Por ALEJANDRO VARDERI
What if I could write about my life exactly as it was? What if I could show it in all its density and tedium and its concealed passion, never divined or expressed?
Edmund White
El lugar del miedo
Estos casi tres años de pandemia producto de un virus sumamente infeccioso resuenan en el imaginario de quienes asistimos a los inicios de otra, todavía muy presente, aunque de manera más manejable en comparación con la aniquilación de entonces. Una aniquilación que reverbera en dos obras que cumplen ahora cuatro décadas: la novela de Edmund White A Boy’s Own Story (1982) y la película de Arthur Hiller Making Love (1982). Obras pioneras en la articulación de una identidad homosexual para el gran público, en una encrucijada donde la libertad para expresar el otro amor, ganada a pulso en los sesenta y setenta, sería arrasada de manera tan inesperada como virulenta.
Fueron muchos los infectados, muchos los muertos, muchos los marginados y acosados por quienes se creían en un principio a salvo, al no participar de las “perversiones” achacadas a las sexualidades otras; si bien el virus siguió extendiéndose implacable por todos los estratos sociales, independientemente del género y la opción sexual. A la sombra de tal emergencia sanitaria surgiría la novela de White —el primer volumen de una trilogía sobre la vida gay norteamericana entre los años cincuenta y ochenta— como una cruel paradoja, pues el sida iba a reconfigurar de manera dramática el mundo que el autor comenzaba a describir y concernía especialmente a la generación nacida con la Segunda Guerra Mundial.
Una generación, pisando la cuarentena al estallar la pandemia, que advertía cómo el estilo de vida donde se hallaba con seguridad instalada, y según el cual tener una sola pareja se consideraba una forma de muerte, empezaba a desintegrarse entre el deceso de muchos y el temor de otros. Se vaciaban los bares, se clausuraban los saunas y los clubs de sexo, documentados en las fotografías de artistas como Robert Mapplethorpe y David Wojnarowicz —otras de sus víctimas—. Esto, al tiempo que las instituciones se apresuraban a estigmatizarlo como un castigo al comportamiento signado por excesos y transgresiones que desafiaban la normativa impuesta por ellas. Los representantes de la Iglesia lo veían cual una “consecuencia de la decadencia moral” del siglo XX y los políticos como “juicio divino a una sociedad viviendo fuera de sus normas”. El entonces presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan, advertía de su manera “insidiosa” de extenderse, el ministro de Exteriores surafricano sostenía que “los terroristas atacaban ahora con un arma peor que el marxismo: el sida”, el presidente del Frente Nacional francés Jean Marie Le Pen pedía aislar indefinidamente a sus portadores y el influyente periodista de Le Figaro Louis Pauwels opinaba que los participantes en las huelgas estudiantiles de la época padecían de “sida mental”.
El lugar del miedo culpabilizaba, pues, a quienes desafiaban el estatus quo y consecuentemente había que anularlos, “enderezando” el “libertinaje” hacia el cual muchas sociedades occidentales tendían entonces. Ello se constituyó en el detonante de un neoconservadurismo, cuyas consecuencias llegan hasta nuestra contemporaneidad, al haberse revertido, a lo largo de estas cuatro décadas, muchos de los derechos obtenidos durante los movimientos de liberación del pasado siglo, al interior de un mundo cada vez más hostil e intolerante.
Aislamiento y deseo
Los valores de la América profunda en los años cincuenta, y por extensión en la mayoría de los países, se correspondían justamente con todo aquello que las dos décadas subsecuentes buscaron cambiar y el sida cercenó. Y es allí donde se inicia la historia del narrador, cuya voz combina el género testimonial y el de ficción para describir el deseo desde un aislamiento geográfico y familiar, cónsono con la franqueza con la cual el mexicano Luis Zapata delineó al suyo en El vampiro de la colonia Roma tres años antes; aunque la novela testimonial de Zapata no exploró la psicología ni el marco sentimental del protagonista.
Lo atractivo de A Boy’s Own Story fue el sentido de naturalidad del ser homosexual que el joven protagonista imprimió a sus experiencias, muy alejadas de la atormentada culpabilidad experimentada por el adolescente de otro texto seminal del género gay, la novela de Roger Peyrefitte Les amitiés particulières (1943), donde la percepción del placer quedó sin embargo truncada por el peso de lo no dicho. Inversamente, el texto de White desmanteló el temor a los propios instintos —lo que Naomy Woolf conceptualizó como el miedo constantemente renovado de ciertos aspectos del yo— para mostrar en toda su densidad esa pasión nunca expresada, pero que resuena con la fuerza de un eco ampliamente magnificado por la eficaz profusión verbal inherente al estilo del autor.
Aquí el cuidadoso trabajo de escritura revela para rebelarse contra el silencio de postguerra, que quienes habían ido al frente habían adoptado al reintegrarse a la vida civil velando los testimonios sobre el conflicto y sus consecuencias sobre la psiquis de los veteranos, sobre todo en cuanto a las experiencias homosexuales, en un clima de cacería de brujas generalizado producto de la Guerra Fría. De hecho en 1953, bajo la presidencia de Dwight Eisenhower, quedó aprobado un decreto donde se prohibía a los homosexuales trabajar para el gobierno federal y más de 5.000 empleados fueron despedidos ante la menor sospecha de desviación de la norma. Perola vida gay continuó siendo muy activa en la clandestinidad, pese a las continuas amenazas, abusos, violencia y redadas de la policía en los lugares de ambiente.
Ante tal panorama, muchos, incluyendo al narrador, buscaron ayuda psicológica y se sometieron a inútiles terapias de conversión, aislándose aún más en un espacio donde las infracciones a lo universalmente aceptado se pagaban con la soledad, ante el temor de ser descubiertos y repudiados por familiares y amigos. Algo que en sus inicios la crisis del sida trajo nuevamente a un primer plano, y muchas veces se antepuso incluso a las consecuencias últimas de la enfermedad. “La muerte no le aterroriza. Solo es el miedo a ser descubierto”, confiesa el protagonista de la novela del venezolano José Vicente de Santis Jeremías el replicante (1988).
A Boy’s Own Story recorre los estadios de la transformación del adolescente en un joven que acabará rechazando ese comportamiento tan autodestructivo, a fin de empezar a interrogar el sexo “a partir y a través de su represión”, como quería Michel Foucault. Al zafarse de tales contenciones y validar plenamente la existencia de una sexualidad distinta, esta novela se convirtió en un himno a la liberación de toda una generación, que quedó indeleblemente retratada en sus páginas per fue diezmada en su mejor momento con la llegada de la pandemia.
Normalización cinemática de la diferencia
Una validación similar, al menos en lo que a mí respecta, llegó de la mano de Making Love, vista por aquellos años en el cine Concresa. Por primera vez una sala comercial caraqueña mostraba un film donde la homosexualidad no tenía el estigma del héroe trágico de Midnight Cowboy (1969) de John Schlesinger —disfrutada en su reposición por esa misma época en el cine Prensa— ni el desenlace trágico del torturado protagonista de Reflections in a Golden Eye (1967) de John Huston, descubierta en la pubertad gracias a los excelentes ciclos de la Cinemateca Nacional.
Si bien la Caracas de aquellos años desplegaba ante las sexualidades otras una ilusión de normalidad, principalmente en los círculos culturales, y existía una extensa oferta de lugares donde socializar, la mayoría las rechazaba, y más cuando venían asociadas al estigma del sida. De ahí que la película de Hiller fuera promovida como “una historia de amor para los años ochenta” —el cineasta había dirigido la popular Love Story (1970)—, a fin de atraer a un público más inclusivo. Una estrategia que no resultó, pues poco se habló de ella y, recuerdo, la audiencia era muy escasa la tarde sabatina cuando fui a verla; pero el primer plano de Harry Hamlin, en el papel de un popular escritor diciendo “I’m gay” sin tapujo alguno, llenó poderosamente la pantalla con el aplomo de su mensaje.
Y es que el modo como Hollywood había retratado a la comunidad hasta entonces se nutría de lo escabroso —Cruising (1980) de William Friedkin aún reverberaba en el imaginario popular— o de la comedia —Victor/Victoria de Blake Edwards y Partners de James Burrows se estrenaron ese mismo año—. Contrariamente, el film de Hiller presentó un modelo mucho más realista, que contribuyó a la normalización de la homosexualidad en sociedades abiertas y democráticas donde vivir en pareja, casarse y formar una familia está hoy legalmente aceptado.
En su búsqueda de aquella normalización la película tuvo también la visión de ubicarse en el vértice entre lo que la comunidad había ganado y lo que estaba a punto de perder. De ahí la importancia documental de las escenas de seducción por calles, playas y bares donde todavía no se había instalado el terror; y de los encuentros en locales regentados por miembros de la comunidad misma, como el restaurante La Masia en Hollywood Boulevard, cuyo propietario era un catalán criado en Venezuela.
Por su poder de abordar una temática sobre la cual el gran público no quería dialogar al percibirla como una amenaza, Making Love hizo accesible lo que hasta entonces se había considerado irrepresentable, es decir, que quienes se apartaban de la normativa sexual no eran en su mayoría caracteres marginales ni excéntricos, sino céntricos y centrados en su devenir y sus profesiones. En el film, un escritor satisfecho consigo mismo y un doctor casado, pero aguardando por una forma natural de expresar la auténtica dirección de su deseo, lo cual acabará logrando con otra pareja, al tiempo de forjar una relación de amistad y entendimiento con su exesposa.
Aunque desde el punto de vista crítico la película no tuvo buenas reseñas, alegando que lo edulcorado de la cinematografía, la falta de desarrollo en profundidad de los caracteres y su redención última como individuos bien ajustados era pura ficción, hizo suya la facultad del melodrama para universalizar el espacio privado. Ese “palco en el teatro del mundo”, como diría Walter Benjamin, desde donde observar lo que la existencia actúa y el espectador sitúa, adaptándolo a su personal manera de estar dentro de esta realidad que nos atenaza. Ello, buscando expresar aquello que pareciera ser inexpresable pero debe ser verbalizado a fin de que quienes no lo vivieron tengan conciencia de su existencia y, cual fue el caso de aquella otra pandemia, no olviden a sus víctimas. De ahí la atemporalidad e importancia de la novela de Edmund White y de la película de Arthur Hill para darle voz a toda una generación que fue silenciada en su época de mayor esplendor. Una época de —en los versos del igualmente desaparecido Paul Monette—“juventud y risas y cosas bellas tanto/que no paraban de cantar y nosotros éramos la canción”.