Por ALEJANDRO CASTRO
Recientemente la artista, gestora cultural y activista Diana López (1968) imprimió en los talleres de Ex Libris, en Caracas, un libro que tituló El ojo de…. Se trata de la digitalización y recuperación de una colaboración que realizó entre 1995 y 1996 con los niños Franklyn Osorio, Wen-You Can, Lucy Poe y Gala Delmont, a los que les entregó una cámara fotográfica con una película en blanco y negro. Las instrucciones eran muy simples: hacer una foto de lo bonito o lo feo, de lo pequeño o lo grande. Parte de ese trabajo fue presentado en la exhibición Esto no es un martillo (Sala Mendoza, 1997) y en el International Studio Program MoMA PS1, durante la residencia de la artista en un programa auspiciado por la Fundación Calara en 1996. El ojo de…, se llama, entonces, el libro. Y firma: “Un proyecto fotográfico de Diana López”. Primera confusión, ¿el ojo de quién? Segunda: ¿qué cosa es un proyecto fotográfico? Se trata, pues, de un libro de fotos, pero no son de Diana López, sino del dueño del ojo. Y El ojo de… no es el título completo porque hay que abrir (¿o desplegar, o desempacar?) el libro para consumar la frase. Entenderemos luego que se trata del ojo de cada uno de los niños. No es, quizás, un libro, sino cuatro libros, cuatro mundos. No es un libro, sino una serie de mapas que dejaron ocho ojos, ocho ojos en busca de su objeto. No es un libro, en fin, sino un álbum improbable de fotos tomadas por un conjunto de niños hace veinticinco años. Y Diana López no es la autora sino la que habilita, no a los ojos de los niños, sino a los nuestros, a nuestros ojos, a mirar el mundo que ellos miraron, tal vez a mirar como ellos miraron el mundo.
Si yo fuera un historiador del arte intentaría hacer ahora la posible genealogía de un trabajo como este en Venezuela. Ahí están las pistas. Jesús Fuenmayor, autor del texto que acompaña el proyecto de Diana López, organizó para el Museo Jacobo Borges a finales de los años noventa una exposición en la que el artista chileno Alfredo Jaar presentaba algunas de las fotografías que tomaron los vecinos de Catia con las 1.000 cámaras desechables que repartió entre ellos. Otro antecedente, hablando de mapas, podría ser el proyecto Fotografía Anónima de Venezuela, de Claudio Perna: fotos que seleccionó el artista, durante los años setenta, entre los negativos que encontró por azar en la basura. En ambos casos podríamos observar una negociación de la autoría o un impulso colaborativo similar, que no idéntico. Si yo fuera historiador del arte defendería la capitalidad del gesto genealógico frente a los que quieren hacernos creer que, antes de 1999, todo era la misma tiniebla.
Pero no soy historiador. Lo que yo puedo decir sobre este proyecto tiene más que ver con volver a pensar, veinticinco años después, en las consecuencias de sentido que tiene entregarle a un niño un objeto como una cámara fotográfica. Me gustaría creer que, en este punto, ya ha quedado claro que una artista es la que crea, pero también la que concibe, la que interviene, la que reordena o desordena. Me gustaría creer que, después de tanto palo, ya nadie pretende imponerle a la obra de arte una idea anterior a ella misma o exterior a la fascinación que produce lo que no se entiende. Como escuchar las ondas gravitacionales que grabó un observatorio en Luisiana y pensar que así suena la galaxia. O como entregarle a un niño un objeto como una cámara fotográfica.
¿Por qué? Porque el niño era (a mediados de los noventa) y sigue siendo un sujeto extraño. La idea, en principio jurídica, del niño como «sujeto de derecho» es tan reciente como este proyecto de Diana López. El tratado internacional de Naciones Unidas que comenzaría a sustituir la romana noción de «patria potestad» (apenas intervenida por el cristianismo y el derecho moderno) por la de «responsabilidad parental» entró en vigor en 1990. Desde ese momento nuestro tiempo está entrampado en la antinomia de los «derechos del niño», que presupone a un «sujeto» beneficiario de una serie de derechos fundamentales —la vida, la salud, la educación— y ningún derecho civil, ninguna autodeterminación. Si la noción de infancia es, como la fotografía, una invención del siglo XIX, el nuevo paradigma de finales del siglo XX propone que el Estado debe garantizar que todos los niños, niñas y adolescentes gocen de cierta «protección especial». Digo, entonces, antinomia, digo trampa, porque el niño, en tanto no puede ser un sujeto pleno, no puede ser un sujeto pleno de derechos.
Y aquí es donde interviene el proyecto de Diana López. No es la tradición artística, ni la tradición privada (1), lo que constituye la memoria visual contemporánea de la infancia, sino el fotoreportaje que quiere justificar esa protección especial. Pienso en la terrible fotografía de Alan Kurdi en 2015, ahogado a los tres años en las costas de Turquía. O tantas veces antes: la imagen del niño sudanés junto al buitre en 1993, la mirada que nos devuelve Sharbat Gula, la niña afgana, desde la noche de 1984 y todavía. La campaña a favor de la derogación de la Ley Tutelar del Menor en Venezuela, la república moribunda de los años noventa, se llamó: «Hay que oír a los niños». Bastaba un gesto pequeño, como todo lo que es grande, para recuperar la complejidad. ¿Y si en vez de la voz les permitimos el ojo? Diana López propone, frente al tráfico de imágenes de niños desnutridos o desplazados y sus efectos políticos, hacer de la imagen que ha tomado, acaso jugando, un niño, una obra de arte.
Así, jugando, hizo Franklin un autorretrato de sus genitales a los siete años y lo tituló Esto no es un martillo. Jesús Fuenmayor, escribió que no podía evitar pensar en La traición de las imágenes, de Magritte y el ensayo de Foucault al respecto. Dice Fuenmayor que la solución de Franklin es la misma que propone Foucault: dibujar algo que no sea una pipa y decir “esto no es una pipa”. Yo no estoy tan seguro: cuando Franklin dice, porque lo ha oído decir (esto es hipótesis mía), que su pene no es un martillo, lo que está diciendo es que sin embargo golpea. Está diciendo que, porque su pene ha sido celebrado sin vergüenza, él también puede celebrarlo, él puede jugar con idéntica libertad.
Yo no pienso en Magritte, sino en Courbet y El origen del mundo, la pintura de una vulva dilatada que estuvo escondida (de tan obscena) en varias colecciones privadas y públicas por más de un siglo. La fotografía de Franklin está acompañada por el espectro de otras tres fotografías que no existen, porque a ninguna de las niñas que participó en el proyecto se le ocurrió tomar semejante selfi. De haberlo hecho, ¿los padres habrían aceptado su exhibición?, ¿la hubiesen titulado, por ejemplo, «esto no es un pozo» o «si este camello te pisa te desbarata»? Las niñas no envidian el pene, sino el martillo. Lucy, aguda, impersonal y objetiva, responde con una fotografía en ropa interior, no de su padre y su hermano, sino de un padre y un hijo, como si supiera o adivinara que ahí, adentro del bóxer, ese linaje esconde algo que nadie quiere decirle pero que es importante que aprenda. Lucy, aguda, impersonal y objetiva, responde con una pregunta: ¿qué tienen ellos ahí?, ¿qué es eso?
Claramente a mí me interpelan los procesos que convierten un cuerpo en cuerpo sexuado, pero hay mucho más. Gala fotografía cosas para poseerlas, a su papá dos veces. Le gustan los animales, las esquinas y los paisajes. Wen-You, la profeta, está estudiando la distinción entre la realidad y la ficción. Le tomó fotos a la estatua de Lincoln, aclarando que era de mentira. Y luego a unos aviones de papel. Y luego a un avión de verdad. Y luego a las Torres Gemelas. Es una secuencia espeluznante. Todos están interesados en los espejos. Todos están interesados en los televisores. Este proyecto de Diana López es un complejo dispositivo de enunciación cuya novedad consiste en haber cedido a cuatro niños, no la cámara, sino el ojo, reformulando dramáticamente la pregunta por la subjetividad infantil, por el placer de mirar y por lo que es digno de ser estudiado, exhibido y archivado durante veinticinco años.
1 Pienso, cuando hablo de la tradición artística, en los retratos de Alice Liddell que hiciera Lewis Carroll a finales del XIX, o en la obra del barón von Gloeden. Cuando hablo de la tradición privada me refiero a la historia (nunca contada del todo) de la fotografía familiar de los niños (posando como adultos o, incluso, en su ataúd) en América Latina desde la introducción de la cámara fotográfica.
*Una versión de este texto fue leída durante la presentación de El ojo de…, proyecto fotográfico de Diana López, en el Center for Book Arts, el 3 de noviembre de 2021 en la ciudad de Nueva York.
*El ojo de… Diana López. Diseño: Faride Mereb. Texto: Jesús Fuenmayor. Impresión y encuadernación: Javier Aizpúrua, Ex Libris.
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