Por ELISA LERNER
Cuenta una biógrafa de Hannah Arendt que ésta, apenas con pocos días en Nueva York, librada al fin del totalitarismo, se había deleitado con unas palabras dirigidas, de seguro a un público privilegiado por la gran escritora Karen Blixen. Al decir de Hanna Arendt la baronesa Blixen estaba muy viejita. La famosa pensadora no precisaba la edad. Solo parecía decir que las arrugas organizaban como un país oculto en el semblante de la escritora. Imagino que las cicatrices del mundo en los que hubo de vivir estaban ahí en su rostro como si hubiese sido negligente con un pliego escrito por ella y, antes, escogido por su corazón. Sin embargo, la famosa pensadora quedó deslumbrada, pese a la evidente fragilidad de la notable narradora, por el elegante atavío con el que se había presentado para decir sus palabras. Afirmación que habría de sorprendernos dado el recuerdo que nos han dejado los fotógrafos de una mujer de gustos severos. Una profesora, vestida por una blusa de seda con lazada bien trenzada. Porque después de los derrumbes, cuando ya no se puede contar con destinos claramente trenzados, un lazo bien colocado en su puesto no deja de ser una buena recompensa. A la filósofa, que aparte de sus grandes conocimientos en torno a dolientes temas de nuestro tiempo sobre inesperados verdugos como asimismo inesperadas víctimas, adornada tan solo como otros intelectuales en boga, por ese otro lápiz fogoso que es la lumbre de un cigarro en mano. Claro está fuera del lapicillo del oficio. Sí, la señora Arendt en primer lugar quedó embelesada por el botín de oro, la poderosa imaginación que le venía al paso a la baronesa en sus palabras. La imaginación, la hermana más insubordinada del escritor. Recuerdo díscolo que la belleza atenúa. No todos pueden contar con las alhajas de alta espiritualidad y donaire que deslumbraron a mujer tan inteligente como Hannah Arendt. La baronesa Blixen estaba acostumbrada a los viajes remotos. Todos saben de ella porque la trama de uno de sus libros, Memorias de África”, llegaría al cine. Fue valiente para los viajes. En los días póstumos su salud quebradiza fue superior a las aguas del Atlántico y, sin embargo, pudo ir al encuentro de otro continente. Tenía un tesoro que ofrecer. Sabemos desde los griegos que en un banquete el tesoro de las palabras de la belleza y la inteligencia son la mejor recomendación para el corazón. Aunque estén por terminar los manjares, la bebida, haya jóvenes invitados de gran prestancia entre los inventados, en contraste quien venga pobremente vestido, se niegue a usar sandalias, es el que sin proponérselo logra la aprobación de todos. Termina por ser el más dilecto en el banquete, recibe las guirnaldas del afecto, quien diserte con sencillez y traiga sabiduría, claridad al mundo.
Este momento que convocan las altas autoridades de la Universidad Metropolitana, en mi muy agradecida y honda emoción, en su significado se aproxima a la enjundia de un antiguo banquete griego. Porque las Universidades son un festejo. Un festejo unánime cuando la historia cojea y los jorobados solo logran enderezarse después de innumerables castigos, tal como escribió José Antonio Ramos Sucre en uno de sus poemas. Debí atender antes a esta inmensa dádiva universitaria comunicada por el anterior rector Benjamín Sharifker y las autoridades del momento en noviembre de 2019. Creo necesario agregar que cuando fui informada de la misma por el anterior rector, doctor Benjamín Sharifker, en breve llamada telefónica, pero con cortesía en el corazón, se elevó en mí como una oración, como un muy alto fervor venezolano. Pienso que se estaba viviendo un particular momento entre ciencia y ficción. Sobre todo de la ciencia, al admitir la Universidad el trabajo tan huidizo de los escritores en un país como el nuestro, mayormente regido por hombres rústicos. Sabemos de los innegables servicios prestados por el doctor Scharifker a nuestras Universidades, bien sean de orden público o de orden privado. Y es del conocimiento de todos que el doctor Scharifker es distinguido investigador científico y convencido creyente en los valores de la democracia y de la pluralidad. No en vano quiero recordar el dicho: “A tal señor, tal honor”. En eso estábamos. Sin embargo, cuando hube de responder personalmente en la sede de esta generosa Universidad, en marzo de 2020, el contento por esta distinción nuestro pequeño pero atareado planeta sucumbió a una pandemia que, para temor de tantos, se creyó poco menos que una endiablada peste medioeval. En muchos la enfermedad les dejó insólitamente derribados, se manifestó casi siempre como una inenarrable señal de cansancio. Acaso no lo habíamos hecho del todo bien. Y por eso la pandemia fue casi siempre una enfermedad de fatigas inimaginables dentro del ánimo y del cuerpo que a muchos llevó al final de sus días.
Recuerdo con arrobamiento esas viejecillas españolas, con el rostro marcado por el grueso lápiz de la vida, con una pequeña giba como de camello que llevaban con la naturalidad de un hatillo. El moño del pelo blanco en estas ancianas cual la más fina lencería y acudían a los trenes en volandas, ágiles pajaritos en burla de los peldaños del tren. Con el auge de la pandemia vino para una un largo cansancio que no he logrado sacar del todo. De ahí que mis palabras de agradecimiento, muy a pesar mío, van en endeble carne digital. Si eso no bastara, soy lo que suelen llamar sin piedad una mujer vieja. En suma, de pocas fuerzas físicas. Sin embargo, la providencia, el supremo ajedrez en los destinos, al presente me sigue regalando con la alta cerilla del entendimiento. Durante la infancia, creía que las estrellas, vistas desde el patio del primoroso hogar, eran cerillas de calidad superior, en razón de que estarían bendecidas por el cielo para no quedarse tan a solas de noche con la oscuridad del universo. Altas cerillas son las Universidades. En un país iluminado por sus Universidades el tiempo incivil es una tremenda derrota.
Soy solo una modesta escritora venezolana. Es mi única razón de ser. Tuve unos padres afectuosos. Sin embargo, a veces pienso que mi verdadera genealogía es quizá la ardua del lenguaje. Les diré el porqué. Tuve la suerte de nacer en este país, en Valencia, estado Carabobo, poco antes de la muerte del general Gómez, uno de nuestros grandes rústicos. Y, para felicidad de mi madre, la breve familia se mudó de inmediato para Caracas. Mis padres llegaron desde Rumania en barcos que no eran, precisamente, barcos del festejo. Pienso que lo que he querido expresar en mis incompletas páginas es la añoranza de un idioma maternal que no llegó a ser mío cuando mi madre, de un momento a otro, dejó de cantar a la chiquilla que entonces era una de las acostumbradas cancioncillas en alemán. Los totalitarismos, entre otras, traen tragedias lingüísticas. Como muchos judíos de habla alemana no quiso seguir haciéndolo en el idioma de los verdugos de su pueblo. Mis padres para entenderse buscaron ese idioma de reemplazo y desamparo que supo engrandecer Isaac Bashevis Singer. De modo que, a partir de lo que creí una pobreza lingüística en el hogar, sin estar muy consciente de ello encontré la abundancia del idioma en los libros que fueron la felicidad y pasión en mi infancia. Si acaso soy escritora es porque en esos libros hubo el hallazgo de un prodigioso hogar lingüístico. No en balde, lenguaje y país fueron para esta servidora una misma amorosa gramática.
En un país como el nuestro donde por mucho tiempo hubo solo una Universidad mantengo el recuerdo de los patios pobres, estrechos, estériles de muchas casas donde solo las tortugas que cabeceaban lentamente bajo sus caparazones parecían los únicos pensadores que teníamos a mano. No nos extrañemos de que más de uno le pasara por la cabeza que los poetas eran unos haraganes que suspiraban por alguna calderilla para irse de tragos al botiquín y las poetisas casi todas unas fulanas. De esa misma época tengo el recuerdo precioso, cuando del brazo de mis padres o de mi hermana pasaba por la esquina de San Francisco. Me maravillaba ante el bonito jardín algo secreto del Palacio de las Academias, ante el portal de la Biblioteca Nacional quería sorprender la figura silenciosa de algún escritor que no regatera con el lenguaje, miraba curiosa lo que me parecía la interminable glorieta de la planta baja de la Universidad Central, donde inicié mis estudios de Derecho. Solo el tiempo me ha revelado que la Escuela del escritor es de la soledad.
Queda dicho. Una extraña felicidad habitaba en mí al atravesar de niña la esquina de San Francisco. Algo me decía que en esa calle del centro de una pequeña ciudad reinaba, de alguna manera, el resplandor del mundo. No estaba tan equivocada pese, quizá, a una acentuada fantasía. El conocimiento, las Universidades nos salvan de la intemperie y colaboran en la varia comprensión del universo. A los hombres inciviles la luz de las Universidades les muestra la oscuridad y medianía de la que están hechos. Las Universidades son la más elevada y estructurada metáfora para que haya democracia. Los países sin Universidades son un desierto. Ellas son los más inteligentes y lozanos jardines de un país. Las Universidades, domicilio de la libertad, de las sabias transformaciones en el tiempo. Apuesta diáfana por un porvenir formidable, no el falso de los quirománticos.
Cuando Marcos Vargas, indómito personaje de Rómulo Gallegos, se deja vencer por el dramático verdor y los secretos de la selva, cuando de ese modo desobedece a las donosas virtudes de la inteligencia y del estudio, quizá para sorpresa de sí mismo, envía a su hijo, muchacho de doce o catorce años, donde un amigo de confianza para que le haga estudiar junto a sus hijos. Quizá un descendente, no tan imaginario, de Marcos Vargas ha cursado o cursa en la Universidad Metropolitana. Es posible. Porque esta Universidad lleva ya más de cincuenta años de sólida trayectoria. Noble ejemplo de la afirmación privada. Si todo se deja al Estado los egos se desatan como divos de la ópera en palacio. Durante mis tiempos de estudiante no había profesoras en la Facultad de Derecho. En fechas de mayor amistad universitaria para las mujeres, una alegría que esta alta distinción me sea otorgada, en justo júbilo, por la rectora doctora María Isabel Guinand. A veces, si tengo la ocurrencia todavía de escribir, pienso en algunas mujeres rusas disidentes durante el estalinismo. Enviadas a trabajos forzados en la Siberia boreal, de noche encontraban algún aliento cuando recordaban una estrofa de su gran poeta Pushkin o leían, una y otra vez, la única novela que tenían a mano, Guerra y paz de Tolstói. Muchas gracias.