Papel Literario

El Pueblo vs. Los Ciudadanos

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Por LUIS RONCAYOLO

En la marcha de apoyo al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, del 27 de noviembre de 2022, había una consigna que por su brevedad no carecía de un enorme poder de concreción. Decía: Tenemos Patria, “Tenemos Líder”, y estaba acompañada de una imagen en blanco y negro de López Obrador arropado por los colores de la bandera de México. Mucho se especula sobre las razones de cómo una gestión presidencial con resultados tan magros en los rubros de economía, salud y seguridad puede preservar niveles de popularidad por encima del 60%. La respuesta yace en la profundidad de significados detrás de esa consigna.

Primero es necesario contextualizar las razones de la marcha de apoyo a López Obrador. Tan solo dos semanas antes, el 13 de noviembre, se realizaron movilizaciones en múltiples ciudades de México en contra de la reforma constitucional planteada por el presidente para modificar al Instituto Nacional Electoral (INE), y quitarle por completo la autonomía de la que disfruta para llevar a cabo elecciones independientes del poder ejecutivo, movilizaciones respaldadas en múltiples sondeos que señalan que el INE mantiene una confianza ciudadana por encima del 60%, tanto o más que el propio presidente. La consigna era: El INE No Se Toca. El INE vs. El Líder. El Líder vs. El INE. ¿Qué está ocurriendo? O mejor dicho, ¿qué es lo que parece siempre ocurrir en las sociedades democráticas desde que Pericles sedujo al pueblo ateniense?

Se trata de la cruz de la teoría política desde que Platón planteó su diatriba antidemocrática en su República, y de que Maquiavelo intentara dar respuesta a la crisis de la república en sus Discursos. Porque hay que admitirlo, nuestras repúblicas parecen vivir envueltas en una perenne crisis democrática. Más recientemente, ni los Estados Unidos de Norteamérica se ha salvado de este fenómeno tan antiguo. La marcha y la contramarcha ocurridas recientemente en México nos sirven de ejemplos idóneos para entender lo que está ocurriendo.

Comencemos por llamar la atención sobre una diferencia discursiva que, aunque parece tratarse sólo de semántica, como tantas cosas en semántica, oculta una realidad social mucho más profunda. La marcha en defensa del INE se autodefinió en toda su comunicación como una marcha ciudadana, o lo que es lo mismo, como una marcha de “ciudadanos”. Por el contrario, la marcha impulsada desde Palacio Nacional en respaldo del presidente López Obrador se autodefinió como una marcha del “pueblo”. La diferencia idiosincrática entre el pueblo y los ciudadanos se lee desde el significado mismo de las palabras, lo cual resulta muy paradójico dado que se asume — al menos en la teoría— de que los ciudadanos son el pueblo, y el pueblo se compone de ciudadanos. Este es uno de esos casos en los que la teoría está más apartada de la realidad que la semántica. Una reflexión rápida sobre el significado de las palabras bastará para ver no sólo por qué esto es verdad, sino además para iluminar una gran incomprensión sobre los fenómenos políticos que tiende a ocurrir en el campo de los ciudadanos, no así en el campo del pueblo.

El “pueblo” es una palabra en singular, lo que denota un cuerpo unificado y masivo. En su estado natural amorfo, el pueblo es antes un prejuicio ideológico que una realidad social concreta; es una opinión o una creencia antes que una descripción de la sociedad. Para que algo como el pueblo pueda existir en primer lugar, alguien lo tiene que definir, enmarcar y articular; entiéndase, darle forma y finalidad. Esto se debe a que el pueblo, en tanto cuerpo amorfo, carece en principio de un líder. La búsqueda de un líder se convierte en una de las añoranzas más atávicas de toda población carente de representación política visible que pueda constatar en su experiencia cotidiana.

Sin líder, no importan los resultados de un gobierno, sean buenos o malos. El sentimiento de orfandad de esta masa poblacional siempre representará una semilla de inconformidad emocional, que sobrepasará cualquier política pública, por más racional o razonable o necesaria que sea. De allí que el “populismo” —palabra relacionada etimológicamente con la palabra “pueblo”, de la raíz latina populus— siempre gire alrededor de una figura mesiánica conocida como “caudillo”, y su forma de ejercer el poder siempre sea paternalista. Dada su carencia de autonomía, el pueblo no solo no puede actuar ante la ausencia de un líder, sino que ni siquiera existe, dado que carece de conciencia de sí. El líder le da su ser, y su ser le da propósito, y ese propósito se manifiesta en las urnas electorales, en las marchas multitudinarias y en las revoluciones.

No es gratuito que la palabra “patria”, que denota el suelo compartido en que vivimos, provenga de la raíz latina pater, que quiere decir padre. Se desnuda por completo el significado de la consigna Tenemos Patria, “Tenemos Líder”. Es decir, tenemos un país nuestro porque tenemos un padre (¿nuestro?). Sin el padre, no tenemos país, pues no hay nadie que hable en nuestro nombre. Y sin país nos sentimos como extranjeros, estado existencial que produce mucha perplejidad y dolor, estado que tiene incluso su expresión bíblica en el Salmo 137: “A orillas de los ríos de Babilonia estábamos sentados y llorábamos, acordándonos de Sión”. Sentir que tienen patria, esta es la prioridad del pueblo ante todo, y el líder juega un papel psicológico imprescindible en la satisfacción de esta añoranza.

En el otro extremo del espectro se encuentra la ciudadanía integrada por “los ciudadanos”. La palabra implica un plural. La ciudadanía se refiere a un cuerpo que, a diferencia del pueblo —que carece de expresión individual, salvo por el líder— no está unificado. Por el contrario, está conformado por una diversidad de átomos, es decir, de individuos que habitan en una cívitas, palabra latina que significa ciudad. Está relacionada con otra palabra muy importante para nuestra autodefinición: la de “civilización”, en oposición a la barbarie. Esto denota cierta conducta, o más bien cierta cultura ante la vida, cierto método de afrontar sus adversidades, y cierta conciencia de dignidad que es propia, y no atribuida por algún actor externo.

Lo que caracteriza al ciudadano es ser miembro de una ciudad, ser parte de la civilización, ser consciente de sí, reconocerse como sujeto de derechos y deberes que se contraen en el momento en que se es parte de una ciudad. Ahora bien, a diferencia de la ciudad antigua, la ciudad moderna es el Estado Nación, mucho más vasto y amplio, pero el significado de ciudadano sigue siendo el mismo. El ciudadano existe no porque lo ordene un líder, sino porque está establecido en las leyes e instituciones que regulan la actividad de la ciudad. Nuestra conciencia no está conformada por nuestra relación a un caudillo que nos guíe, sino en relación a las instituciones que ordenan nuestra conducta y convivencia, los márgenes formales que nos diferencian de los que no son como nosotros, de los otros, de los bárbaros, de aquellos que no saben regular su conducta de acuerdo con esa ley suprema que la filosofía ha bautizado con el nombre de “la Razón”. Esto significa que el ciudadano se entiende como un sujeto autónomo y crítico, capaz de labrarse su propio destino —lo cual además está en justo equilibrio con la ética capitalista. El ciudadano espera del gobierno resultados constatables en política pública. No necesita de un gobierno que lo guíe o le diga qué hacer o cómo vivir, pues para eso están las leyes. Mientras que el pueblo espera un mesías que hable en su nombre de las injusticias que padece, y señale y prepare el camino para su redención secular, los ciudadanos esperan un buen administrador dentro del marco estricto de las leyes, que resuelva problemas y dé explicaciones. Por eso, tras siglos de monarquía paternalista, uno de los primeros actos de la Revolución francesa en su frenesí republicano fue declarar que ya no habría súbditos del rey que suplicaban su auxilio, sino ciudadanos libres de una república independiente.

Sin embargo, la noción de ciudadanía implica un principio excluyente, pues se entiende dicho concepto como una dignidad propia que eleva al individuo por encima del rango de súbdito o bárbaro. Por ello, otorgar la ciudadanía romana a los miembros distinguidos de un pueblo conquistado era una poderosa herramienta de inclusión —y a la vez de exclusión— por donde marchaban las legiones civilizadoras del Imperio romano. La conciencia de este principio de exclusión ha llevado al pensamiento marxista, comenzando por el propio Marx, a etiquetar las ideas de la Ilustración detrás de la Revolución francesa como ideas meramente burguesas. Esa revolución que pretendía igualar a todos los seres humanos bajo la bandera de la república, al clásico estilo romano, sólo ofrecía beneficios para una clase social en concreto, que se entendía a sí misma como un grupo de miembros de la ciudadanía diversificada, pero no como parte de un pueblo unificado. Sin embargo, no sería justo proseguir la crítica de Marx sin reconocer que esa clase social burguesa sí portaba un ideal de igualdad para todos los franceses en calidad de ciudadanos, incluyendo al pueblo. En la teoría, todos entraban en el contractualismo liberal. El problema era de carácter práctico. Para utilizar palabras de Bolívar, se trataba a fin de cuentas de “repúblicas aéreas” donde los hombres (todavía no las mujeres) eran ciudadanos en el papel, pero los beneficios de serlo no eran vislumbrados por el grosor de la población en sus vidas cotidianas. De allí que no tardaran en aparecer los caudillos del nacionalismo que hablaran en el nombre de los pueblos, asediando las instituciones mismas de la república desde los procesos de independencia y revolución en Occidente hasta nuestros días, y creando el fenómeno del bonapartismo, reflejo moderno el antiguo cesarismo.

La fuerza del caudillo se sostiene sobre el resentimiento con el que unifica al pueblo en contra de aquellos que lo oprimen, o que son percibidos como opresores incluso cuando no lo son, tan solo por mirar al pueblo desde una posición de superioridad. Muchas veces el objeto de su odio son la clase de los que se definen como ciudadanos, aquellos que se entienden como individuos autónomos, civilizados, la burguesía, los que se arropan sobre el arreglo institucional que sustenta sus derechos y deberes que en teoría el pueblo también debería disfrutar. Este enorme malentendido sociopolítico está alimentado por la desigualdad, cuando ésta se manifiesta en instituciones y hábitos de carácter privado, muchas veces signos de distinción, en particular el deseo de localizarnos espacialmente lejos de los lugares habitados por aquellos que se autodefinen como parte del pueblo: los fraccionamientos suburbanos, los establecimientos exclusivos, los clubes privados, las instituciones de educación superior de difícil (o imposible) acceso para las masas, como también los códigos de conducta clasistas que nos distinguen y nos separan. El pueblo resiente estos hábitos de la ciudadanía de clase media y alta, y los caudillos lo saben.

Todos somos individuos de una forma u otra. Los que se identifican con el pueblo también son individuos con criterio subjetivo y único. Aquí se trata de la autodefinición y la autoconciencia que se tiene de sí, como miembro de alguno de los dos grandes colectivos históricos de la república: o el pueblo o la ciudadanía (SPQR en latín). El lugar donde se ubique el individuo a sí mismo determina gran parte de su idiosincrasia, y su manera de afrontar e interpretar los hechos políticos. El miembro del pueblo se interpreta desde la indefensión frente a opresores reales o imaginarios, y se solidariza con los demás que se encuentran en la misma posición. Los caracteriza una incomprensión o subestimación de la utilidad pública y privada de las instituciones; por eso busca personalizar la política, por eso necesita un líder a quien sepa comprender y que lo comprenda de regreso en sus sentimientos de indefensión y su sed de justicia. El ciudadano no podría ser más diferente, ya que no lo caracteriza un sentimiento de solidaridad de grupo, sino un orgullo personal y una convicción de su capacidad de labrar su propio destino, y una ética de asumir la responsabilidad por los resultados de su propia vida. La solidaridad del ciudadano se manifiesta cuando los derechos de otros ciudadanos son violentados desde el poder, de tal forma que soslaya la violación del derecho de uno a la violación del derecho de todos.

La institución de los derechos que se invisten sobre cada individuo es el impulso de la acción política del ciudadano. Lo mueve al pueblo a la acción política es el sentirse agraviados como cuerpo colectivo por algún cuerpo de opresores, no una conciencia de derechos de este o aquel individuo en particular. Para el pueblo, sus individuos son prescindibles. Por eso no se irrita su participación política ante acontecimientos atroces cometidos contra sus miembros, y asume cierta actitud trágica de resignación ante la vida, hasta que el líder aparece para ser él el que irrita los ánimos del pueblo mediante la manipulación retórica de los recuerdos. En cambio, la ciudadanía reacciona de inmediato ante la noticia de alguna violación flagrante de derechos humanos, o ante un intento de subversión del orden institucional, muchas veces sin necesitar de que ningún líder o dirigente lo convoque a ello. El activismo es algo profundamente ciudadano, mientras que el pueblo solo acude a las calles o a las urnas en apoyo a un líder que lo encarna en la historia. Estos son tipos ideales, por supuesto, y los individuos en su subjetividad pueden tener características de ambos grupos en diferentes contextos. Sin embargo, en tiempos de polarización, la vasta mayoría de los individuos tiende a saber con relativa inmediatez en qué lado del espectro está ubicado. El resultado es una dialéctica social que se convierte en polarización política cuando el líder populista irrita los ánimos del pueblo.

Cuando el presidente López Obrador descarga su furia y su desprecio contra lo que él llama “neoliberalismo” ¿exactamente, qué es lo que está haciendo? No lo hace utilizando una definición precisa o académica de lo que significa ese término, dado que no parece criticar cierta política económica concreta, sino como una etiqueta para señalar un modelo de sociedad que le disgusta, una sociedad que él cree se compone de individuos que carecen de solidaridad con el pueblo. Se trata de una interpretación ideológica de su papel histórico como caudillo del pueblo en su orfandad, desde donde juzga a aquellos individuos de la sociedad mexicana que se distinguen por hacerse responsables de su propio destino, sin solicitar la solidaridad del pueblo o del gobierno, y que responden ante los retos de la vida como individuos, una sociedad cartesiana donde la primera certeza es el “yo”.

Una de las consecuencias trágicas de esta forma cartesiana de pensar es el papel disminuido de la familia en la vida del ciudadano capitalista, consecuencia que se resiente en un país donde con tanta frecuencia los individuos construyen su identidad alrededor del núcleo familiar. Esta idiosincrasia tiene mayor arraigo en el campo, los pueblos y las ciudades pequeñas de provincia, donde hoy existen los bastiones electorales más robustos del partido del presidente López Obrador (y de Donald Trump en los Estados Unidos), y que alcanza su máximo exponente en la hipótesis de Aristóteles que define al ser humano como “animal político”, es decir, el animal cuyo instinto es vivir en sociedad, y cuya identidad se construye en términos colectivos, no como “yo” sino como “nosotros”. La modernidad de Descartes viene a cuestionar por completo esta noción del ser humano como ser social, y subraya ante todo la realidad individual como centro de la existencia. De la duda metodológica nace una forma de ser social moderna, liberal e individualista que parte del cuestionamiento y no de la autoridad tradicional, y que López Obrador llama de manera equivocada “neoliberalismo”. Los mexicanos apegados a su familia, a su clan, a sus raíces, a su pueblo, a su barrio, sienten desconfianza de esos “seres cartesianos”, mexicanos individualistas, de mundo, diversos, emprendedores, aventurados, extranjeros, arriesgados y ciertamente desapegados de sus raíces, y quieren en el mejor de los casos juzgarlos, y en el peor, reprimirlos. Esta es la fuerza que respalda a los líderes como López Obrador, una suerte de aristotelismo idiosincrático que reprueba a los seres cartesianos que no necesitan pedirle permiso ni ayuda a nadie para emprender sus propios proyectos, porque aspiran arroparse bajo un paragua institucional abstracto que se preserve de un presidente a otro. Por eso el INE resulta tan importante en la psique de la oposición ciudadana a López Obrador, dado que es el garante principal de la alternancia pacífica de gobierno, institución indispensable para el disfrute de la democracia liberal.

Pero ante el avance triunfal del capitalismo y sus instituciones, movimientos reaccionarios como el de López Obrador buscan restaurar un pasado imaginario donde la solidaridad del pueblo privaba sobre la ambición de los ciudadanos modernos, donde la democracia se entiende como el movimiento de las masas más parecido a lo que la filosofía griega llamó oclocracia. Para el presidente, caudillo convencido, que las instituciones establezcan límites a la voluntad popular es un atentado contra la democracia, no las condiciones indispensables para que exista, pues su visión populista de la democracia requiere de un mando personal que pueda conectar emocionalmente con las masas, como quedó demostrado tan vívidamente en su marcha del 27 de noviembre. La administración abstracta de la cosa pública mediante reglas que protejan a los individuos del abuso de poder político es algo que no entra en su sistema de pensamiento, porque para el pueblo los individuos son dispensables.

La pregunta que nos hacemos los ciudadanos de todos los países cada vez que nos topamos con estos fenómenos políticos populistas es cómo hacer para detenerlos, y no destruyan nuestro preciado arreglo institucional. Una respuesta es hacer del pueblo ciudadanos. Más allá de demostraciones multitudinarias, la victoria de los ciudadanos solo puede preservarse a largo plazo en la medida en que salgan al encuentro del pueblo, y lo incluyan en la dinámica social y política ciudadana, dándoles voz y escuchando los problemas que los aquejan. Mientras los ciudadanos utilicen la riqueza que generan a través de la economía capitalista para alejarse y aislarse del pueblo, el pueblo nunca tendrá motivos para sentirse parte de la ciudadanía, y buscará siempre al líder carismático, único depositario de la legitimidad ante sus ojos. Jamás entenderán, o nunca les importarán los razonamientos tecnocráticos de nuestros políticos profesionales, porque el lenguaje acartonado de las élites no tiene nada que decirle a ellos, salvo cuando buscan sus votos con palabras insinceras y trato condescendiente. No es el pueblo el que debe venir a nuestro encuentro, dado que somos nosotros los ciudadanos los que disfrutamos de las redes de comunicación, educación y tecnología, sino los ciudadanos los que debemos ir al encuentro del pueblo, que está a nuestro lado todos los días en las obras de construcción de nuestras oficinas, limpiando nuestros puestos de trabajo, vendiendo la comida que comemos en los puestos ambulantes o sirviendo nuestros platillos en los restaurantes. Somos los ciudadanos los que podemos articular nuestros recursos, derechos y conocimientos para convertir al pueblo en ciudadanos. Sólo así se podría a largo plazo defenestrar de nuestras repúblicas a la reincidente sombra del caudillo que tanto aqueja nuestras instituciones democráticas.