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El retrato de la Virgen

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Por MARINA VALCÁRCEL 

Hace unos años a Bill Viola le arrolló el sueño de una imagen. El artista neoyorquino, que estos días expone en Bilbao, reconocía: “La figura de la Virgen María me sobrepasó”. A pesar de su agnosticismo y de su habilidad para encontrar imágenes nuevas a temas religiosos, la figura de la madre de Dios y el peso de sus infinitas representaciones a lo largo de la historia, cortocircuitó la mente de este artista que, en septiembre de 2016, inauguró su videoinstalación Mary en el lateral izquierdo del ábside de la catedral de San Pablo en Londres.

La reflexión sobre Bill Viola nos ha llevado hasta el Museo de Arte Antiguo de Lisboa, donde una exposición, Madonna: Tesoros de los Museos Vaticanos, con algo más de 70 obras, revisa la iconografía de la Virgen. Dividida en ocho salas pintadas de azul, en honor a los cielos de Fra Angelico, pinturas, esculturas, dibujos o tapices descolgados de las paredes de los Museos Vaticanos nos permiten viajar en el tiempo, desde el siglo IV al XX. Paseamos con su comisario, José Alberto Seabra Carvalho, que se detiene en la primera sala ante dos bajo relieves en mármol procedentes del sarcófago de un niño en las inmediaciones de San Pedro del Vaticano. Es uno de los primeros enterramientos de la antigua basílica, construida sobre la tumba del apóstol, en época de Constantino. A pesar de su fecha temprana, −hacia 325− la iconografía de la Virgen aparece clara y precisa, en medio de una Epifanía.

Aunque el culto a María es anterior al Concilio de Éfeso, incluso al Edicto de Milán (313) como prueban las representaciones de las catacumbas, su imagen no se extendió hasta que se consolidó la jerarquía de la Iglesia con Teodosio y la conversión en religión oficial del imperio, a finales del siglo IV. En esta obra, la Virgen ya aparece sentada en un trono: las emperatrices entronizadas son las predecesoras de esta iconografía de María que posteriormente reaparecerá en Bizancio y más tarde en las cortes imperiales europeas. A pesar de ello, la relación entre maternidad y gobierno era conocida 2.000 años antes de Cristo, cuando en el antiguo Egipto, Isis era representada cargando con su hijo Orus.

La proliferación de iconos con la maternidad divina fue promovida por emperadores y clérigos. A su culto también se añadió un calendario; en el siglo VII ya se habían establecido las cuatro solemnidades que se mantienen hasta hoy.

La sala número 2 es un alarde del diálogo entre la pintura sienesa del siglo XIV, −con sus restos bizantinos y sus Madonnas vestidas de pan de oro− y el siglo XX. Crucifixión (1943) de Chagall, confirma el eje desde Duccio hasta Dalí, en torno a la figura de María. “Todas las colecciones de arte europeo son inevitablemente grandes colecciones de arte cristiano: después de la Antigüedad clásica, la cristiandad ha sido el patrón de la cultura europea”, concluía Gabriele Finaldi en el catálogo The image of Christ (2000).

Más allá de esta afirmación y de la ingente bibliografía a lo largo de los siglos, conviene imaginar la complejidad a la que se enfrentaron los artistas cristianos para representar a María: decidir a quién se parecía −no existen testimonios de su aspecto físico−, cómo dibujar los episodios de su vida, su sufrimiento. Conceptos abstractos difíciles de desentrañar a través de la palabra, pero casi imposibles de representar en imágenes.

En esta exposición hay una extraña tablita italiana, Asunción de la Virgen, pintada en madera de chopo, cerca de 1410, por el artista sienés Taddeo di Bartolo. La escena se desarrolla en el monte Sion, los apóstoles lloran sobre la sepultura de la Virgen cubierta de flores. Cristo desciende majestuoso entre las nubes para abrazar las manos de su madre y guiarla por su último viaje hasta el cielo. Es un gesto de maravillosa protección y dulzura que contrasta con el sincretismo del resto de la escena. Pero lo más sorprendente es la representación del comienzo de la separación física entre el cuerpo y el alma de la Virgen: detrás de su manto dorado, el anima se reproduce como una silueta monocolor con alas azules. Qué iconografía más extraña, casi aterradora. Si estos datos se desconocen, ¿Qué lectura pasmosa le darán los turistas no cristianos enfrentados a estas obras? Más aún, según los Evangelios Apócrifos, el cuerpo inmaculado de la Virgen no murió sino que durmió durante tres días antes de su asunción a los cielos. Volvemos a reflexionar sobre los grandes vacíos en la enseñanza de nuestra cultura. ¿Qué pensarán los jóvenes de nuestro país, ajenos a estos temas, cuando vean los pasos de la Semana Santa y sus Vírgenes con corazones atravesados por espadas, o cuando, en mitad del verano, los centros comerciales cierren para celebrar el día de la Asunción? Quizás sea parecido a la frustración con la que algunos nos enfrentamos a los bajo relieves de Angkor Wat o a la caligrafía cúfica de los medallones de Santa Sofía de Constantinopla.

La exposición continúa con grandes obras desde Pinturicchio o Rafael hasta Van Dyck. A la colección romana se le añade un regalo final con una última sala, esta vez en rojo, dedicada a algunas obras italianas que forman parte de las colecciones portuguesas. Hay piezas muy importantes: un dibujo de Leonardo da Vinci o una Adoración de los Magos de Tintoretto de categoría similar a la de los lienzos de la Scuola Grande di San Rocco.

Alfombras orientales en la vida de la Virgen 

Existe un recorrido secundario, no menos interesante, en esta exposición. Una peculiar revisión a través del mundo de la trama: los telares y tejidos; las alfombras, sedas o los tapices que simbolizan un diálogo entre Oriente y Occidente, entre las artes decorativas y su reflejo en pintura.

En esta exposición hay dos o tres fragmentos de seda brocada de los siglos VIII y IX de procedencia, quizás, siria. La relación entre estos tejidos y sus versiones coptas posteriores señalan la afinidad de estas sedas de cinco hilos con los modelos del Cristianismo en Próximo Oriente.

Sin embargo, es la aparición de alfombras orientales en la representación de las Vírgenes o de las escenas de su vida, en los cuadros renacentistas lo que señala nuestro interés.

Venecia y su laguna eran, en el siglo XV, la puerta de Oriente. Los lazos comerciales entre Venecia y Constantinopla alargaron la influencia oriental que perduró allí más que en el resto de Italia. Además, los objetos de lujo como las alfombras de nudo procedentes de El Cairo y Damasco −controlados por los mamelucos−, de la Turquía otomana o de Persia e India, eran una fuerte herramienta de canjeo: 60 ejemplares se regalaron al cardenal Wolsey como intercambio por la licencia que permitía a los comerciantes venecianos importar vino a Inglaterra.

Desde el siglo XIII, cuando Marco Polo destacó las de Anatolia como las más ricas del mundo, las alfombras orientales eran ya muy cotizadas. Tanto es así, que pronto encontraron el camino hasta su aparición en la pintura europea. Sus brillantes colores y diseños atraían los pinceles de los artistas. Durante mucho tiempo, a falta de ejemplares originales, estas alfombras sólo se conocieron a través de su representación en cuadros. Por ello, los diseños más conocidos, con sus medallones, arabescos y nichos, recibieron el nombres de los artistas que las pintaron: Lotto, Bellini, Crivelli, Membling o Holbein.

En su famosa Visitación (1504), Vittore Carpaccio enmarca el abrazo de la Virgen a su prima Santa Isabel en una imagen idealizada de su Venecia natal engalanada para un día festivo con sus balcones y palacios de mármol festoneados de alfombras orientales. Sólo aquellos tan suficientemente ricos como para poseerlas las exponían colgando de sus casas. Un hecho que da cuenta, también, de la amalgama veneciana: una ciudad cuyo patrón, San Marcos, había sido “robado” de Medio Oriente; una ciudad cuyo gran Arsenale recibía el nombre del árabe dar sina’a −casa de manufacturación−. Y una ciudad, al fin, en la que las alfombras de oración musulmanas eran pintadas bajo los pies de las divinidades cristianas.

En la exposición de Lisboa seguimos la pista de la trama tras varios cuadros. En La Virgen de la Humildad (1435), Stefano di Giovanni −llamado Il Sassetta− pinta una Madonna sentada sobre una alfombra, modelo “Lotto” y este tejido, claramente, enmarca un lugar sagrado. También en La Anunciación (1425) de Gentile da Fabriano o en las Escenas de la Vida de la Virgen (1438) de Sano di Pietro. En esta época, y salvo raros ejemplos como El Matrimonio Arnolfini de Jan van Eyck, estas alfombras no solían representarse en el suelo ya que sólo el pie de un santo o un rey podía aspirar a pisar estas joyas orientales.

Después de este doble recorrido en torno a la Madonna, nos encaminamos al jardín de este palacio del siglo XVII sobre el Tajo. Al salir, una imagen en las salas de la colección permanente del museo se cruza con nosotros. Es el imponente San Agustín de Piero della Francesca (1460-70). Este doctor de la Iglesia de mirada terrorífica y ausente, con guantes blancos y sortijas que sujetan un báculo en cristal de roca, tiene una casulla bordada con escenas de la vida Virgen. De nuevo, una Natividad, una Huida a Egipto… ¿Qué pensará el turista vietnamita que observa este cuadro a nuestro lado? Su mirada se ha clavado en la Anunciación: Un ser alado con una vara en flor y una mujer arrodillada cuyo vientre es atravesado por un halo de luz. Fue Marc Chagall, de origen bielorruso, quien dijo: “La Biblia es la mayor fuente de poesía de todos los tiempos”.

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