Por TAL LEVY
Aunque millones de lectores de todo el mundo no han puesto un pie en Albania, sí que conocen el país de las águilas gracias a las novelas de Ismaíl Kadaré.
Con una prolífica obra que ha sido traducida a más de 40 idiomas, su innegable talento le llevó a figurar insistentemente entre los candidatos al Premio Nobel de Literatura, pero el pasado 1 de julio se sumó a la lista de “nobelables” a quienes primero les alcanzó la muerte que ese merecido reconocimiento.
El expediente Kadaré
La obra narrativa de Kadaré puede ser vista como si se tratara de un gran expediente que el lector debe consultar, interrogar, para despejar sus muchos enigmas. Leerla es ir tras la verdad, siguiendo el rastro de un jinete desconocido o de un general que comanda a un ejército muerto. Es intentar descifrar lo que oculta en su amarillear la sangre que mancha una camisa o que salpica la manta que cubre a un supuesto cadáver. Ir atrás, a los orígenes, al nacimiento de la épica y, a un tiempo, descubrir lo que un viejo caballo o un héroe mítico nos tiene que decir. Y toparse con muertos que vuelven a la vida, pero también con vivos que parecen más bien muertos al entrar en el engranaje del poder.
Sobre todo, es presenciar en primera fila el enfrentamiento de un pequeño país asaltado por otros más grandes, pero también ver a un hombre, solo, enfrentado a un Estado todopoderoso o a leyes de inexorable cumplimiento, y bajar al mismísimo infierno, pero más que llamas, encontrar allí nieve, frío, lluvia, viento.
Es pararse frente a una pirámide y descubrir que fue creada para mantener ocupada y sometida a la población ante su avasallante y misteriosa presencia. Adentrarse en los laberintos de un palacio desde donde se busca controlarlo absolutamente todo, incluso los sueños, y no poder desviar la mirada de una cabeza cortada dispuesta en pleno centro, en un nicho que ciertamente es de la vergüenza. Y al intentar apartar la mirada, que los ojos escuezan. Entonces, consuela pensar que en sus novelas muchas veces los ciegos son videntes, pero mejor no lo digamos muy alto pues también abundan los espías.
Asimismo, es prestar oídos a un sinfín de rumores y de maldiciones, pero, de igual manera, constatar hasta dónde se puede llegar con tal de dar cumplimiento a una promesa y conocer el singular modo de ser de un pueblo.
Todas sus obras no son más que una sola, que configura a partir del misterio y del universo simbólico del poder absoluto, de las metáforas de la opresión, de su crudo clima, en un país que debió resistir para poder sobrevivir.
En las novelas de Kadaré hay una variedad de significaciones, una multiplicidad de sentidos en el uso del misterio, que sirve para enhebrar cada una de las tramas y que apuntan hacia la opresión en general y hacia el totalitarismo en particular.
En esa magna obra que es Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt ofrece las claves sobre cómo operan los regímenes totalitarios, y estas pueden reconocerse en la narrativa kadareana. Entre esas llaves que abren una misma cerradura: la arbitrariedad del terror como arma de gobierno, que permite subyugar a masas de personas y que va más allá de la mera implicación psicológica; la inocencia de quien está atrapado en una maquinaria de horror y no puede escapar a sus designios; la policía secreta abocada a detener a la población más que a descubrir delitos y completamente sujeta a la voluntad del Jefe al ser guardiana de su proyecto en marcha; la dominación total; el misterio como criterio para la selección de temas de la propaganda política, que atenta contra el sentido común allí donde este ha perdido validez; la creencia de que todo es posible, tanto que surge la noción de delito posible y la población es sospechosa por su misma capacidad de pensar; la búsqueda constante de transformar la realidad en ficción, por lo que sus fronteras están enturbiadas; la evasión de la realidad; la separación entre la autoridad real secreta y la representación abierta y ostensible; la jerarquía secreta de poder; el misterio en torno a los organismos e instituciones de gobierno; el secretismo que rodea al Jefe, sumido siempre en un misterio impenetrable; el monopolio del poder; la omnipotencia que lo abarca todo y la conquista mundial a largo plazo que presupone un proyecto totalitario.
El totalitarismo no sólo signó la vida de Albania y de Kadaré, sino también el mundo recreado en sus novelas.
El pasado, espejo del presente
La elección de un tiempo pasado para describir el presente se relaciona en el caso de las novelas kadareanas con el contexto social de su autor, que pasó buena parte de su vida como narrador, ensayista y poeta inmerso en un sistema dictatorial, bajo la presión vigilante y constante de la censura.
Kadaré se traslada al Imperio Otomano en novelas como El firmán de la ceguera, El nicho de la vergüenza y El palacio de los sueños para dar muestra de su tiempo bajo la dictadura del proletariado. Se pueden trazar analogías entre el afán dominador de los turcos reiterado en esta última obra, por ejemplo, y el orquestado por los comunistas en la época en que Kadaré escribió el libro, además de que el Palacio de los Sueños en sí, como organismo controlador y omnímodo, bien puede equipararse al de la Sigurimi o policía secreta, pilar del régimen comunista.
Muchos son los paralelismos que se pudieran delinear, pues así como bajo el dominio turco a los albaneses no les estaba permitido el uso de su lengua materna, incluso ya entrado el siglo XX cuando sus vecinos ya podían hacerlo; el dictador Enver Hoxha también de algún modo mantenía en cuarentena el libro, los pensamientos, en esos fondos reservados de la Biblioteca Nacional (que tenían la letra R pues estaban prohibidos y la posesión o difusión de esos títulos estaba condenada con hasta diez años de cárcel según el Código Penal de la República Popular Socialista de Albania) como temiendo, tal vez, que algún extraño virus se esparciera y pusiera en peligro su régimen.
El universo narrativo de Kadaré se sirve del acervo balcánico: mitos, fábulas y leyendas de distintas épocas para explicar el presente.
Inspirada en el combate entre aqueos y troyanos, del que había oído hablar por primera vez de niño en boca de su tío, Kadaré propone en las páginas de El monstruo una peculiar revisión del mito del Caballo de Troya, que guarda un secreto, así como él, suponemos, mantuvo el suyo, que le permitió de cierta forma coquetear con la misma cúpula del poder que lo glorificó tanto como sometió sus obras a censura.
El traductor al castellano de la mayor parte de sus libros, Ramón Sánchez Lizarralde, catalogaría como un acto de supervivencia esa suerte de malabarismo o, como se me antoja imaginar, ese caballo-estratagema que llamaría por fuera al encantamiento, mientras por dentro escondería la rebelión creadora.
Kadaré argumentó en más de una oportunidad que durante el régimen comunista el único tipo de disidencia posible, para no terminar en la cárcel o ejecutado, era la resistencia silenciosa de los artistas que se atrevían a crear libremente, ignorando los dogmas y la propaganda del realismo socialista.
Visión antitiránica
La fama de este patriarca de las letras albanesas, que fue reconocido con el Man Booker Internacional 2005, el Príncipe de Asturias de las Letras 2009 y el Premio de Literatura de Jerusalén en 2015, no se circunscribe a su país natal, sino que lo trasciende.
El novelista partió de los acontecimientos que han marcado el devenir histórico de Albania, país constantemente atacado por sus vecinos y que padeció durante medio siglo una de las dictaduras más atroces, que lo separó del mundo, así como 500 años de un dominio otomano que buscó doblegar a todo un pueblo y su cultura.
De la historia albanesa proviene la materia prima que el narrador luego conforma literariamente. Así, la resistencia de Skanderbeg contra los turcos es recogida en Los tambores de la lluvia; el trepidante año de 1914 en Albania y sus consecuencias, en El año negro; el mes de noviembre de 1944 y la toma de Tirana por parte de los comunistas liderados por Enver Hoxha, en Noviembre de una capital; la fuga de albaneses durante la dictadura comunista, en Vida, representación y muerte de Lul Mazreku; la transición democrática, en Frías flores de marzo; y los sucesos acaecidos el 1 de abril de 1981 en Kosovo, en El cortejo nupcial helado en la nieve.
En las novelas de Kadaré, el enfrentamiento no se reduce al de un pequeño país constantemente asaltado por otros más fuertes y poderosos que él y su intento por preservar su cultura, sino que va más allá, también a aquel que subyace entre el individuo y un Estado omnipresente, que todo lo puede y todo lo envuelve, en esa visión antitiránica que predomina en buena parte de sus historias y que recuerda la obra esquílea.
En El palacio de los sueños, el tío del protagonista lo deja claro: “La vida de un hombre queda perturbada para siempre una vez que se encuentra atrapada en los engranajes del poder, pero eso no tiene parangón con el drama de un pueblo entero prisionero de ese mecanismo”.
Kadaré encendió su voz de alerta, su visión acerca de lo que sucede en los regímenes totalitarios, toda vez que los examinó desde adentro, desde sus íntimas contradicciones y las expresiones más funestas: el terror, la condena, la muerte.
En sus obras no es importante tan sólo lo que sucede, sino dónde sucede, pues, por una parte, le permitió al autor dar cuenta sobre la Albania que él sabía de sobra es tan desconocida, misteriosa y mirada con indiferencia por el mundo; y, por otra, difundir su visión de que el poder opresor es igual en cualquier lugar al ser sus diferencias meramente formales. Esa es la verdad que guarda el mundo contemporáneo: la monstruosidad del hombre que concentra el poder.
La misteriosa terquedad de los hechos que insisten en repetirse una y otra vez en sus novelas acentúa una percepción del tiempo cíclico en la que renace el uso malsano del poder y que sirve para alertar sobre la recurrencia del crimen, que no ha podido ser conjugado en tiempo pasado pues, como señalaba Kadaré, no ha sido expurgado a punta de arrepentimiento.