Por EDUARDO MOGA
Juan Malpartida (Marbella, 1956) es uno de esos poetas que no cultivan círculos, ni frecuentan antologías, ni obedecen a mandatos estéticos, salvo el que les dicta su conciencia, aunque no sea en absoluto un desconocido en el mundo literario: es también novelista y un reputado crítico literario —La perfección indefensa es una espléndida colección de ensayos sobre las literaturas hispánicas del siglo XX—, y ha sido director de la prestigiosa revista Cuadernos Hispanoamericanos desde 2012 hasta 2021. Sin embargo, tengo la impresión de que su obra lírica, pese a haber crecido, con riguroso empeño, a lo largo de tres décadas —desde Espiral, de 1990, hasta Río que vuelve, de 2020—, no ha calado todavía entre los lectores, como si su lateralidad o su discreción la hubiesen ocultado a la mayoría de las miradas. En 2015, la recogió, completa, en Huellas (Poesía 1990-2012), publicado por una pequeña editorial de Santa Coloma de Gramenet, un volumen al que solo ha seguido, tras una pausa de seis años, Río que vuelve. De inclinación simbolista, y labrada con una gran ductilidad formal –verso libre, poemas en prosa, sonetos, décimas, haikus–, Malpartida investiga en un triángulo existencial, compuesto por el yo, el tiempo y el mundo. El poeta contempla cuanto lo rodea y describe su estupor. Pero ese asombro no es solo por lo que tenga de maravilloso o incomprensible, sino también por la incertidumbre que le inspira. El debate sobre la realidad o la irrealidad del mundo, y, por lo tanto, sobre la realidad o irrealidad del yo, se prolonga en los poemas, sin solución discernible. Todo aparece dudoso, en tránsito, en penumbra; también la identidad, uno de los asuntos principales de Juan Malpartida, cuya forja corresponde al tiempo, a su transcurso y su acabamiento: «Identidad, piedra funeraria, hija bastarda de la muerte», escribe Malpartida; y poco después: «Somos un poco de tiempo que arde». El tiempo, en efecto, signa el existir humano y excita, a la vez que desarbola, la conciencia. Su presencia en la obra de Malpartida es obsesiva. La angustia por el paso (y el peso) del tiempo –una angustia, no obstante, austera, sosegada– se acendra en Río que vuelve, que atestigua el acercamiento del autor a la senectud y una rampante conciencia de la muerte, prefigurada por la desaparición de todo, por el olvido, que se posesiona del yo: «Lecho somos de tiempo que no vuelve, / sedimento de historias disipadas / y esta ciega constancia de las horas», escribe en «Una puerta»; y luego: «Mi cara (…) es olvido». En este olvido sobrenadan los recuerdos de la vida, como pecios de un naufragio inevitable. Pero el camino a la nada es absoluto. La memoria de la infancia persigue al autor, y también la de la naturaleza contemplada y ya extinguida. El mar —ese mar Mediterráneo que el poeta conoció en su Marbella natal, cuando Marbella aún conservaba aires helénicos y no era el monstruo de lujo y vulgaridad que es ahora— se convierte en una metáfora constante, nexo entre el pasado y el presente, como revelan los poemas de Río que vuelve y, sobre todo, de A un mar futuro, publicado en 2012. Las huellas que jalonan este libro, desde su portada hasta su epílogo —y que se identifican, en algún poema, con las que imprimieron los homínidos del Paleolítico en Laetoli—, son los restos que el hombre deja a su paso; en el caso de un escritor, como Juan Malpartida, sus páginas, su palabra. Esta voz se erige también en objeto de discusión. La reflexión metapoética atraviesa las preocupaciones existenciales como la urdimbre se entrelaza con la trama. La escritura da fe del tiempo, que es siempre tiempo devanándose, huyendo: «La sangre escribe / el signo exacto». Escribir es urdir el yo, interrogarlo, ver cómo se yergue y simultáneamente se diluye. El tiempo y la memoria se entremezclan en la fábrica del lenguaje: las cosas son las palabras que las dicen.
El conflicto triangular que plantea Malpartida en su poesía no se resuelve, pero sí se mitiga, o se contrarresta, con una explícita exultación erótica —«Se abren tus ojos, el tiempo no pasa. / Todo es cuerpo»— y contenidos gestos de humor, que tienen que ver casi siempre con su experiencia de la literatura, y que se desarrollan en un entorno a menudo urbano. El empuje del amor resulta especialmente vigoroso en Río que vuelve, donde el autor expresa su sorpresa —su alegría— por experimentarlo de nuevo, cuando el tiempo, ese enemigo implacable, parecía haberlo condenado ya a la soledad y el silencio. La pasión renacida cumple el viejo anhelo —o la perseverante ilusión— de rescatar al cuerpo de las aguas letales de la cronología y de acallar, siquiera fugazmente, la ofensa de la mortalidad: «Estamos a veces tan cerca / que no podemos hablar sin que las palabras / se hagan cuerpo en nuestro cuarto; // tan cerca / que vivir o morir es cosa del pasado». Pero es el otro lado, ese otro lado de las cosas y de uno mismo, que ha obsesionado desde siempre a los escritores, el que ofrece al poeta un consuelo y una esperanza: alcanzarlo, es decir, acceder a la cara oculta de la realidad, sin muerte y sin daño, constituye la salvación, aunque sea imposible: «Mi reloj, mi cuerpo desvivido en la fútil esperanza del otro lado». Las antítesis y paradojas con que Malpartida salpica sus versos contribuyen a expresar esa ansia por alcanzar una conciliación que lo libre de las argollas del tiempo y la indefinición del yo, esa lucha irresuelta porque lo enemigo deje de serlo y pueda, por fin, respirar sin amputación ni sufrimiento: pasamos «la vida recordando / incluso lo que no hemos vivido. / Los encuentros son reconocimientos, / fundan lo que llevamos dentro. / Dentro / es una palabra sin adentro: / tenemos que buscar fuera lo que llevamos, / tatuado e invisible, en la espiral de espuma / que al deshacerse recomienza».