Por ALFONSO TUSA
En medio des mis preferencias por Mi marciano favorito, Perdidos en el espacio, Bonanza o Los Picapiedra, había un programa que transmitían por Radio Caracas Televisión las tardes sabatinas. Me debatía en la incertidumbre porque a esa hora, de una a dos, o de dos a tres de la tarde, empezaban los juegos de pelota de mis amigos. Entonces cada vez que pasaban comerciales iba a la ventana de la sala y miraba hacia el solar de asfalto. Si había dos o tres muchachos lanzando algunas pelotas, regresaba tranquilo a ver el programa. Pero si había más de diez niños y destacaban dos escogiendo los equipos, terminaba de ponerme los zapatos frente al televisor y metía el guante a través del bate. Entonces empezaba a sonar aquella música silenciosa, a veces movida, a veces punzante, por momentos intrigante, y me quedaba petrificado, hipnotizado por las penumbras entre las cuales comenzaba el programa. Quería arrancar a correr hasta llegar al solar de asfalto, solo que no podía soltar la mirada del televisor.
Cuando lograba zafarme del televisor era porque Henry Altuve estaba despidiendo al invitado final del programa y empezaba aquella carrera en puntillas hacia la salida del estudio, al ritmo de aquella música enigmática que aún me hace alargar las zancadas hasta casi flotar cada vez que la silbo. Sin darme cuenta llegaba la solar avanzando en puntillas y los muchachos se burlaban de mí, “¡Qué pendejadas son esas chico!”. No toleraba mucho las chanzas malintencionadas, pero esas veces las soportaba con estoicismo desconocido para mí. También me aguantaba sin reclamar y esperaba que terminara el juego en curso aunque este se mantuviera igualado por mucho tiempo. Todo porque había disfrutado observando las particularidades de cada sección de aquel programa. Porque había algo especial, original en las ocurrencias de Henry Altuve, y porque había una especie de sorpresa misteriosa en cada invitado. Mis amigos me veían extrañados porque cualquier otro día o si el juego era en la mañana yo reclamaba con mucha vehemencia, hasta el punto de enemistarme con mis amigos y amenazar con regresarme a casa.
Ni siquiera cuando empezaron a transmitir El juego de la semana en el mismo horario en otro canal dejé de ver El Tiempo es Oro. Entonces cambiaba desde el juego que pasaban por Venevisión hasta RCTV, cada vez que terminaba un inning o cada vez que sacaban un out. A veces el juego se ponía fastidioso porque un equipo tomaba ventaja de muchas carreras, en esas ocasiones me cambiaba completamente a ver las peripecias de Henry Altuve, hablaba y actuaba con tal naturalidad que parecía que estuviera compartiendo contigo ahí en vivo, más de una vez me sorprendí hablándole al televisor. Trataba de reclamar que cada vez hacían el programa más corto, que había que esperar mucho tiempo para volver a verlo, me quedaba viendo la pantalla sin fijar la mirada cada vez que volvía a sonar el tema musical al final de la audición. Cuando el juego era disputado mamá me llamaba la atención porque cambiaba mucho de canal, decía que iba a dañar el televisor, que siempre andaba buscando complicar todo.
Después aparecieron otros programas de variedades musicales, con magos, payasos y cantantes, quizás más efusivos como La feria de la alegría, o diversificados como Sábado espectacular, o maratónicos como Sábado Sensacional, pero ninguno tan íntimo, tan sorpresivo, tan cómplice como El Tiempo es Oro. Podía irme hasta mi habitación y seguía escuchando la voz de Henry Altuve como si estuviera de visita en la casa, oía los ecos de las ocurrencias como tertulias infinitas que me acompañaban mucho después de finalizado el programa. A veces les respondía a mis amigos en el solar de asfalto con palabras y frases de El Tiempo es Oro y se me quedaban mirando extrañados, “¿Qué te pasa? ¿De qué hablas?”. Terminaban sacándome del juego. Tuve que idear una manera de evitar repetir esas palabras en los juegos. Se me hacía muy difícil no decirlas, hasta que me llevé un pedazo de papel y un lápiz pequeño en el bolsillo. Cada vez que íbamos a batear anotaba unas palabras, sin que nadie me viera.
Seguro que disfrutaba El Show de Renny de lunes a viernes, pero El Tiempo es Oro era algo muy particular, una especie de respiro en la agitación de todos los juegos o reuniones sabatinas. Me refugiaba allí para olvidar la cinética implacable de buscar los implementos deportivos o de conseguir el pantalón o la camisa que mamá quería que usara, cuando yo quería ponerme otros. Aquel ambiente de penumbras luminosas de complicidad, de escape a través de un túnel caleidoscópico de chistes y originalidad, de armonía y camaradería, de ironía y retos, era una especie de entrenamiento que me servía de inmediato en el solar de asfalto para manejar de la mejor manera las afrentas y algunas bromas de mal gusto de algunos de los jugadores que no eran precisamente mis amigos, aunque al final de la tarde habíamos limados algunas asperezas, yo sabía muy dentro de mí que eso se lo debía a aquel programa, que había valido la pena perderme los primeros dos juegos para ver los desplantes de Henry Altuve.
Quizás la Radio Rochela con sus parodias geniales y su intensa creatividad recree una parte de aquellos momentos de esparcimiento, o tal vez la profundidad del ciclo de las obras de Rómulo Gallegos, o la crudeza de los documentales de Alerta, pero lo que siempre guardaré en algún compartimiento de la memoria será aquel momento especial de los meridianos sabatinos, en medio de las sombras de la sala de la casa y las penumbras del estudio televisivo, podía acudir al llamado de mis padres para almorzar, o al silbido de mis amigos para ir a jugar en el solar de asfalto, pero siempre tenía un sentido, un oído, un extremo del ojo enfocado en el sonido del televisor, en la música, en los parlamentos de Henry Altuve compartiendo con sus invitados en medio de un ambiente único que intentaba al menos recordar toda la semana.