Por DAVID DE LOS REYES
I
Invocar a Ludwig van Beethoven (1770-1827) en el año conmemorativo de su Natalicio número 250 es rigor dentro de la agenda musical, museística, cultural y literaria global. De Bonn a Guayaquil o de Viena a Caracas sonarán, sin lugar a dudas, unas cuantas de sus sinfonías. ¡Infaltables la Quinta y la Novena! Éxitos de los clásicos populares urbi et orbi. Menos tocadas serán sus sonatas y sus tríos, y aun poco menos sus cuartetos. Estos últimos opus marcan la cúspide y el límite expansivo de su arte. Beethoven, el Sordo de Bonn, ha sido reconocido como el artista romántico que vendría a encarnar uno de los espíritus más libres del arte del siglo XIX. Decir algo nuevo de su vida es casi imposible por todos los estudios que se han realizado en su obra; ofrecer esclarecimientos en relación con su condición y sus efectos de artista nos parece un pequeño intersticio por el cual podemos entrar dentro del magma musical y espiritual de este volcán humano en permanente ebullición y contradicción. Odiado por unos, amado por otros, pero unos y otros no pueden negar la genialidad que emana de su música.
Una de sus frases más conocidas es “Nunca rompas el silencio si no es para mejorarlo”. Palabras que se convertirán no solo en una postura estética sino ética y en su caso, una condición física sin retroceso y ¡casi natural! dada su condición de sordera, que lo llevó a separarse de los sonidos del mundo exterior. Ella lo reduciría al cuadro de un imperioso silencio no elegido y a escuchar solo los sonidos en el espacio de su imaginación sonora. Allí emergerían los temas y desarrollos musicales que darían forma a sus composiciones a partir de 1800, año en que comienza a manifestarse su discapacidad auditiva. Su frase, entonces, pedirá que la música debe justificarse porque viene a mejorar al espectro casi imposible del silencio. El arte de los sonidos, aún para entonces con un sentido ligado a presupuestos rituales sociales y civilizatorios superiores, no tendría justificación sino en la medida que cumpliera con tal condición: el presupuesto romántico de mejorar lo dado por la naturaleza, el silencio. Beethoven, el sordo, sería aún más sordo para el resto de los sonidos musicales que no enaltecieran el natural manto transparente del silencio.
¿Podríamos imaginar qué pensaría del silencio en este mundo actual, doblegado por los irritables sonidos electrónicos a todo dar y por doquier, que van del conductista ambiente mercantil del hilo musical a la avasallante presencia en la discoteca andante gracias al celular y los infaltables audífonos? Música para oídos (y mentes), dóciles por los sonidos digitales, indiferentes a otras realidades acústicas. Fácil imaginar que la situación de la sociedad líquida sonora de nuestra postmodernidad no pudiera albergar un Beethoven, aunque fuese sordo y con un padre empeñado en hacerlo músico a fuerza de maltratos, baños de agua fría en invierno, despertarlo a medianoche y otras torturantes “disciplinas”. En nuestro acontecer todo está violentado y enmarcado por la rutilante condición de los sonidos sometidos a los decibeles y las emisiones electrónicas. El silencio es el gran ausente. Si bien hoy se habla de islas de contaminación de residuos plásticos en medio de los mares, del tamaño del territorio de Francia, poco se dice y alerta sobre las extensiones aéreas y sus ondas hertzianas por doquier, convirtiendo el oído común en un sordo musical (solo queda el reggaetón…). Prohibición del mundo actual: todo silencio debe ser asesinado e interrumpido inmediatamente. Ciudades silenciosas pocas, ruidosas todas. El silencio como sinónimo de extremo lujo. La exigencia de Beethoven, la música para mejorar el silencio pudiera reducirse a pocos espacios acústicos privados. El silencio, por lo general para el hommo digitalis actual, vendría a sentirse como en un círculo de soledad, de aislamiento, de ensordecedora ansiedad y separación física con lo otro: es decir, no de otras personas sino de su celular. Beethoven aullaría y maldeciría al mundo a cada paso por cualquier ciudad actual, sería, no menos, que un lobo estepario. La era digital ha nutrido, como lo demás del mundo actual, con el aniquilamiento de los sonidos naturales y el inaudito silencio. Visto así, el silencio −¡hasta de su única y espectacular obra musical!− puede ser un motivo para celebrar a Beethoven. Se pudieran hacer unas instalaciones y performances beethovenianos, donde el silencio es el motivo de la acción y el encuentro para celebrar el principio romántico del mayor compositor del siglo XIX: “Nunca rompas el silencio si no es para mejorarlo”.
II
Entre los personajes de su entorno que igualmente serían interesantes revisar por estos días conmemorativos por la celebración global de su nacimiento, y de reconocimiento a un espíritu que ha transitado con su creación musical todos los linderos geográficos culturales y musicales de la tierra, propongo dos a mi juicio meritorios. Uno, indiscutible, el poeta y fiel burócrata del gobierno de Weimar, Johann Wolfang Goethe (1749-1832) con quien protagonizó un inusual encuentro en la ciudad de Teplitz. Y el segundo, más delicado y apreciado por el turbulento y casi salvaje genio musical: la ilustrada dama Bettina Brentano (1785-1859), escritora y novelista romántica alemana, además de ser compositora, cantante, ilustradora, mecenas de jóvenes artistas y activista social de los derechos de la mujer, todo un ejemplo femenino de la era romántica.
Bettina conoció a Ludwig e inmediato nació entre ambos admiración y fidelidad amistosa. Intenso vínculo cultivado por un prolijo intercambio epistolar alimentado, como buenos artistas individualistas del tiempo, por sus personalidades egocéntricas y dominadoras. Posteriormente, la dama presentaría al compositor con el poeta del Fausto, Goethe, intentando construir una relación creadora y artística entre ambos. Beethoven habría puesto música a algunos poemas de Goethe; luego, este pensó siempre que sería el compositor indicado para realizar una ópera con su voluminoso Fausto, lo cual, infortunadamente (o fáusticamente), como sabemos, tal creación nunca aconteció. Lo que si ocurrió fue la composición de una serie de lieder (a comentar más adelante) así como de diez piezas de música incidental para la representación de la tragedia goetheana Egmont, el opus 84 de Beethoven. Siendo la Obertura Egmont una de sus partituras aún tocadas esporádicamente. Sin embargo, en su tiempo el poeta se quejó de no haber podido dar con el compositor ideal para su obra. Siempre pensó que Beethoven sería ese compositor, pero éste sintió que su música no estaba a la altura de la creación poética del bardo de Weimar, o al menos se desprende de sus confesiones sobre por qué finalmente se produjo un distanciamiento entre ambos.
Para Beethoven, en ese período de su vida, la joven e impasible Bettina, arquetipo del zeitgeist (espíritu del tiempo) femenino, pasó a convertirse en su musa, dedicándole una serie de canciones, como también lo harían luego Robert Schumann y Johann Brahms, entre otros.
Goethe y Beethoven fueron sus dos adorados tutores, inspiradores y admirados héroes del arte del momento. Literatura y música eran los impulsos vitales que concentraron su pasión por un buen tiempo. Su hermano, el poeta Clemens Brentano, alentó a la joven Bettina a leer a Goethe y inmediatamente enloqueció por el personaje de Mignon en Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister. Por su actitud y su forma de vestir, Bettina se convirtió en la inexplicable Mignon. Y concibió una pasión por Goethe que alimentó hasta el final de su vida. ¿Qué representaba el personaje femenino goetheano que atrapa a esta rebelde dama? Mignon es un poema visionario que relata su trágica historia de vida, donde recuerda a su tierra natal, Italia, luego de haber sido secuestrada y trasladada por la fuerza a tierras alemanas por un grupo de malandros. Experimentará el abuso, la servidumbre física y la esclavitud de entretener mediante el baile y el canto, entre otras cosas a sus raptores. Pero la suerte hace que su penosa situación cambie, al encontrarse con el héroe de la novela, Wilhelm Meister (de 1795), quien se convierte en su protector y salvador, y es llamado hasta padre. Toda una trama romántica en el mejor (¿o peor?) estilo de entonces y que no deja de repetirse hasta la saciedad en la literatura y en los guiones cinematográficos actuales. Eso con respecto a Bettina y su vínculo con Goethe. Veamos ahora qué le inspiraba el músico.
De este lado, estaba la fuerza de la energía musical que tocaba a su destino con las obras y las improvisaciones ejecutadas por el pianista considerado un segundo Mozart. Bettina queda deslumbrada por la personalidad creadora del otro semidios del momento, Beethoven. La música para ella fue una revelación más allá del lenguaje y del intelecto. Beethoven conocía a su medio hermano Franz y a su esposa, Antonie. Un día de 1810, cuenta el filobeethoveniano, musicólogo y novelista francés, Roman Rolland, que una mañana, mientras el compositor ya casi sordo, estaba trabajando en su piano, sintió unas manos sobre sus hombros. Se dio vuelta, enfurecido, y se encontró con una joven atractiva que le hablaba melodiosamente al oído: «Me llamo Bettina Brentano». ¿Acaso la dama querría escuchar la melodía que estaba interpretando? nada menos que el lied de su Op.75/1 , «Kennst du das Land?« (“¿Conoces el lugar?”). Poema cuya famosa letra refería al personaje Mignon de Goethe, justo su obra preferida y personificada por el vital y cotidiano espíritu desenvuelto de Bettina. A esta ejecución le siguió otro lied con letra del poeta, el Op.83/1, “Wonne des Wehmut” (Dichosa melancolía) para deleite de su joven escucha.
En una carta de Bettina a Goethe, fechada el 28 de mayo de 1810, cita una confesión de admiración por parte del compositor respecto a la obra literaria del poeta: “Los poemas de Goethe tienen un gran poder sobre mí, estoy activado y estimulado para la composición por su lenguaje”. Acto seguido la dama le envió copia de los manuscritos del músico amigo de estas canciones, junto con una tercera, “Trocknet nicht”, (lo curioso es que las tres canciones de la Op.75 no incluyeron las otras tres que fueron publicadas como Op.83, compuestas por la misma época y todas con lírica de Goethe).
En los días siguientes, se vieron, caminaron e hicieron música juntos. Al pasar de los años, algunos especularon sobre Bettina como la mujer misteriosa que inspiró la carta e la misteriosa Amada Inmortal de Beethoven. En realidad, no lo fue, pero si convivió con la responsable de tal leyenda, su propia cuñada, Antonie de Brentano. Sobre esta brumosa relación han surdido las más conspicuas investigaciones del comadreo académico, uno más de los episodios de la atribulada trama amorosa del sordo genial.
Bettina Brentano, en su Epistolario de Goethe con una niña (Goethes Briefwechsel mit cinem Kinde), amplía y describe esta amistad entre los creadores no solo de una obra portentosa en ambos, sino del arte mayúsculo de una época. Este texto fue la primera de tres novelas epistolares que la autora escribió tras la muerte de su marido, el también poeta Achim von Arnim, para embalsamar en el arte los recuerdos de su vida. Evoca su relación afectuosa e intelectual con Johann e introduce a Ludwig transitando su vida cual personaje literario. En sus páginas presentan quizás una de las más explícitas descripciones de la condición de las cualidades artísticas beethovenianas; la visión extasiada que tenía el maestro de su propio arte: «La música es una revelación superior a toda sabiduría y filosofía; es el vino que inspira a uno a nuevos procesos creativos, y yo soy el Baco que extrae este glorioso vino para la humanidad. Quienes entiendan mi música se sentirán liberados de todas las miserias que otros acarrean consigo».
Estas palabras, se sabe, surgieron de la admiración e imaginación romántica de Bettina, no del propio Beethoven. Estos y otros credos de ese epistolario literario se convertirían en unas de las declaraciones más famosas del compositor sobre música, dando paso así al mito romántico de Ludwig van Beethoven.