Por JULIO QUESADA MARTÍN
Y de repente, la realidad. Esta pandemia nos ha devuelto a nuestro sitio, nos ha puesto en nuestro propio lugar. Hace ya muchos años en los que veníamos aplazando nuestra cita como nación-Estado con la realidad de lo que las cosas son al margen de las ideologías. Y España lo va a pagar muy caro.
El Virus llega en medio del des-montaje o de-construcción de la unidad de un país. Es como si un enemigo mortal nos hubiera invadido en medio del debate posmoderno que tenemos acerca de las autonomías e independentismos; un debate espurio en medio, a su vez, de un planeta cada vez más global y universal, le guste o no a estas ideologías del origen étnico del pueblo tal o cual en el que, afirman desde su filosofía política, debe fundamentarse una nueva Constitución española, algo así como una República de los pueblos originarios. Es esta insensatez, es esta contradicción entre la «cosa pública» que nos debería unir y las «diferencias autonómicas» que cada vez nos separan más, lo que el Virus, y de repente la realidad, ha venido a poner en total tela de juicio. Y es que, ay, este enemigo tan sigiloso como mortal no sabe de fronteras y, mucho menos, de autonomías. ¿Y cómo nos vamos a entender −a la hora de hacer un frente común de contención− si cada nación, cada pueblo originario o cada tribu se embarcan en una lucha unilateral contra lo invisible? Ahora no se trata de una lucha lingüística, «La lengua es la casa del Ser» (Heidegger repetido por Joaquín Torra), sino de miles de personas muertas. ¿Acaso llegaremos, en este caos moral, a valorar las pérdidas según pertenezcan a esta o aquella autonomía cargada, repleta, de derechos históricos?
Este Virus debería hacernos reflexionar de forma muy crítica contra la demagogia. Tiene sobrada razón el profesor Jesús G. Maestro al afirmar (búsquese en línea) que la democracia no lo arregla todo. Ya sé que nos van a tachar de fascistas. Pero la filosofía, la literatura, aún tienen que ver con el racionalismo crítico que, desde la caída del Muro de Berlín, en vez de aferrarse a las utopías como salvo conducto para el pensamiento dogmático, el único pensamiento posible en la polis, sigue creyendo que el espacio de la crítica es la razón de la existencia de la ciencia, la filosofía y la literatura. Que la democracia posmoderna no lo arregla todo es algo que pone en evidencia la llegada tan inesperada de este Virus. No es baladí subrayar, contra las demagogias populistas, lo de «inesperado». Lo afirmo porque si en nuestras vidas aún hubiera una pizca de conciencia trágica de nuestra ontológica insuperable vulnerabilidad, no hubiéramos estado viviendo en el encantamiento de un mundo en constante Progreso. El demócrata es un progre y todo progre tiene que ser un demócrata…porque, nos han educado, la democracia lo arregla todo. Pero se trata de una democracia posmoderna que, a lo Derrida, cree que el mundo, la vida, es un «texto» y que de lo que se trata es de «dialogar». La realidad es que estamos tan alejados de la tragedia griega que nos despedimos, de forma cotidiana, con la palabra «suerte»; como si la suerte, en sí misma, ya fuera buena suerte.
De la pandemia no nos va a sacar esta «democracia morbosa», el adjetivo era del filósofo madrileño Ortega, sino la «areté» o excelencia de los ciudadanos. Nada que ver con la sangre azul de la Odisea, como nos explicó el profesor Domingo Blanco, un buen vasco en Málaga (Principios de filosofía política), y nada que ver con esta democracia por completa ajena al sujeto moral de responsabilidades. Nadie es responsable de nada. Sin embargo, teníamos una «excelencia» repartida de forma anónima entre nuestros Médicos y Sanitarios, entre los Trabajadores que tenían que estar «ahí», entre nuestro Ejército y Fuerzas de Seguridad, en fin, entre miles de personas con oficio. Porque, no se olvide, no es esta democracia sin oficio ni beneficio la que nos va a sacar del problema, sino los españoles que saben al margen de las ideologías de partido. No solo es una cuestión de solidaridad emocional desde los balcones, sino que es desde los balcones desde donde se aplaude esta increíble «areté»: hacer bien lo que saben hacer. Y lo hacen bien por la sencilla razón del esfuerzo personal que, a lo largo de una vida, han ido consagrando a su vocación.
El virus, voy terminando, pone al descubierto, más allá de todas las mentiras, que, aunque el gobierno no crea en la unidad de España, tendrá que creer en la unidad de su propio gobierno a la hora de ponerse a salvar vidas. Pero, como venimos diciendo, un gobierno no puede gobernar si ni siquiera cree en la elemental unidad que exige el poder político. El tema de las falsas mascarillas solo es la punta del iceberg de nuestra realidad. El desorden propio de la improvisación que afecta a los propios miembros en el poder, una plataforma democrática disléxica sin verdadera vocación de excelencia. Han llegado al poder, es verdad; pero no gobiernan porque para eso no estaban preparados.
*Julio Quesada es Catedrático de Filosofía, Universidad Autónoma de Madrid.