Por MARIO MORENZA
Ramón Díaz Sánchez, historiador y ensayista, se inició en la narrativa en 1936 con su novela petrolera Mene. En 1941, publica en la Editorial Las Novedades su primera colección de relatos Caminos del amanecer. Díaz Sánchez ilustra cada cuento y retoma en estas siete historias el tópico petrolero, los horrores gomecistas y la hostilidad sanguinaria de sus infiernos carcelarios. En el prólogo, escribe: «En ese hueco de fuego, en ese mundo de sombras llameantes, en esa pila bautismal de la nacionalidad, se incubaron estos relatos oscuros». Y añade: «Hombres que matan y hombres que mueren, mujeres que dan y mujeres que piden; sangre, alarido, dolor, forman los elementos de un ámbito donde todavía está amaneciendo».
«Tríptico del amanecer» coquetea con la nouvelle y se fragmenta en tres capítulos: «¡Oro, oro, oro!», «La geografía del hambre» y «Los dos se llamaban Martín». Se trata de la más extensa y, sin duda, mejor pieza narrativa del compendio. Estas líneas las dedico exclusivamente a este relato.
En «¡Oro, oro, oro!» se narra la travesía del explorador Ambrosio Alfinger, quien comanda su tropa en la empecinada búsqueda de El Dorado. Hablamos de 1529, y en determinado punto del trayecto, los indios acechan y los emboscan. Los aborígenes han desarrollado una puntería infalible y asesinan a unos cuantos soldados con sus flechas. Pese a las mortíferas trampas de los nativos y el cansancio, los hombres sobrevivientes de Ambrosio Alfinger no se rinden. Diezmados, persisten en su desaforado avance hacia la locura, una locura auspiciada por la promesa de El Dorado, más poderosa y tentadora que cualquier miedo.
En cierto punto del camino, la tropa arriba a una aldea. Observan (o imaginan) el oro ambicionado en las prendas de los indios. Sin más, arrasan y desangran, saquean y violan, buscando un oro que jamás encuentran: «Las alucinaciones venían ya a revolver los cerebros», leemos.
En «La geografía del hambre», la tropa continúa a merced de la brújula de sus desvaríos. Una vez conformes con el botín, emprenden el regreso. Pero la vuelta a casa no será fácil: «Iban a afrontar otra vez las selvas mortales con sus fuerzas mermadas, con su fiebre, su hambre y sus llagas». En medio de lo desconocido, la tropa hambrienta opta por el canibalismo y sacrifican a un indio prisionero. En un instante de reflexión, asumen su extenuante debilidad y deciden enterrar el oro para después, con refuerzos, volver por él. Apenas retoman su «itinerario trágico», se suscita otro evento: regresa el hambre y amenazan a Francisco Martín para otra degustación caníbal. Francisco se salva gracias a un oportuno deux ex machina: la repentina aparición de cuatro indios que reman apaciblemente por el río y se solidarizan con los españoles. Les ofrecen frutos. Ingratamente, uno de los indios es asesinado y los otros huyen despavoridos. Francisco escapa con ellos, ya que prefiere morir desnutrido a ser devorado por cristianos.
Finalmente, «Los dos se llamaban Martín» se inicia con una elipsis audaz: han transcurrido cinco años desde aquellos eventos y ninguno de los numerosos expedicionarios ha encontrado aquel oro enterrado. Sorpresivamente reaparece Francisco Martín, capturado junto a otros indios. Los mismos indios que curaron sus heridas y aliviaron su fiebre. Con el tiempo, Martín fue elegido jefe de la tribu y tuvo hijos con una india.
El sacerdote, al comprobar los cambios ideológicos y teológicos de Martín, no admite en él otra explicación posible que la locura. Y, sin más, lo sentencia a muerte por desertar de la fe cristiana y procrear con paganos seres irracionales. Pero Martín vuelve a ser ungido por la suerte: lo salva el hecho de que quizá sea el único que conoce el paradero del oro enterrado. Pese a esto, lo castigan: debe, entre otras penitencias, contemplar el cuerpo de Martín Tinajero, aquel soldado que oraba y obligaba a sus compañeros a desviar la mirada de las voluptuosas indias. Tinajero falleció y su cuerpo se encuentra milagrosamente intacto. ¡Lo declaran santo!
Francisco, ya en su celda, con una dieta punitiva, piensa sobre su existencia. El viaje desde España, la licencia para matar indios y la misión de encontrar oro. Entre estas reflexiones concilia el sueño, pero a la mañana, cuando los carceleros van a buscarlo, la celda se encuentra totalmente vacía y sus barrotes hendidos. Francisco Martín ha recuperado de nuevo su libertad: ha escapado una vez más de los locos. Intuimos su regreso a su dorado exilio, hacia un nuevo amanecer despojado de cualquier aparato de intolerancia.