Papel Literario

El viaje de Raleigh

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Por ENRIQUE BERNARDO NÚÑEZ

Sir Walter Raleigh publicó la relación de su viaje en 1596. Salió de Plymouth el jueves 6 de febrero de 1595 con cinco buques y algunos botes, y regresó siete meses después, sin perder un hombre. Un año antes el Capitán Jacobo Whiddon exploró el Delta por su orden. También lo precedió Robert Dudley, quien recogió en Canarias noticias del Dorado. Dudley abandonó Trinidad poco antes de la llegada de Raleigh. En Tenerife se detiene para aguardar el Lion’s Whelp y al capitán Amyas Preston y el resto de su flota. Siguieron luego a Trinidad sin más espera, en el propio buque de Raleigh y un pequeño barco del capitán Cross. El 22 de marzo anclaron en Punta Curiapán, que los españoles llamaban Punta de Gallo. Llegado a Puerto de los Españoles o Puerto España, supo Raleigh por un cacique conocido de Whiddon la fuerza efectiva de los españoles y el nombre del gobernador que lo era don Antonio de Berrío, a quien suponían muerto. Algunos españoles vinieron a reunírseles. Esta gente no probaba vino hacía tiempo. Se alegraron en gran manera con los ingleses, a quienes ponderaron las riquezas de Guayana. Raleigh permaneció en Punta de Gallo para vengar la traición que el gobernador Berrio había hecho a ocho hombres de Whiddon cuando estuvieron en viaje de reconocimiento. Berrio les preparó una emboscada invitándolos a matar un ciervo y aseguró después a Whiddon que habían hecho provisión de agua y leña en la mayor seguridad. Supo al mismo tiempo por un cacique que el gobernador había pedido refuerzo a Cumaná y Margarita. Los caciques de la isla acudían a ver a Raleigh, no obstante la prohibición de Berrio, y dábanle cuenta de las crueldades cometidas con ellos. Se hallaban reducidos a esclavitud y sometidos a diversos tormentos. Pero todo esto servía a los designios de Raleigh. Envió al capitán Caulfeld con sesenta soldados, seguidos por él mismo y tomó la ciudad de San José, capital de la isla. Berrío cayó prisionero. A petición de los indios, Raleigh entregó la ciudad al fuego. El mismo día llegaron los capitanes Gifford y Keymis, a quienes había perdido de vista desde las costas de España.

Los informes de Whiddon acerca de la tierra que pensaban descubrir no resultaron del todo exactos. En vez de cuatrocientas millas el país estaba a seiscientas millas inglesas más allá del mar. De estas seiscientas atravesó cuatrocientas, el país poblado de tantas naciones, entre ellas la de mujeres belicosas que moran al sur del río y usan piedras que sirven de amuletos contra la tristeza. Dejó los barcos anclados en el mar y en una galera, un lanchón y un bote del Lion’s Whelp llevó cien hombres y vituallas para un mes, las cuales con la lluvia y el sol se volvieron tan pestilentes que nunca, afirma, prisión alguna en Inglaterra podría encontrarse tan hedionda y desagradable, especialmente para él acostumbrado a otro género de vida. Después de diversas tentativas para entrar en el Orinoco, resolvió ir con los botes en los cuales metió sesenta hombres. Veinte en el bote del Lion’s Whelp. El capitán Gifford llevaba en su chalana al patrón o arráez Edward Porter. Con el capitán Caulfield iba un primo de Raleigh, John Grenville, su sobrino John Gilbert y los capitanes Whiddon, Keymis, Edward Hancock, Facy, Jerome Ferrar, Anthony Wells, William Connock, el alférez Hughes y cerca de cincuenta más. Tenían tanto mar que cruzar como distancia hay entre Dover y Calais. De piloto llevaba a un indio aruaco que habían tomado al salir del Barema, un río al sur del Orinoco, e iba a vender casabe a Margarita. El indio no supo conducirlos y se hallaron perdidos en aquel laberinto de ríos «donde uno cruza al otro muchas veces y son semejantes uno al otro», y multitud de islas cubiertas de árboles. La galera encalló y creyeron terminado el descubrimiento. A la mañana siguiente, después de lanzado el lastre, volvieron a flote. Un río y otro río y sus ramales. Hallaron al fin un río bello y puro como no habían visto nunca, el Amana. Pero el flujo del mar dejólos y se vieron obligados a remar contra la corriente. Cada día pasaban por nuevos ramales del río. Caían unos al este y otros al oeste del Amana. El calor era sofocante. Remaban sin descanso y las compañías estaban cerca de la desesperación. Prometían a los pilotos concluir el próximo día. Raleigh sentíase acariciado por una paz dulcísima. Bajaba la noche en medio de los grandes árboles. Raleigh pensaba en la gran ciudad de Manoa, sobre la cual caía ahora la luz de aquellas magníficas estrellas. Pensaba ofrecerle aquella tierra a su reina como quien ofrece una joya.

Entonces recobraría su gracia y volvería a ostentar en la guardia de alabarderos su armadura de plata adornada de piedras preciosas y sus zapatos que valían por sí solos muchas piezas de oro. Pensaba en sus pipas con bolas de plata que imitaban los otros cortesanos en aquel mundo isabelino.

Berrío —a quien describe liberal y valiente— entretenía a Raleigh con el relato de las expediciones españolas: el viaje de don Pedro de Ursúa, quien venía del Perú con sus maratones; los de Diego de Ordaz, Jerónimo de Ortal, Antonio Sedeño, Pedro Hernández de Zerpa, de cuya expedición de trescientos soldados sólo volvieron dieciocho, y la del propio Berrío cuando bajó por el Meta desde el Nuevo Reyno hasta alcanzar las bocas del Orinoco y Trinidad. Referíale Berrío las costumbres de aquellos guayanas, grandes bebedores. En sus festines se untaban el cuerpo con cierto bálsamo llamado «curca», sobre el cual soplaban luego un polvillo de oro. Le hablaba de las estatuas que adornaban sus palacios y de sus escudos y armaduras de plata y oro. Multitud de pájaros con todos los colores del iris volaban sobre los matorrales, y los ingleses abatían muchos con sus escopetas. Cuando Raleigh manifestó a Berrío que su propósito era continuar viaje hasta el propio país de Guayana, fue éste acometido de gran melancolía y trató de disuadirlo de su intento. Quiso mostrarle las muchas miserias que le aguardaban. El invierno estaba cercano. Los ríos comenzaban a crecer y los señores del país habían resuelto no tratar ya con cristianos, ya que éstos por el oro trataban de conquistarlos. Huirían al verlos y quemarían sus ciudades.

Un indio viejo les aseguró que si entraban en un ramal del lado derecho llegarían a una ciudad arauca donde hallarían pescado y vino del país. Se alegró Raleigh de este discurso. Tomó el lanchón y ocho mosqueteros, la barquilla del capitán Gifford y la del capitán Caulfield. Remaron tres horas sin ver indicio de vivienda y preguntaron al viejo dónde estaba la ciudad: «Un poco más allá». A la puesta del sol comenzaron a sospechar que los traicionaba. Determinaron colgarlo, pero las necesidades de que estaban ahítos lo salvaron. Estaba oscuro como boca de lobo, el río comenzaba a estrecharse. Los ramos de los árboles colgaban de tal manera que se vieron obligados a cortarlos con las espadas. El indio decía que la ciudad se encontraba más allá. La hallaron en efecto, con poca gente. El «lord» del lugar había salido y se hallaba a muchas millas de jornada para comprar mujeres a los caníbales. En la casa de este cacique hallaron pan, pescado y vino del país. Volvieron al día siguiente a la galera con aquellos comestibles. Supieron luego que aquellos indios habían traído más de treinta mujeres, láminas de oro y gran cantidad de piezas de algodón, entre mantas y vestidos. Veían bosques inmensos, gran número de caimanes. Un negro que llevaban consigo y acostumbraba nadar fue cogido por un saurio y devorado a la vista de todos. Un viento norte los empujaba hacia el río Orinoco. Cierta mañana les ocurrió una aventura que los alegró en gran manera. Toparon con cuatro canoas que bajaban el río. Algunos de los que iban en estas canoas huyeron a los bosques. Otros permanecieron tranquilos. Iban con ellos tres españoles conocedores de la ruta de su gobernador en Trinidad. Llevaban un cargamento de excelente pan. Nada en el mundo podía ser más bienvenido. Los hombres gritaron: «Let us go on, we care not how far» y se pusieron a perseguir a los que huían. Así resonaban estas primeras voces inglesas en los bosques del Orinoco. Raleigh ofreció quinientas libras al soldado que hiciera presos a los fugitivos, pero la persecución resultó inútil.

Mientras era huésped del cacique Toparimaca vio Raleigh la esposa de un cacique forastero, «tan favorecida o atractiva», como rara vez había visto otra en su vida. «De buena estatura, ojos negros, formas opulentas y cabellos tan largos como ella», muy parecida a cierta lady en Inglaterra, que si no fuera por el color hubiera jurado ser la misma. Orinoco arriba vio un país con las orillas del río y las rocas de un azul metálico, y un país de campiñas teñidas de rojo. Vio islas más grandes que la de Wight. Vio ciudades con jardines sobre una colina y lagunas abundantes en pescado como esa de Toparimaca, Arowacai. Vio mercados de mujeres donde éstas se adquirían por dos o tres hachas como en Acamacari y poblaciones de gente muy viejo, tan vieja que podían verse los nervios y tendones bajo su piel. Vio árboles de copa anchísima llamados samanes. Vio una montaña color de oro y otra de cristal parecida a una torre perdida en las nubes y de la cual se desprendía un río con terrible clamor, como si mil campanas tocasen a un tiempo. Vio un río de aguas rojas del cual se puede beber a mediodía, nunca de mañana, ni en la noche. Vio tantos ríos que resolvió dejarlos para describirlos luego, a fin de no ser fastidioso. Vio los saltos del Caroní desprenderse con tanta furia que al caer el agua forma como una columna de humo elevándose sobre una ciudad. El Caroní es ancho, dice, como el Támesis en Woolwich. Nunca vio Raleigh más bello país. Aquí y allá se elevaban graciosas colinas. Unas verdes campiñas, sin arbustos, de arena dura, buenas para andar a pie y a caballo. Cruzaban los venados en cada sendero. La mancha blanca y roja de las garzas inmóviles sobre el río y muchedumbre de pájaros que cantaban al atardecer melodías infinitas. Una fresca brisa soplaba del este. Más allá del Caroní está el río Atoica y después el río Caura. Es aquí donde Raleigh sitúa los pueblos o naciones que denomina «los ewaipanoma», con los ojos en los hombros entre los cuales les nacen largos cabellos y la boca en medio del pecho. Estos ewaipanoma son los más fuertes del país. Usan arcos, flechas y macanas más grandes que las de cualquier otro guayana. Gente formidable, pero sin cabeza. Otelo, el moro de Venecia, habla de estos hombres cuya cabeza les nace bajo los hombros.

The Anthropophagi, and men whose heads

Do grow beneath their shoulders.

(Acto I, esc. 111)

En Morequito, Topiawari, rey de Aromaia, meditaba en el gran trastorno que presenciaba al final de sus días. Los astros no habían mentido en sus predicciones. De los españoles tenía muchos agravios. Varios de los suyos habían muerto a sus manos. Este hombre, cuya visita le anunciaban era blanco, pero de otra nación Topiawari, se dispuso a ir a su encuentro. Era viejo, viejo de ciento diez años. Su andar lento y majestuoso. Era hijo del río. Todos los suyos lo eran. Topiavari se dirigió al encuentro de Raleigh. Llegó al atardecer, antes de la luna, con muchos comarcanos y provisiones, después de andar a pie catorce millas inglesas. Raleigh hizo levantar una tienda para honrar al viejo rey. Tomó asiento y Raleigh frente a él. Sus párpados calan pesadamente. Tenía ante sí al hombre blanco de quien le hablaban hacía tiempo. Raleigh le habló de la grandeza de su país y de su reina, y comenzó a sondearlo en lo tocante al país de los guayanas. Topiawari habló entonces de su raza y de sus guerras hasta la invasión de los cristianos. Añadió que deseaba regresar a su casa, pues sentíase débil y enfermo, llamado por la muerte, y a su vuelta lo complacería. Raleigh insistía en saber del Dorado. Topiawari enmudeció. Luego se levantó para partir dejando a Raleigh admirado de su discreción y buen discurso. La luna surgió entonces de los montes lejanos. Raleigh veía en torno suyo. Hubiera podido entrar a saco en aquel país, pero lo consideraba impolítico. Deseaba parecer distinto de los españoles. A su regreso Raleigh tocó de nuevo en Morequito. Ya Topiawari había meditado su respuesta. Raleigh le manifestó que conocía su situación entre los españoles y los epuremei, sus enemigos, y pidióle le indicase los pasajes más fáciles para entrar en las áureas tierras de Guayana. Topiawari consideró que Raleigh no estaba en capacidad de ir a Manoa. No tenía fuerzas suficientes. No podría invadir sin la ayuda de todas las naciones vecinas a fin de asegurar el avituallamiento. Ni dentro de un año lo creía posible. Recordó la derrota sufrida por trescientos españoles en la sabana de Macureguari, un poco más allá de sus fronteras. Los indios prendieron la paja seca y los blancos se vieron envueltos en llamas por todos lados. Podía dejar con él cincuenta hombres hasta su vuelta para organizar el avituallamiento. Raleigh no los tenía, ni podía dejarlos sin vituallas y pólvora suficiente. Berrío había pedido refuerzos a España y Nueva Granada y también a Caracas y Valencia. Entonces Topiavari le pidió que olvidase su país, al menos durante un tiempo, pues los epuremei lo invadirían y los españoles pensaban matarlo como habían hecho con su sobrino Morequito. Después de esto le dio a su hijo que Raleigh deseaba llevar a Inglaterra. En cambio Raleigh les dejó a Francis Sparrow, sirviente de Gifford, quien estaba deseoso de quedarse, y a un muchacho de nombre Hugh Goodwin para que aprendiese la lengua. Sparrow dejó una relación, la cual se encuentra en Purchas His Pilgrimes. Hecho prisionero por los españoles fue remitido a España y después de larga cautividad pudo volver a Inglaterra en 1602. Su relato está lleno de datos geográficos. Entre otras cosas refiere que compró ocho mujeres de dieciocho años por un cuchillo que le costó en Inglaterra medio penique. Efectuó esta compra en un sitio llamado Cumalaha, al sur del Orinoco. Sparrow dio esas mujeres a otros indios a petición de Warituc, hija del cacique de Morequito. Refiere también que ciertas piedras las cuales tomó por perlas eran topacios.

La historia de Goodwin es diferente. Cuando el gobernador de Cumaná informó al rey de España la captura de Sparrow, aseguró que Goodwin había sido devorado por un tigre. La historia, dicen, fue inventada por los indios para salvarlo. Raleigh lo halló vivo en 1617, durante su segunda expedición y apenas recordaba su propio idioma. Con la expedición de Harcourt, salida de Dartmouth el 23 de marzo de 1608, y compuesta de los buques La Rosa, La Paciencia y El Sirio, volvieron a Guayana después de trece años de ausencia los indios Martín, hijo de Topiawari, Leonardo, el piloto aruaco y Antonio Canabra. Anclaron en Morequito el 11 de mayo del mismo año. Los indios expresaron su inmensa alegría, pues los creían muertos hacía largo tiempo. Harcourt, después de arengarlos y celebrar con ellos una especie de trato, desplegó sus banderas, formó sus hombres en compañía y tomó posesión del país. Así entraron en la ciudad de Martín, donde los habitantes salían a las puertas para verlos. Otros indios guayaneses fueron a Londres como rehenes en el buque Olive Plant de 170 toneladas, al mando del capitán Edward Huntley. Salieron el 2 de julio de 1604 con la expedición que trasladó la colonia fundada por Charles Leigh a Wiapoco u Oyapaco. Topiawari y los demás indios entraron en Londres en el crepúsculo de la edad isabelina cuando se publicaba Venus y Adonis. A los puertos ingleses llegaban los despojos de los galeones españoles, y se representaban en honor de la reina aquellas mascaradas que el propio Shakespeare consideraba símbolo de lo evanescente. Música, luz, color, perfume, una atmósfera voluptuosa. Topiawari salía de un bosque con su arco y sus flechas, después de una invocación del dios de los ríos, e iba a postrarse ante la reina en medio de mujeres de extraordinaria hermosura y de hombres magníficamente vestidos. Ante ella, desfilaban caciques con brillante plumaje, guerreros indios con ramos, flechas y escudos de oro y plata y portadores de aves de raros colores, piedras tersas de diferente color y guirnaldas de flores, simbolizando todo las riquezas de Guayana. Se escuchaba una música invisible y deliciosa. Y avanzaba hacia él una mujer pálida como la estrella de la tarde, con una media luna en la cabeza, y le tocaba con una vara en la frente. Tenía los ojos azules como las montañas lejanas. Y el río era él, Topiawari, y tenía sus mismos deseos y pensamientos. Y sentía dentro de sí aquel tumulto con que el Orinoco baja de la montaña y nutrido del ansia de todos los ríos corre hacia el mar. Y comprendía mejor los ecos que a través de la inmensidad de los tiempos va dejando en el corazón de los hombres y en las selvas.


*El reportaje anterior forma parte del libro Tres momentos de la controversia de límites de Guayana, de Enrique Bernardo Núñez. Prólogo: Tomás Straka. Edición, introducción y notas: Alejandro Bruzual. Editorial Dahbar, Venezuela, 2022.