial, observando las formas y costumbres de un país imposible.
Pero ocurre, como siempre, lo inesperado. Tan inesperado como una carta enviada no a través del ciberespacio, sino deslizada bajo la puerta del apartamento del divorciado profesor. Va en un sobre de hilo fino y en aroma de mujer, vale decir, perfume no fragancia, como aclara el perplejo destinatario. Y no atina sino a lucubrar, no sin algo de alborozo ante lo desconocido: “¿Esas costumbres decimonónicas persistirán en el siglo XXI o esto es un naufragio superviviente del pasado, una ventajosa ilusión para quebrar el tiempo que vivimos?”.
A partir de ahí la epístola como género se abre a la ilusión literaria que quiebra “el tiempo que vivimos”. Ese ámbito que se respira en las bibliotecas poco visitadas, entre lomos de libros que nadie abre; esa atmósfera en la que el aire acondicionado y los susurros de los bibliotecarios sin más que hacer crean el espejismo de un templo recuperado de la antigüedad, propicia el mito borgiano: un laberinto en el que un autor conduce a otro y una página a otra, pero de otro libro. Cual Ariadna, la autora de la perfumada misiva va dejando en los libros de la biblioteca de la universidad, las claves no para salir del laberinto, sino para llegar a su centro, donde ella aguarda.
Karl Krispin mueve a su personaje a enunciar al menos la frágil certeza de la literatura: “Nadie puede esperar formación alguna de las novelas, es de imbéciles pensar que la literatura es edificante, será vivificante…”.
Con la módica heroicidad del escritor, personaje y autor —que comparten oficio— rondan el deleite amoroso cual desquite, el sendero entre las miserias y extravíos de la historia de un país, hacia una experiencia que vivifica el porvenir en la literatura.