Por MARÍA SOL PÉREZ SCHAEL
Pocas veces tenemos la suerte de tropezar con un libro que viene a vertebrar esas intuiciones que por años nos han trabajado. El libro de Cynthia Fleury, recientemente publicado por Gallimard y titulado Aquí yace lo amargo. Curarse del resentimiento (1), es uno de esos textos milagrosos que nos ayudan a poner orden en esas reflexiones que hemos dejado inconclusas en el camino.
El objetivo de Fleury, psicoanalista y directora de la cátedra de filosofía (Psiquiatría y neurociencias) del Hospital Saint-Anne de París, es explorar la naturaleza íntima del individuo, comprender el tenor de sus frustraciones y sufrimientos para ayudar a apaciguarlos, evitando que cristalicen en el resentimiento; una emoción que, en la actualidad, según la autora, no solo afecta a los individuos que llegan a la terapia sino que, más allá, comienza a gangrenar las sociedades hipercomunicadas. El rumiar victimario, ese revivir constante de una herida que no llega a cicatrizarse, es considerado por Fleury el nuevo malestar de la cultura y amenaza con aniquilar la salud mental, individual y colectiva, y también destruir la convivencia democrática.
En el año 2000, cuando nuestro país se lanzaba a redactar una nueva constitución, y sus promotores vendían las bondades del ideario normativo que los orientaba, intuí que ese rumiar victimario (aún no podía nombrarlo de esa forma) estaba ya corroyéndonos. De allí que, en un coloquio organizado por la facultad de derecho de la Universidad de Carabobo, presentara mis objeciones a las normas presupuestas o atmósfera axiológica que, a modo de justificación, para validar el llamado a la Constituyente, ofrecía el jurista del régimen, Delgado Ocando (2). No sin ironía, afirmé que esas normas eran ajenas a la ciencia política conocida y parecían responder, más bien, a lo que llamé entonces una circunstancia motivacional, es decir, una atmósfera moralizadora, suerte de energía destructiva que impulsaba la acción desde un resentimiento defendido con ardor por las doctrinas de la identidad. Al resentimiento, ese sentirse humillado y tratado injustamente y, al deseo de venganza que lo sucedía, se agregaba la conmiseración, un fundamento normativo destinado a salvar a un pueblo, desvalido y sojuzgado, con la figura paternal de un líder y de un estado protector. Por último, y consecuencia de lo anterior, esa constitución debía blindarse frente a la conjura, una supuesta amenaza representada por los enemigos de lo auténtico, seres despreciables, seducidos por la modernidad, que, en cualquier momento, vendrían a impedir que el destino “reparador” de la injusticia se realizara. Así, era lógico que esa constitución quisiera dotarse de mecanismos protectores al precio, incluso, de violarse a sí misma. Todo un contrasentido.
Años antes, al estudiar la cultura del petróleo, me había sorprendido ya nuestra capacidad para orientarnos con imágenes consensuales trastornadas: el animismo alrededor del petróleo, transmutado en excremento, considerado el “agente” responsable de nuestros males cuando, en realidad, era simplemente la riqueza que nos daba de comer. O la idea de país supuestamente rico, convertido por arte de magia en cuerno de la abundancia y objeto de deseo universal cuando, en los hechos, no teníamos creaciones culturales o científicas de importancia y vivíamos rodeados de pobreza. Por último, pretendíamos ser un pueblo democrático cuando apelábamos constantemente al salvador Bolívar, el militar y caudillo, el osito de peluche de nuestra infancia, el nicho de nuestras seguridades. Hablaba entonces de una sociedad que no deseaba conocerse a sí misma, una cultura que, por aferrarse a lo ilusorio e irrelevante, terminaría fracasando.
En ese entonces la esencia de nuestra identidad se concentraba, en mi opinión, en la figura del Negro Aldana (un juambimba), personaje de la novela Mene, de Ramón Días Sánchez, y encarnación pura del resentimiento: Aldana es un hombre humillado y explotado (así se siente y así es) que mira a lo lejos, tras las rejas de un terreno de juego, un mundo de bienestar y riqueza que se le enfrenta. En esa cancha juegan tenis el rubio explotador (el águila del norte) y su bella esposa. Aldana mira cómo se divierten y desea vengarse con violencia. Podría violar a esa mujer, se dice, pero “reflexiona” y comprende que, de hacerlo, esa bella extranjera, casada obviamente con un impotente, conocería ¡el único orgasmo de su vida! Darle ese gusto ¡jamás!, concluye Aldana y, satisfecho con ese triunfo imaginario, sigue su camino hacia la explotación llevando, eso sí, una lucha de clases erecta entre las piernas.
Aldana encarna, para mí, lo que Fleury llama la moral del esclavo o la venganza de los débiles, una moral que emerge cuando la facultad de juicio está al servicio del resentimiento y no de su deconstrucción. Aldana, en lugar de asumir lo amargo de su situación y pensar en cómo salir de ella, opta por desvalorizar al otro. Denigrar sería así la astucia psíquica que evita asumir responsabilidades. Aldana no impide con ello que ocurra la tragedia en su vida (seguirá humillado y explotado), pero se entretiene con la ilusión de un falo erecto.
En aquel trabajo sobre la cultura petrolera, mi conclusión era que vivíamos en una sociedad enferma por el rechazo alucinante de lo real o por falta de imaginación colectiva en el estupor alucinado por lo real (3). Mas recientemente, el fanatismo despertado entre los venezolanos con la figura de Donald Trump, un Llanero Solitario que nos representaría a nosotros los débiles en la lucha contra los superpoderes de un supuesto complot universal (incluidas amenazas venidas del más allá), revelaba, en mi opinión, la necesidad de un nuevo osito de peluche para reconfortarnos. Observaba alucinada cómo personas, hasta entonces sensatas e inteligentes, atrapadas en el complot paranoico promovido por el nuevo jefe, afirmaban con naturalidad realidades contradictorias: rechazar las restricciones a la libertad con el argumento de que el virus era una gripecita y segundos más tarde sostener que ese mismo virus era un arma secreta para destruir a la humanidad. ¿Nos habíamos vuelto locos? ¿Sucumbíamos a la pulsión mortífera de la masa, a ese populismo que nos hace irresponsables? (4)
Decía Mariano Picón Salas que, cada cierto tiempo, los venezolanos despertaban el furor de sus viejos odios con un sacudón. Ese ciclo infernal, recomenzado varias veces en el siglo XX, ha sido el motivo de muchas pesadillas. En el 45, con la revolución de octubre, los odios se instalaron para vengar el gomecismo y, una vez en el poder, esos vengadores descubrieron que les llegaba el turno de volverse víctimas cuando Pérez Jiménez los desalojó lanzándolos al exilio. Regresaron con la democracia y aplastaron a la nueva víctima resentida que pretendía imponerse con violencia: la insurrección de izquierda. Y esta nueva víctima, agazapada, regresó en 1999 para imponer su revancha (eso lo confesarían sin pudor, más tarde, algunos de esos vengadores) y, una vez en el poder, esos revolucionarios pasaron a convertirse en verdugos feroces y sanguinarios, llevándose por delante lo que han encontrado a su paso, como si, con el pasar del tiempo, la repetición volviera el resentimiento más intenso y, a los resentidos, más sádicos y más inhumanos.
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Hoy día es posible que, en silencio, una nueva generación prepare ya su revancha; me refiero a los despedidos y expropiados, a los perseguidos políticos y a los millones de exiliados que deambulamos por el mundo resistiendo, incluso, sin identidad. Si nos descuidamos y no logramos procesar debidamente este dolor, dejaríamos en herencia nuestra propia amargura y resentimiento y condenaríamos a nuestro país a repetir, más adelante, su mala digestión.
Si alguna oportunidad se presentara para salir de esta pesadilla que vivimos, tendríamos la posibilidad de abrir ventanas desde donde mirar el futuro evitando masticar y machacar. Podríamos recuperar no solo la democracia sino la salud mental, individual y colectiva. De allí la importancia y la urgencia de reflexionar propuestas como las recogidas en este ensayo de Cynthia Fleury.
Romper esa repetición que nos revela la historia reciente de nuestro país, historia que nos ha convertido en nuestros propios carceleros, sería posible si, en lugar de encerrarnos en el rumiar y el resentir, reconocemos y reflexionamos sobre lo amargo de estos años, y desarrollamos el discernimiento, esa capacidad para resentir plenamente sin confusión, sentir y reconocer, identificar y no confundir, y sublimamos nuestra tragedia restableciendo la creatividad para inventarnos una nueva vida. El fin de la repetición comienza, según Fleury, “cuando se deshacen los nudos familiares, culturales, relacionales. Cuando se los deja atrás y, si no fuera posible deshacerlos, se los corta”. Veamos algunas referencias al hecho de disolver o cortar.
Todo comienza con una primera herida que el sujeto no logra cicatrizar, un golpe que le reenvía la imagen de un yo disminuido. Hay quienes pueden poner en su sitio ese resentimiento, reconocer ese dolor, mirarse a sí mismos, saborear el desagradable gusto amargo y tomar distancia, buscar la verdad, aunque hacerlo tenga un costo. Solo el propio sujeto, con su esfuerzo (y eso vale para el sujeto colectivo), puede curarse. Por eso Fleury no habla de curar el resentimiento sino de curarse del resentimiento.
Nadie escapa al resentir. Es una evidencia. Todos sufrimos experiencias dolorosas y difíciles de sobrellevar; sin embargo, algunos no logran cicatrizar el dolor de un primer golpe y comienzan a rumiar. Lo reviven y reviven hasta hacer que la emoción inicial se desprenda de la realidad que le dio origen para dar paso a un reconcomio sin objeto preciso. El resentimiento se vuelve así universal y absorbe en su lógica la comprensión de todo evento desagradable posterior. Allí se inscribe la repetición individual y colectiva.
Fleury utiliza las imágenes de la intoxicación (Nietzsche) o el auto envenenamiento (Scheler) para describir a ese sujeto que suspende la temporalidad y, para odiar mejor y por más tiempo, en lugar de alimentarse de pensamientos variados decide comer carroña. Así, pone al servicio de la servidumbre su capacidad de juicio y, atacando incluso su propio lenguaje, se libera vomitando rencor. Para ese sujeto resentido el lenguaje no está allí para comunicar sino para atacar, golpear, insultar y denigrar. Las redes sociales son, hoy día, el escenario ideal para la lengua del resentido (5).
Someterse al reconcomio es, pues, capitular ante la moral del esclavo, una moral que, en lugar de motivar al individuo al análisis, para despertar su capacidad de simbolización y dejar atrás el dolor; lo empuja, más bien, a pasar la vida masticando lo amargo, machacándolo, rumiándolo. Lo convierte en un esclavo incapaz de hacer la digestión.
Los grandes sufrimientos (el duelo, la separación, la enfermedad, el abandono, la tortura) no son los que le preparan la cama al resentimiento. Su intensidad es tal que el sujeto vive la imposibilidad de regresar al mundo, la imposibilidad del resentimiento mismo. Se encuentra ante un abismo, un hueco. No tiene fuerzas para repetir. El resentido, en cambio, al igual que el paranoico y el complotista, que toma su estupidez por inteligencia, al no querer digerir su sufrimiento se convierte en una tarántula (Nietzsche) que teje cuidadosamente la tela en la quedará preso.
El hombre que resiente no tiene un fin realizable en la vida, solo aspira a la destrucción del otro y, en la medida en que se convence de que no es la única víctima, pues la injusticia es global, el resentir se transforma en un delirio victimario. El igualitarismo viene en su ayuda al dejar a cada uno ilusionarse con su propio valor y, eso, el fascismo lo recuerda: como ideología, canalizó el resentimiento creando un igualitarismo represivo en el que el líder pasó a ser la extensión del yo y permitió, advierte Fleury, que ese yo débil de los individuos soltara sus demonios pulsionales, el odio y la violencia. El reto de una sociedad sería entonces el de producir resistencias psíquicas que contengan el poder de esos líderes ya que: cualquiera puede mandar sobre hombres que han renunciado a comprenderse a sí mismos. Ningún jefe podría mandar sobre hombres libres.
Para vencer el resentimiento tendríamos también que aprender a discernir. Fleury admite que resentir y discernir se asemejan, puesto que discernir también supone resentir plenamente, pero sin confusión, reconociendo y diferenciando. Sin embargo, nos alerta: discernir y escudriñar requieren tiempo y, la saturación de información, especialmente la falsa, y el reduccionismo del que dan prueba las nuevas formas de espacio público, especialmente las redes sociales, alimentan esos asaltos incesantes contra el discernimiento, incapaz de seguir ese ritmo y resistir. El esfuerzo no es, pues, solo personal sino social e institucional (6).
En el plano del análisis personal Fleury reconoce las dificultades: es bien conocido entre pacientes extremadamente ingeniosos la ausencia de soluciones, pacientes que se defienden diciendo que todo lo que el analista propone ya se ha intentado y es ineficaz. Así, una vez el narcisismo inconsolable (e incurable), el sujeto resentido encontrará placer en el fracaso. En sociedad es la masa el gran peligro pues el hombre resentido, al identificarse en esa extensión desfigurada y poderosa de sí mismo que es el líder, logra aliviar el sentimiento de su yo disminuido y sin tener que asumir responsabilidades oficializa su pulsión mortífera y le niega un chance a la cura. Algunos diagnósticos (y esto nos retrotrae de nuevo a las elecciones norteamericanas, al complot y a las redes sociales) confirman esta deriva al afirmar que el resurgimiento de una lógica paranoica, de derecha e izquierda, juega un papel importante en la pulsión narcisista del sujeto al darle el sentimiento de que es inteligente, él, que ha sido pisoteado y no reconocido. Ese sentimiento de superioridad intelectual alimenta al enfermo que rechaza la cura al tomar su estupidez por inteligencia y compensar así su minusvalía.
Las pistas para salir de la repetición existen. El trabajo conceptual es una de esas vías. La Política responsable, la Historia, el Psicoanálisis y la Sociología con mayúsculas, neutras axiológicamente, pueden, por analogía, ayudar al trabajo analítico y terapéutico colectivo, descifrando comportamientos, vivencias y resentimientos. Las sociedades pueden aprender a valorar el conocimiento, la razón, el análisis, afrontar contradicciones, descifrar las pulsiones para proteger a la sociedad de un desbordamiento del resentimiento. Las instituciones pueden exigirse una ética científica de producción de verdades, no una ética desarrollada en el vacío sino buscando la imparcialidad, algo que no se logra sin fricción y sin golpes.
El resentido, por su parte, puede también aprender a admirar con generosidad y humildad, puede despertar su capacidad cognoscitiva para percibir la singularidad y el valor de los otros. Aprender a respetar y no solo denigrar bastaría y, también, tomar distancia de sus propias desgracias que, comparadas a otras desgracias en el mundo, pueden mostrar su irrelevancia y su ridiculez. Finalmente asumir. Fleury aclara que asumir no significa culpabilizarse o aceptar la valoración que de uno hacen los otros, sino rechazar la amputación, la desconsideración incesante, torpe, mecánica, incluso si esta pudiera llevar, a veces, a ser institucional. De allí que la sociedad misma pueda crear instituciones que promuevan en los individuos el reconocimiento de esa singularidad que permite tomar distancia para dejar dormir lo amargo. Instituciones que permitan crecer, creadoras de un medio social (material y relacional) lo menos ansiogénico posible. Instituciones que promuevan en el sujeto la capacidad de simbolizar y sublimar sus propias derivas hacia el resentimiento.
El camino no es sencillo pues el resentimiento es, a menudo, irreversible, hecho que Fleury evidencia en la clínica familiar; sin embargo, hay que intentarlo, hay que hacer lo posible para que emerja la individuación (no el individualismo, sino la singularidad) y podamos superar la repetición mortífera. Debemos desarrollar el gusto por lo amargo, hacer germinar en los sujetos la facultad del agrimensor, convertirlos en topógrafos del mundo, enseñarlos a apreciar la densidad de lo real. Ese gusto es una manera de curarse del resentimiento.
NOTAS
- Cynthia Fleury, Ci-Gît L’Amer. Guérir du ressentiment. Editions Gallimard, 2020.
- Pérez Schael, María Sol, La atmósfera axiológica: ¿un legítimo fundamento normativo? En Crisis y Acción Política, compilador Roque Carrión. CELIJS, facultad de Derecho, Universidad de Carabobo, 2000.
- Pérez Schael, Petróleo Cultura y Poder en Venezuela, 1ª edición Monteavila 1993 y 2da edición El Nacional, 2011.
- Vale la pena reproducir esta cita muestra las similitudes entre el fascismo y el populismo ( traduzco textualmente lo escrito en francés por Fleury y dejó en inglés original la cita de líder de los EE UU): “Tomemos el caso de la retórica, que se ha empobrecido globalmente en nuestros días, las redes sociales dan testimonio de ello, pero cuyo sentido continúa siendo idéntico como aquí, en este apóstrofe dirigido al líder coreano por el de los Estados Unidos: <North Korean Leader Kim Jong Un just stated that the “Nuclear Button is son his desk at all times”. Will someone from his depleted and food starved regime please inform him that I too have a Nuclear Button, but it is a much bigger & more powerful one tan his, and my Button Works!> Tout y est: vindicte, allusion sexuelle on style viriliste, absence d’hésitation à convoquer l’argument massif en utilisation préventive, minimalisme caricatural de la formule; tout pour flatter le besoin de réparation et de réassurance de l’homme moyen en perte de reconnaissance symbolique et matérielle » p. 182.
- He comparado a Facebook y a Instagram (también otras redes semejantes) al espejito de la madrastra de BlancaNieves. En esos sitios la gente exhibe la “perfección” de sus vidas y, cual un Narciso electrónico cuentan los likes. Twitter, y semejantes, además de eso, hacen algo peor: son la plaza pública de los cobardes y desvergonzados, esos que, escondidos en la red y “protegidos” por su inmaterialidad, lanzan sus odios y disparates con una soltura que no tendrían de encontrase cara a cara con aquellos a quienes denigran. Las redes son ideales para diseminar mentiras, fantasmas y mediocridades, de allí que el complot prospere y, es de temer que, como en el flautista de Hamelin, eso cantos de sirena terminen por conducir a las masas, como a las ratas del cuento, hacia su destrucción.
- El documental The Social Dilema profundiza en esos riesgos, entre ellos uno de los más peligrosos: la disolución de lo real, la imposibilidad de acuerdo, en suma, imposibilidad de vida en común.
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