Por JOSÉ RAFAEL HERRERA
I
Para 1973, el Movimiento Al Socialismo (MAS) se había transformado en una importante referencia para la vida política y cultural venezolana. Fue el resultado de un cisma de hondas proporciones ideológicas dentro del Partido Comunista de Venezuela, después de la rotunda derrota sufrida por las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FLN-FALN), el movimiento guerrillero que se iniciara a comienzos de la década de los sesenta, durante el gobierno de Rómulo Betancourt, el primer presidente de la era democrática del país.
Las críticas del MAS al modelo de un Estado todopoderoso y tiránico, ubicado muy por encima de las más escuetas necesidades individuales, lo colocaron en una difícil situación: de un lado, para las fuerzas democráticas, el MAS lucía como un grupo de comunistas disidentes, pero que intentaban penetrar el nuevo sistema, para implotarlo. Del otro, para los ahora menguados partidos alineados con la URSS y China, se trataba de un grupo de “pequeño-burgueses”, traidores a la causa, “exquisitos” reformistas y revisionistas de las “sagradas escrituras” de la ortodoxia. Los ‘masistas’ debían, a partir de ese momento, remontar la pesada cuesta de Sísifo, plagada de las sospechas, desconfianzas y prejuicios, en el día a día, “pateando la calle”, in der Praktischen.
Para los jóvenes, el MAS resultó ser un proyecto atractivo. Representaba la concreción política y cultural de la superación del pasado, de las ambiciones totalitarias, las desigualdades e injusticias, el veto al pensar con libertad, el atropello las iniciativas privadas. Se trataba de conquistar una auténtica sociedad abierta, sustentada en el mérito. Una sociedad para el desarrollo del conocimiento, democrática, libre, justa, productiva y en paz. “Más y mejor democracia”, proponía una de sus consignas. Dejar atrás los modelos del pasado y conducir al país a la altura de los nuevos tiempos, de manos de la inteligencia. Adiós al stalinismo y al maoísmo. Era el nuevo modo de pensar, el “nuevo modo de ser socialista”.
El tercermundismo es una enfermedad nociva y contagiosa. Tarea de la joven dirigencia masista en las universidades y liceos del país consistía en ganar el consenso necesario para masificar su proyecto, divulgar su discurso innovador a través de los órganos de representación estudiantil. Se trataba de construir las bases de la nueva sociedad con los futuros profesionales. Un trabajo a largo plazo. El adversario inmediato a derrotar: la extrema Izquierda, refugiada en algunas instituciones educativas de relevancia, negada a abandonar la lucha armada, aunque militar y políticamente se hallara derrotada y disminuida, tras casi tres lustros de fracasos en sus intentos por poner fin a la democrácia. Eran jóvenes estudiantes, en su mayoría, provenientes de las barriadas populares, prestos a los mitos de la poética del barrio, resultado de las migraciones del campesinado a las ciudades que con el pasar de los años fueron formando el llamado “cinturón de miseria” alrededor de los centros urbanos. Captados fácilmente por las menguadas organizaciones extremistas, en ellas pudieron darle sentido político al ancestral resentimiento, adoctrinados con algunos folletos stalinistas y maoístas, las tesis tercermundistas, el mito de la “resistencia del heróico pueblo cubano” y otros cocidos de menor estufa. Todo ello condimentado por la canciones de protesta. “¡Que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan y los ricos mierda, mierda!”.
En este esquema de “formación”, el “Che” era el modelo inspirador, el legendario mesías, experto en “tiros de gracia”, incapaz de poner la otra mejilla. Ícono de los resentidos, motivo de inspiración para todo cultor de la muerte. En los barrios marginales, la agresión y la violencia, son el ideal de sangre que recorre las arterias de los pendencieros, la ley que lo rige todo: el “pa´bravo yo”. El extremismo hace de la violencia su postulado supremo. Fue así que “el hambre se juntó con las ganas de comer”. El malandro devino político y el político malandro. La distopía del barrio se transformó en la utopía del país: “frente a la violencia de los ricos, violencia de los pobres”.
Su lucha contra “la burguesía” consistía en la quema de unidades de transporte público, el saqueo de bodegas, panaderías o restaurantes, cavas de alimentos, el cierre de calles con barricadas y cauchos quemados. Era la “lucha de clases”, la “épica revolucionaria”. El término burguesía les era laxo. Un profesional o el propietario de un comercio eran “burgueses”, enemigos del pueblo, vinculados al imperialismo. Estos, grosso modo, los caracteres de intoxicación ideológica de aquellos adolescentes que, años más tarde, se transformarían en las figuras principales del gang que terminaría por destruir a Venezuela.
II
A pesar de que habituaban identificar como “objetivos militares” a los dirigentes de los partidos políticos tradicionales, el auténtico objetivo eran los jóvenes del MAS, sus ‘enemigos de clase’, que los iban desplazando de los centros estudiantiles de los que se habían apoderado, sometiendo a sus comunidades al terror.
Las agresiones no se dirigían tanto al “enemigo imperialista” como a los “reformistas”, esos “enemigos de la revolución”. A medida que iban perdiendo el respaldo estudiantil, apelaban a la emboscada y la calumnia. Pero el estudiantado había perdido el miedo. El resultado fue la más aplastante derrota electoral en la mayor parte de los liceos y universidades del país. Y como ya habían salido derrotados y perdido presencia en los sindicatos del país, sus objetivos quedaron minimizados. Súmese el rechazo mayoritario de la opinión pública. Entonces, decidieron comenzar a asaltar bancos y asociarse con el narco-tráfico. Sólo quedaba apelar al sentimiento de conmiseración, y los buenos cristianos supieron dárselo. Y ellos aprovecharlo. La “generación de los ochenta” se vio en la necesidad de entender que tenían que cambiar las tácticas de lucha de sus mayores a fin de poder, en principio, subsistir y, quizá, con “alianzas estratégicas”, alcanzar sus objetivos, sin despertar sospechas. La vía violenta los había conducido a la bancarrota. Ahora era indispensable sobrevivir bajo el rostro de la simulación.
La capucha posee un significado curioso. El “vuelvan caras” de Páez dejó registrado en la historia el signo del destino de los cobardes. La duplicidad revela insanidad mental, perversión. Robin Hood traduce “petirrojo encapuchado”, expresión familiar entre los venezolanos. El petirrojo posee un plumaje verde y rojo, como la “fusión cívico-militar” invocada por Chávez. Iracundo, chillón, parece llevar una capucha sobre su rostro, como los que se ocultan tras finísimas telas de seda y mantienen secuestrada a Venezuela. Jano es el dios de los portales, de las entradas y salidas, experto en simular y ocultar el rostro.
Además, había otros “encapuchados”, bajo las galas de los uniformes de las academias militares. El plan era penetrar la institución armada, apoderarse de ella, ganar adeptos. El 27 y 28 de Febrero de 1989, se produjo un estallido social como consecuencia de las medidas económicas anunciadas por el presidente Pérez. Se ha dicho que fue el resultado de una “generación espontánea” en rechazo al paquete de medidas económicas. Pero fue el primer balón de ensayo que luego se concretaría con dos intentonas golpistas y con el triunfo electoral que conduciría a la conformación de la tiranía que dejaría en ruinas a Venezuela.
Ya en los años ochenta, se habían dado los primeros pasos del premeditado plan, aprovechando el desgaste del consenso hegemónico de los partidos, incluyendo el visible debilitamiento del MAS, atrapado en disputas internas que condujeron a la expulsión de sus filas de su intelligentsia fundadora. El sistema democrático comenzó a ser percibido como un engaño, una estafa, ajeno a los intereses de la mayoría, en beneficio de una minoría privilegiada. Esa situación provocó que la ultra-izquierda se reagrupara y lograra algunos triunfos de cierta significación.
Al final, la “revolución” encapuchada logró su propósito. Después de dos intentos frustrados de golpe de Estado fallidos, una conspiración “institucional” terminó derrocando al presidente Pérez, y poco tiempo después Chávez —respaldado por el conservatismo, la izquierda extremista ¡y el MAS!— fue el candidato ganador de las elecciones efectuadas en 1998. Como dice Hegel, los hombres crean su propio destino. El destino de Venezuela quedó sellado.
III
El siglo XIX venezolano fue una tragedia anunciada. Después de que terminara la guerra de independencia, el país perdió cien años de historia. La conocida carta de Bolívar al General Flores —“He mandado veinte años, y de ellos he sacado más que pocos resultados ciertos: 1) la América es ingobernable para nosotros; 2) el que sirve a una revolución ara en el mar; 3) la única cosa que se puede hacer en América es emigrar; 4) este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos colores y razas; 5) devorados por los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán a conquistarnos; 6) si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la América”—, describe lo que durante los siguientes años caracterizaría a Venezuela.
Las luchas intestinas entre godos y liberales, comportan una escisión de origen que aún no logra cicatrizarse. Es la lucha a muerte por el reconocimiento de dos figuras de la conciencia, que Hegel define como “señorío y servidumbre” (1), una “lucha de las autoconciencias contrapuestas”. Dos términos opuestos, recíprocos, interdependientes e idénticos. Ambos son elitistas y a la vez populistas. Son la razón de los monstruos y los monstruos de la razón. Carlos Fuentes los ha definido magistralmente: “En Bogotá se decía que la única diferencia entre ellos era que los liberales iban a misa de seis y los conservadores a misa de siete” (2).
Cuando uno de los extremos perdía sus privilegios frente al otro y era conducido a la ruina, asumía el papel del “revolucionario”, en nombre de los desposeídos. Una vez que tomaba el poder asumía el “reaccionario” lugar del otro. Y viceversa. Este drama continuado terminó arruinando al país. Fue Juan Vicente Gómez quien puso fin al combate a través del ejercicio del terror durante ventisiete años. A sangre y fuego, el dictador extinguió la llamarada de los alzamientos de los caudillos a lo largo y ancho del país. Pero con ello -¡oh, ironía!-, terminó unificando la nación y fraguando los fundamentos del Estado moderno. Es la astucia de la razón. Gómez ató con fuerza los demonios hasta su muerte. Hasta Octubre del 1945, con el golpe militar contra Isaías Medina. Finalmente, el otro extremo reagrupaba sus fuerzas y reiniciaba el combate, hasta 1959, época de la caída de la dictadura perezjimenista.
Con la presidencia de Betancourt, el país volvió a amarrar sus demonios. Durante los primeros años en el poder, debió enfrentar la contraofensiva militarista hasta reducirla a su mínima expresión. Más tarde, debió enfrentar la llamada guerra de guerrillas de la extrema izquierda, a la que también desarticuló. Había neutralizado los extremos y estabilizado el naciente régimen democrático. Fue el más importante político venezolano del siglo XX. Coerción y consenso a un tiempo. El país prosperó sostenidamente e ingresó al siglo XX. Venezuela tuvo cuarenta años de estabilidad política, crecimiento económico y social. Hasta que Chávez volvió a desatar los demonios. Los extremos se tocan y Chávez hizo que se tocaran, aprovechándose del descontento y la desconfianza en las instituciones democráticas, sembradas por poderosos e influyentes sectores, interesados en sacar provecho de la situación. Ahora cerraban fila del lado de la extrema izquierda. Los extremos devienen, no son puntos fijos. Marchaban juntos. Fue la hazaña del petirrojismo: derecha e izquierda extremas fusionadas, conformaron el “polo patriótico” para poner fin al sistema democrático. En 2002, Chávez comenzó a manifestar diferencias de fondo con la vieja godarria y alinearse con Cuba. Después del golpe del 11 de Abril, rompió los compromisos adquiridos para instaurar un régimen dictatorial con capucha de apariencia democrática. Iniciaba el cártel del narcotráfico y del terrorismo internacional, bajo la sombra del Foro de Sao Paulo. Venezuela regresó a los peores días del caos primitivo. Bajando por la espiral de la historia viquiana, pasó de la modernidad a la pre-modernidad. La tarea que viene a es ardua. Recuperarla pasa por la reconstrucción de su tejido civil.
Está en juego el bienestar y desarrollo del país, y, además, la seguridad y la estabilidad de toda la región. El socialismo del siglo XXI es la reivindicación de la barbarie, la vuelta al estado de naturaleza, el salvajismo como modo de vida. El movimiento formado a pulso por el castrismo y enquistado en Venezuela representa el gang de los anti-valores occidentales. Su muerte.
Todo indica que su tiempo histórico está culminado. Pero el tiempo histórico no coincide con el cronológico. Depende de la capacidad de organizar un renovado espíritu, otro Volksgeist. Poner fin al “ricorso” ya no es cuestión exclusiva de los venezolanos. Liberar a Venezuela significa librar el mayor reto de la civilización occidental.
1. Hegel, G.W.F. (1978), Fenomenología del espíritu, México, p.117 y ss.
2. Cfr.: Fuentes Carlos (1992), México, p.274-5