
“Indaga sobre los demonios que desataron el nazismo y el sometimiento de las élites de una de las sociedades más cultas y pujantes de Europa a un proyecto totalitario, expansionista y desquiciado”
Por EDGAR CHERUBINI LECUNA
El orden del día, en la reunión que sostuvieron los veinticuatro líderes de empresas alemanas con Hitler y Goering el 20 de febrero de 1933, contempló el financiamiento de la campaña electoral del Partido Nazi para las elecciones del 5 de marzo de 1933. Los dueños de las corporaciones e industrias alemanas apoyaron a un psicópata megalómano y genocida a cambio de estabilidad para sus negocios y finanzas. Entre los principales financistas se encontraba Fritz Thyssen, cabeza visible de la asociación de industrias del acero y de la asociación alemana de industrias, además de ser miembro de la directiva del Reichsbank.
Ese es el primer escenario que Éric Vuillard en El orden del día (L’Ordre du jour, Premio Goncourt 2017) indaga sobre los demonios que desataron el nazismo y el sometimiento de las élites de una de las sociedades más cultas y pujantes de Europa a un proyecto totalitario, expansionista y desquiciado. El segundo escenario, que discurre en paralelo en el desarrollo de la trama, ocurre cinco años después de esa reunión, se trata de las dramáticas escenas del Anschluss, la anexión de Austria, donde se ensayó con éxito la tesis geoestratégica del “espacio vital” de la Alemania nazi, preámbulo de la ocupación de Europa por las tropas de Hitler.
En la reunión con los 24 grandes capitanes de la industria y la banca alemana, apenas a un mes de que Hitler fuera elegido canciller, el rudo Hermann Goering les dirige un exhorto sin sutilezas: “Caballeros, acaban de escuchar al canciller Hitler, queremos una victoria en las elecciones del 5 de marzo para estabilizar la economía de Alemania, erradicar a los comunistas y opositores y eliminar a los sindicatos para restaurar el poder del empresariado. Les pido que aporten lo suyo sin chistar”. Siete días después, del Parlamento (Reischstag) solo quedaban cenizas y Hitler, que comenzó a gobernar gracias a un decreto de emergencia, se erigía como dictador. De allí que el autor hable con asertividad de “las pegajosas combinaciones e imposturas que forjan la historia”.
En dicha reunión estaban presentes los dueños de Bayer, Siemens, Opel, BMW, Daimler-Benz, Agfa, Porsche-VW, Telefunken, Krupp, Thyssen, I.G. Farbenindustrie AG (un conglomerado de 2.000 empresa alemanas), el presidente del Reichsbank, entre otros notables, terratenientes y nobles. En ese encuentro, el Führer les dirige con desdén escasas palabras: “Para poner fin al comunismo y recuperar la prosperidad, se deben ganar las elecciones parlamentarias del 6 de marzo”. Invitados a financiar la campaña del partido Nazi, “los veinticuatro patrones pagan su tributo sin fruncir el ceño. Permaneciendo allí, impasibles, como veinticuatro máquinas calculadoras a las puertas del Infierno”, escribe Vuillard.
Pasando de la contabilidad a la estadística, allí se decidió el destino de Alemania y de Europa: 55 millones de muertos, incluidos los 6 millones de judíos exterminados en las cámaras de gas y un continente destruido fue el resultado del “debe y haber”. Vuillard se refiere a esa reunión con una ácida ironía, debido a que, en el presente, continuamos consumiendo productos de esas mismas empresas: «Las empresas no mueren como los hombres. La sangre que las alimenta siempre renueva las cabezas que las dirigen. Son cuerpos místicos que nunca perecen”. Amén de aquellas que usaron mano de obra judía extraídas de los campos de concentración. Horror e ironía son los dos términos que se aplican a sus hallazgos en los intersticios de las historias oficiales.
Sobre Lord Halifax, secretario de Asuntos Exteriores británico, quien, pese a las advertencias de Churchill, intentó por todos los medios de convencer al Parlamento y a la Corona Británica de que a través del diálogo con Hitler y Mussolini lograrían la paz, como si se tratara de dos estadistas democráticos normales. El autor lo describe con gran cinismo: “No es el error de un viejo aturdido, es un diplomático imbuido del orgullo de la aristocracia inglesa a la cabeza de su fila de antepasados, sordos y ciegos como una morgue”.
Para Jean-Louis Thiériot (L’Ordre du jour : un Goncourt au mépris de l’Histoire, Le Figaro 01/12/2017), la pluma de Vuillard, seca y cruel, dibuja las imágenes sorprendentes del teatro de sombras de la comedia de poder. El orden del día no es una novela, es un relato detallado, casi una rendición de cuenta que muestra la triste pantomima de los estadistas en la complejidad trágica de esos años decisivos”.
Para escribir su libro, Vuillard analizó cientos de fotografías y documentales, los incontables archivos del proceso de Núremberg, cartas, libros, documentos y testimonios de origen diverso que le permitieron hurgar en detalles que otros historiadores pasaron por alto.
Comenta que se encontró con terribles ironías que lo sacudieron, pero lo hicieron comprender mejor lo ocurrido en Alemania y Austria, como la espeluznante carta de Walter Benjamin donde cuenta que “la empresa austríaca de gas se niega a suministrarle servicio a los judíos de Viena ya que estos utilizaban con preferencia el gas para suicidarse durante la ocupación nazi y eso le impedía cobrarle la factura al fin de mes”. Y es que Vuillard, investigó los 1.700 suicidios ocurridos tan solo en la primera semana de la ocupación de Austria, otros cientos de suicidios no fueron reseñados por la prensa por temor a las represalias nazis, que prohibieron mencionar los casos, so pena de ser apresados por la Gestapo bajo el delito de conspiración.
En una entrevista de Françoise Dargent (L’histoire est une manière de regarder le présent, Le Figaro 06.11.2017), Vuillard se refiere las distorsiones de la realidad debido a la influencia de la poderosa propaganda nazi en los noticieros de los cines de Europa, lo que contribuyó a una errada visión de la historia aún después de la guerra: “Las imágenes que tenemos de la guerra son y serán para la eternidad dirigidas y manipuladas por Joseph Goebbels. Es extraordinario que las noticias alemanas se conviertan en un modelo de ficción”.
Sobre su estilo de escritura, manifestó que la literatura y la historia siempre han tenido relaciones endogámicas: “La Ilíada es un poema, pero también es un libro de historia. Cuando uno lee Los Miserables, uno encuentra allí los episodios de la vida colectiva (…) Yo estoy impregnado de mi época y mis libros son igualmente productos sociales”.
Los hechos históricos son útiles en la medida que nos sirven como un espejo para analizar el presente y decidir sobre nuestro futuro. Sobre esto último y salvando las distancias, las escalas y las dimensiones de los personajes, a comienzos de 1997, un importante empresario venezolano me pidió examinar unos videos que le habían suministrado un año antes. Para mi sorpresa se trataba de los discursos de Chávez y Fidel Castro en la Universidad de La Habana en 1994, el día en que Chávez fuera recibido como un jefe de Estado por los Castro para trazar “el orden del día” de la llamada revolución bolivariana.
En la presentación de mi análisis ante un selecto grupo de empresarios y hacendados convocados por mi cliente, no olvidaré el vehemente rechazo que produjeron mis palabras en los allí presentes, en especial el de un robusto y exaltado “gran cacao”, cuando expresé que las intenciones de Chávez eran las de plegarse a las órdenes de la revolución comunista cubana y que ese día Fidel Castro le había traspasado el testigo de la subversión al inculto pero astuto militar, para utilizarlo como un muñeco de ventrílocuo en su estrategia de demoler las democracias del continente. Cuando cesaron las agrias críticas a mi cliente y a mi persona por habernos atrevido a presentar tal escenario, comprendí que todos ellos estaban apoyando y financiando la campaña de Chávez y su “revolución bonita” con sus dineros y aviones. Esos ciegos, voraces y altaneros hombres de negocio, algunos de ellos prestos a avasallar a quien se les atravesara en su camino, también habían acordado de antemano “el orden del día” de la vorágine que acontecería en Venezuela. “Allí estaban esos patrones de empresas, como máquinas calculadoras a las puertas del Infierno”. Algunos de ellos fueron usados y después desechados como “condones usados” (Chávez dixit).
Una reunión secreta. Fragmento
Reproducimos a continuación los primeros párrafos de El orden del día
Por ERIC VUILLARD
El sol es un astro frío. Su corazón, agujas de hielo. Su luz, implacable. En febrero los árboles están muertos, el río, petrificado, como si la fuente hubiese dejado de vomitar agua y el mar no pudiese tragar más. El tiempo se paraliza. Por las mañanas, ni un ruido, ni un canto de pájaro, nada. Luego, un automóvil, otro, y de pronto pasos, siluetas que no pueden verse. El regidor ha dado los tres golpes pero no se ha alzado el telón.
Es lunes, la ciudad rebulle tras su velo de niebla. Las gentes acuden al trabajo como los demás días, suben al tranvía, al autobús, allí se deslizan hasta el segundo piso y se abisman en sus ensueños en medio del intenso frío. Pero el 20 de febrero de aquel año no fue una fecha como otra cualquiera. Pese a todo, la mayoría pasó la mañana arrimando el hombro, inmersa en esa gran mentira decente del trabajo, con esos pequeños gestos donde se concentra una verdad muda, decorosa, y donde toda la epopeya de nuestra existencia se reduce a una pantomima diligente. Así, el día transcurrió apacible, normal. Y mientras cada cual iba y venía entre el hogar y la fábrica, entre el mercado y el patinillo donde se tiende la ropa, y, por la tarde, entre la oficina y la tasca, y finalmente regresaba a casa, entretanto, muy lejos del trabajo decente, muy lejos de la vida familiar, a orillas del Spree, unos caballeros se apeaban de sus coches ante un palacio. Les abrieron obsequiosamente la portezuela, bajaron de sus voluminosas berlinas negras y desfilaron uno tras otro bajo las pesadas columnas de gres.
Eran veinticuatro, junto a los árboles muertos de la orilla, veinticuatro gabanes de color negro, marrón o coñac, veinticuatro pares de hombros rellenos de lana, veinticuatro trajes de tres piezas y el mismo número de pantalones de pinzas con un amplio dobladillo. Las sombras penetraron en el gran vestíbulo del palacio del presidente del Parlamento; pero muy pronto no habrá ya Parlamento, no habrá ya presidente y, dentro de unos años, no habrá ni siquiera Parlamento, tan sólo un amasijo de escombros humeantes.
Por el momento, todos ellos se despojan de los veinticuatro sombreros de fieltro, dejando al descubierto veinticuatro cráneos calvos o coronas de cabellos blancos. Antes de subir al escenario, se estrechan dignamente la mano. Una vez en el gran vestíbulo, los venerables patricios intercambian palabras ligeras de tono, respetables; uno tiene la impresión de asistir a las primicias un tanto artificiales de una fiesta al aire libre.
Las veinticuatro siluetas salvaron concienzudamente un primer tramo de escalones, después, uno a uno, se enfrentaron a los peldaños de la escalera, deteniéndose a ratos para no fatigar en exceso su viejo corazón, y, con la mano aferrada al pasamanos de cobre, los ojos entornados, fueron subiendo sin admirar ni la elegante balaustrada ni las bóvedas, como si pisaran un montón de invisibles hojas secas. Los guiaron, por la entrada pequeña, hacia la derecha, y allí, tras avanzar unos pasos sobre el suelo en damero, ascendieron la treintena de peldaños que conducen a la segunda planta. Ignoro quién encabezaba la cordada, pero en el fondo tanto da, pues los veinticuatro tuvieron que hacer exactamente lo mismo, seguir el mismo camino, doblar a la derecha, rodeando el hueco de la escalera, y por último, a la izquierda. Dado que las puertas batientes estaban abiertas de par en par, entraron en el salón.
*El orden del día. Eric Vuillard. Traducción: Javier Albiñana Serain. Editorial Tusquets. España, 2018.
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