Por EMETERIO GÓMEZ LUGO
Emeterio Gómez, la única persona a quien nunca llamé por su nombre de pila, habló bastante sobre economía, sobre filosofía, sobre cómo perdió 60 años de su vida antes de probar el chocolate, y sobre lo que significaba ser Humano (le gustaba poner la “h” en mayúscula, como queriendo sugerir dónde buscar un nuevo refugio para la idea de Dios). Del resto de las cosas hablaba poco. Alguna película despertaba su curiosidad. Hijos, hijas, nietos y nietas atizaban sus preocupaciones. Mi madre iluminaba sus ojos y con la buena comida los cerraba para disfrutarla mejor. Del resto, decía, cada vez hablaba menos. Sabía, como todos, que se le acababa el tiempo. Gradualmente perdió interés en el beisbol y en cualquier otra manifestación del clásico “pan y circo” para dedicarse de lleno a su trabajo. Y trabajó incansablemente por Venezuela.
Si leemos entre líneas este párrafo, estaría yo satisfecho con la descripción que hace de mi padre.
De sus libros, artículos, conferencias y talleres tengo poca autoridad para decir mucho. Si alguien tiene alguna duda o inquietud sobre su obra, luego, de manera informal —con las limitaciones de tiempo que la vida contemporánea nos impone— me pongo a la orden para sumarlas a mis propias dudas y ver si conseguimos entender… lo que haya que entender. Lo que sigue en cambio es un intento simple y poco riguroso de ilustrar, a quien pueda interesar, al hombre familiar y no a la figura pública. Para lograrlo hago uso de un par de conversaciones reales que sostuve con él y una última, imaginada.
Dialéctica
Iracundo. Fuera de sí. Enojado más allá del simple enfado paternal. Así terminó una de las pocas conversaciones que di yo por ganada ante su pérdida de compostura. Pero me adelanto en la anécdota.
Sostener una conversación con Emeterio era complicado. Algunos dirían que cualquier diálogo que valga la pena entre dos puntos opuestos es complicado, pero es también una oportunidad de crecimiento. ¿Heráclito? ¿Hegel? No lo sé. No soy un académico. Con el tiempo sin embargo entendí que las formas de exponer ideas y ganar discusiones eran herramientas, técnicas, reglas, que poco tenían que ver con la búsqueda de la verdad. El poder de la retórica y la dialéctica le daban siempre a mi padre la posibilidad de jugar a abogado del diablo y desarmar cualquier intento del imberbe de su hijo de “ganar” el debate. Que no era debate porque yo era un nene y eso era práctica de tiro. Una estrategia suya. Así enseñaba él.
Sin darme cuenta —sospecho que igual que el resto de mis hermanas y hermanos, a sus maneras— lo alcancé. Con el tiempo entendí mejor la disciplina del lenguaje. El sistema, los trucos, los pasos para construir un discurso persuasivo. Emeterio, aún imberbe, estaba ya listo para discutir mano a mano sobre el comunismo con Emeterio y demostrar quién tenía la razón.
Y qué arrechera agarró el viejo (¿se puede escribir esto en prensa nacional?). No porque mi conocimiento panfletario de Marx y mi ingenuidad de caraqueño clase media alimentarán mi presumida seguridad de haber descubierto las injusticias del mundo. No porque mi breve experiencia hiciera caso omiso de la propia historia de Emeterio padre con el comunismo del siglo XX. Su frustración no era producto de ver a su hijo defendiendo que la lucha de clases era real. Decía antes que mi padre perdió la compostura, sin embargo su irritación NO tenía que ver con quien tenía la razón, sino con que yo creyera que la meta de discutir era simplemente “tener la razón” o “ganar”. Los temas de los que valía la pena hablar partían de opuestos (una tesis y una antítesis) que chocaban, con mayor o menor intensidad, para llegar a una nueva visión del problema (síntesis), a una verdad. No para derrotar o someter a tu interlocutor. Eso era la dialéctica.
De esta manera, en la superficie de su realidad coexistieron la economía, la estadística, la guerrilla de izquierdas venezolana, el comunismo en todas sus manifestaciones del siglo XX, el capitalismo también en todas sus versiones, la filosofía, la familia, la entrega a su rol de profesor y no menos importante, varios accidentes trágicos. En lo profundo su intuición orbitó alrededor de su amabilidad. Estas oposiciones, esta dialéctica, poco a poco delimitaron puentes entre ese manto agitado que era la realidad de hecho (el camino andado), sus inquietudes filosóficas y lo que venía después.
Yo tardé casi todo lo que llevo de vida en entender el único mandamiento que él trataba de seguir religiosamente: Sé amable, sobre todo cuando cueste serlo. La dialéctica era abrazar el conflicto como cuna de la verdad. Nutrirla, la verdad de cada momento, a base de la interacción con las realidades que nos rodean y las ideas, a menudo contrarias, de quienes habitan esas realidades.
Límite
Segunda conversación. A manera de chisme familiar diré que la especialidad de Emeterio no era la pedagogía infantil. Andando yo tras mis propias inquietudes tuve que pedirle ayuda para entender el significado del “Límite matemático”.
Ahora, imaginen un momento a un padre enseñando cómo ir en bicicleta a su hijo mientras le explica las paradojas del movimiento de Zenón; esas que dicen que en una carrera Aquiles jamás puede alcanzar a una tortuga que empiece con ventaja; que recorrer una distancia preestablecida es una ilusión de nuestros sentidos porque para llegar al destino se tiene primero que llegar a la mitad del recorrido, y a la mitad de la mitad, y así sucesivamente pensando que se puede dividir ese espacio en intervalos cada vez más pequeños por siempre.
Ese ejercicio mental —que paraliza todo movimiento— era mi punto de referencia mientras aprendía a jugar basketball, a llevarme mi primera cerveza a la boca y a escaparme de unos malandros armados en la UCV. Muchos años después de aprender a ir en bicicleta, entendí la idea de “límite” como el capítulo final de esa paradoja. En matemáticas la fórmula (abreviada) lim(an) = a permite dar el “paso al límite”, es decir, los infinitos puntos en donde puede acabar una bala se concretan en uno.
Intentaré explicar el concepto en pocas palabras para no aburrir al lector: El límite es la estratagema matemática que prueba que al aproximarnos a un punto de manera ordenada, aunque sea en pasos infinitamente más pequeños, podemos tender un puente a ese punto concreto en la medida en que ciertas condiciones se cumplan.
Si la paradoja de Zenón sirviera de algo el choro que me disparaba saliendo por Plaza Venezuela no hubiera podido ni apretar el gatillo. La probabilidad de que me pegaran un tiro, dentro de todo el continuo de posibilidades de esas balas, puede ser infinita, pero se materializa en un punto solo, cada vez delimitado y separado del resto de las opciones. Eso venía a explicar la idea de Límite. El desenlace es incontrovertible.
Otra oportunidad para discutir mano a mano con el viejo. “Es absurdo pensar en esas paradojas ¿Qué punto tiene? Los eventos del mundo que compartimos, la realidad de los fenómenos (no la de Kant), es tangible, definida. Las cosas pasan. Por muy infinito que sean los intervalos para beberme una birra, he demostrado una y otra vez que con cinco botellas yo estoy ebrio ¡y el límite matemático me da la razón incluso en el mundo de las ideas!”, decía yo en tono burlón. Tan evidente era este comentario mío que otros más inteligentes que yo ya habían planteado lo mismo y mi padre lo sabía.
Es cierto que es una ficción imaginar “el infinito”. La vida que inunda los sentidos está ahí, manifiesta. Es lo que es. Aristóteles lo dijo. Descartes lo reconoció también y luego dijo más cosas: lo que está claro y definido en un momento es una separación, una instantánea de todo lo que pudo haber sido pero no fue (¡otro “descubrimiento” evidente!). Cualquiera que haya decidido algo importante en la vida y se haya arrepentido a medias de no haber escogido las alternativas que tenía en mente sabe que ese paso tomado pesa con la carga de lo que es y lo que no pudo ser. Esa cerveza extra que me emborracha incluye la potencialidad de no habérmela tomado, el recordatorio de mi error. “¡Exactamente!”, dice él. “¡Pero eso es obvio e irrelevante en el desenlace de la historia!”, digo yo. “Obvio para ti quizá, pero vale… quédate con esa ideíta”, cierra él.
Síntesis
Emeterio Gómez era elocuente y apasionado. Emeterio padre era callado y vivía preocupado. Casi cada minuto que tenía se le podía encontrar sentado entre una torre de libros a su izquierda y una torre de manuscritos a su derecha (había también una torre de sudokus y crucigramas por ahí escondida). Una computadora que procesaba e interpretaba ideas de otros más inteligentes que él y luego las ponía a prueba en el laboratorio social que era Venezuela. Su inquietud, al principio amorfa y primigenia como la de cualquiera, se configuró tras muchos años de estudio en una especie de escultura cinética. Lo místico de sus estudios de filosofía y lo material de sus estudios de economía se cruzaban, chocaban y abrían como una obra de Cruz-Diez (QEPD). Me arriesgo a afirmar que el vaivén de esa óptica trajo consigo una visión de sociedad. Una posibilidad. Su vocación de profesor lo impulsó a compartir con tantos como pudo lo que para él era claro: Los cimientos morales de la actualidad son insuficientes para el futuro que la humanidad está construyendo con sus herramientas más técnicas.
Sobre esta visión, repito, poco puedo aportar. Quedan sus libros, artículos y conferencias para hacer ese trabajo. Él confiaba en que podría convencer a suficientes personas de que la típica expresión “que sea lo que Dios quiera” ya no es suficiente para afrontar la incertidumbre del futuro. A mi parecer, sentir que “las hormonas me hacen actuar así”, que “el estrés del trabajo…”, que “la Biblia dice…”, que “sería estúpido rechazar sendo paquete de beneficios aunque eso signifique echar a un tercio de los empleados”, que “mi pareja se volvió loca después de que nos casamos”, o que “cualquier otro absoluto por encima de nosotros” nos hace tomar decisiones difíciles, es lo más natural del mundo. Aun así, él quería convencernos de que sobre todas esas circunstancias, antes del desenlace, está nuestra posibilidad individual de decidir, a pesar de que eso deposite la responsabilidad también de nuestros fracasos en nuestras espaldas.
Emeterito no tenía tantas esperanzas y con ese pesimismo puedo imaginarme la conversación que nunca tuvo con Emeterio papá. Preferí evitar este debate porque si tenía yo algo de razón, significaría entonces que todo su esfuerzo había sido en vano: esto de la filosofía es infumable e impráctico para cualquiera que no sea un académico, un eterno estudiante, ¿no?
Tomemos por ejemplo toda mi verborrea sobre la ilusión del movimiento. La idea de límite, de noúmeno, de infinito, son una pérdida de tiempo para quien vive en el presente. En el día a día lo que importa es lo que pasa y en cada instante decidimos que pasen muchas cosas automáticamente. “¡Ajá!”, gritaría triunfante Emeterote. “¡Ese es el meollo del asunto!”. Justo antes de ejecutar nuestras acciones importantes de cada día, dentro de un rango más o menos cerrado, las posibilidades de lo que podemos hacer son incalculables. Ya luego de dar el paso, lo que pasa, pasa y “se hace camino al andar” (Antonio Machado). Pero antes, justo antes, somos todas esas posibilidades. “Siempre podemos ser una posibilidad más amable”, diría él, y siempre hay más oportunidades de decidir mejor en ese futuro aún por definir.
De 5 veces diferentes que recuerdo haber estado frente al cañón de un arma de fuego en Caracas, 4 malandros, también diferentes, decidieron (dieron el “paso al límite”) no disparar. Algunos dirán que gracias a Dios y su misericordia ninguna bala me mató. Emeterio Gómez daría gracias al malandro por su decisión. Yo diría “gracias, Zenón”, aunque fuera solo para oír a mi padre reírse una vez más.