Por VÍCTOR BRAVO
TALITHA CUMI. Levántate y anda (2020), la más reciente novela de la escritora venezolana María Luisa Lázzaro, irradia sus modulaciones de intensidad en la expansión de por lo menos dos bucles narrativos: la pérdida, esa fatalidad de la existencia que acompaña el acaecer de la temporalidad, en su paradójico fluir, lento y de prisa, y en el implacable desfiladero del morir, que es arrebato de lo amado y apartamiento en el rincón de la soledad y el silencio; y el segundo bucle narrativo que parece ser uno de los centros irradiantes del relato moderno: la subjetividad, en su situación de abismo entre el ser y el mundo, en su juego de metamorfosis e indeterminaciones.
Llegan la conciencia y la intuición al más intenso de los instantes del estremecimiento: el de la vida como continua pérdida, que el vivir, distraído en ilusiones, logros, plenitudes, no sabe que no es en realidad sino desprendimiento sin cesar de lo más amado. El vivir, según las palabras de Hans Blumenberg, como “un inmenso y fatal inventario de desapariciones”. El surco de esas desapariciones, en el trazo de la paradoja, lo abre el amor en la íntima geografía pasional del ser. En este sentido ha dicho María Zambrano que “solo muere en verdad lo que se ama. Lo que no se ama no muere; solo desaparece”.
En Talitha Cumi, María Luisa (de “Marial”, según las letras del afecto) hace de la pérdida del hijo (primero en el extravío, que es en el personaje su precipitado hacia el morir) el absoluto de la pérdida, el implacable cerco del dolor, su delicada recreación en los mundos recuperados de la memoria, la angustia, brotando en la implacable herida por el desprendimiento del hijo, Cristian, hacia la lejanía, en su mundo indescifrable, en la escritura jeroglífica que es la suya en el camino de las desapariciones; y la madre, afirmando en su duelo el acto creador como afirmación de vida, para hacer visible, para abrir las puertas y llamar a su lado al más amado de los seres, al hijo, que la mira sin regreso desde su invisible, como dirían las palabras de José Lezama Lima, desde la niebla de su lejanía.
El bucle narrativo sostenido en el instante del dolor, en esa intensidad, en esa insoportable fijeza, más allá de lo soportable; pero también, en el acaecer que de pronto se desprende de la situación abismal del dolor que no cesa, que jamás cesará, hacia la levedad y el humor para que finalmente siga siendo posible la vida. De este modo, en expresión de luminosa lucidez, se dice en la novela: “O te ríes o te mueres atragantada en el cristal roto de tu propio padecimiento”
Ese desprenderse del vivir hacia el cauce de un “hacia…” alcanza alguna forma de levedad que quizás haga posible soportar, en los frágiles límites de lo humano, el “inmenso y fatal inventario de desapariciones”
El bucle narrativo de la pérdida, en Talitha Cumi, novela de Marial, alcanza su resonancia fundamental en el tratamiento narrativo de la subjetividad que es, ciertamente, el lugar de la angustia tramada en los hilos del relato. De allí la presencia del otro que es, en el delta de las posibilidades narrativas, el doble que brota con la fuerza de la aniquilación; y es el otro que conmina y ordena; pero también es el “otro yo mismo, como nos dice Rimbaud en memorable expresión: multiplicidad de voces que deviene diálogo del que habla y escucha y asume el diálogo como el más firme camino de comprensión.
La novela se despliega en sabiduría del lenguaje y de la intuición estética para el trazo de la arquitectura del texto, para desplegar lo que podríamos llamar el principio de composición del texto: subjetividad y mundo enhebran puentes, acaso endebles, entre los desfiladeros de la existencia.
El diálogo, como en los relatos de Ernest Hemingway, se convierte en hilo central del relato, para que los signos en tropel de metamorfosis e incertidumbres que brotan de la subjetividad se despliegue en el acaecer, y allí realice el encuentro con la expresión objetiva del discurso científico, en sus intentos de protección de la vida y la creación o reparación de órganos; y, en el despliegue dialógico, el encuentro con las texturas reflexivas e intuitivas, experimentales y religiosas, en resonancias con misticismos orientales, en sorprendentes amalgamas de razón y fe, para la afirmación del sentido y de la vida.
Novela que interroga la paradoja del horror y la belleza, que se afirma en la demanda vital, quizás inútil, de lo amoroso, que traza, por arte del relato, el mapa de una espiritualidad, en un arco que va de la intensidad de la afirmación a la angustia de la carencia, que hace del abismo entre subjetividad y mundo pasaje hacia ámbitos que son a la vez de la creación y la locura, de la normalidad del vivir y de la esquizofrenia, colocándose también en el centro confluyente de multiplicidad de voces que vienen a la vez del mundo y de la interioridad del ser; de allí que la novela abrace, en momentos, el discurso psicoanalítico, tan cercano a las figuraciones que emergen del interior del ser, tal como lo muestra, por ejemplo, una novela como La conciencia de Zeno (Coscienza di Zeno, 1923), de Italo Svevo.
Y el silencio. Esa profundidad del lenguaje, y ese mirar hacia la nada que, como el abismo, según Nietzsche, se mira dentro de nosotros. El silencio como promesa de plenitud de sentido y como vértigo “trepanador de la nada”, como nos dice Blumenberg. El silencio y su cabalgata sobre lomos de la paradoja que es también la paradoja del ser, atraviesa esta novela, para revelar su afirmación ante lo que a cada instante lo destruye (“cada día perdemos algo”, se dice en la novela), a la vez que revela la fragilidad del ser, su desamparo, su abandono, su corazón con que vive (para decirlo en resonancias con el verso de Martí), maltratado por la angustia y la melancolía.
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