Recopilación de algunas de sus más famosas crónicas, El mundo según Cabrujas fue publicado por la editorial Alfa en 2009. El texto que sigue es el prólogo del volumen
Por IBSEN MARTÍNEZ
«El tema que me importa es el fracaso. Un hombre se refugia en una idea, la proclama como parte de sí mismo y se adhiere a ella. Al hacerlo cree pertenecer, cree hacerse cierto. Pero esa idea, jamás lo explica, ni lo hace pertenecer a nada, porque en el fondo no tiene nada que ver con su vida».
Así declara Cabrujas cuál es su familia de temas y su ámbito de competencias literarias. Lo hace en uno de los más nutritivos textos que ofrece esta compilación.
Se trata aquí de prosas que bien merecen ser llamadas «apátridas», según la ya clásica definición que brindara el peruano Julio Ramón Ribeyro: no las prosas de un apátrida, o de alguien que sin serlo se considera como tal, sino textos que, por diversas razones, no han encontrado sitio en otros libros ya publicados, que anduvieron errantes, y que en algunos casos fueron dados por definitivamente extraviados por quienes alguna vez tuvieron noticia de ellos.
Tomadas en conjunto, se advierte que no se ajustan dócilmente a ningún género; carecen, astuta y felizmente, de un territorio literario propio. Es este un libro digresivo, tanto como pudo serlo la conversación de un autor que fue no sólo dramaturgo y guionista de radio y televisión, sino un notable columnista de prensa. Como conferencista solía correr sus linderos con irrepetible gracia hasta hacer de él un iluminador «ensayista distraído», para usar una expresión con que alguna vez le escuchamos definir su oficio de explicador del mundo.
Es singularísimo el hecho de que no habiendo sido un académico o un scholar en politología y otras supercherías, Cabrujas haya logrado engastar en el arquetipo de intelectual público, en un autor genuinamente influyente. No es éste un logro menor, si se piensa en que para serlo, un autor debe no sólo conquistar un vasto auditorio, sino discurrir con pertinencia en torno a asuntos que develan a una misma polis y, al mismo tiempo, capturar la atención de las élites.
La nuestra es, y lo entiendo como Cabrujas quiso entenderlo y transmitirlo, una sociedad fracasada. Una sociedad todavía hoy postcolonial que se precipitó en el fracaso sin haber alcanzado cabalmente esplendor alguno. Una de esas sociedades a medio hornear —la frase es de V.S. Naipaul— en las que el único gran arte es la gesticulación. Una sociedad que gesticula destinos y grandezas.
En nuestra gesticulación de fracasados felices y elocuentes, Cabrujas halló el tema casi obsesivo de su escritura.
Somos barrocos porque somos incapaces de expresarnos y entendernos —afirma nuestro autor en Mi siglo XX—, y encontramos en esa manera amontonada de representar la realidad, el símbolo de nuestra propia frustración. Somos barrocos porque no sabiendo relatarnos, la necesidad nos obliga a describirnos. Somos los fantásticos ilusos de la ideología, porque el día y la hora no nos dicen absolutamente nada. Nuestra trascendencia, es decir, aquello que hemos dejado atado, aquello que significa, es elusiva y sobre todo extraviada. No hay una teoría americana y mucho menos venezolana, porque no hay una realidad americana o venezolana digna de tal nombre. Hay pobres extremos y ricos obscenos, hay desiertos y cataratas, pajarracos de fabulosos colores, vetas de minerales preciosos, arañas gigantescas, serpientes fulminantes, hombres con tetas, hierbas milagrosas, machupichus incomprensibles, langostinos embarazosos, bicharracos inclasificables… y cuentos de toda índole. Pero no hay realidad y faltando esa realidad, no puede haber convocatoria.
Cabrujas discurre así sobre uno de los rasgos más mortificantes de nuestra condición latinoamericana: la convicción, para muchos intolerable, de ser por completo prescindibles para eso que manidamente solía llamarse en un tiempo el concierto de las naciones.
Una sociedad cuya trascendencia es «elusiva y, sobre todo, extraviada», no puede sino producir mitos que, bien vistos, no son sino fantasmagorías compensatorias de nuestra trivialidad histórica. Llegados aquí, la palabra que acude a asistirnos para nombrarla de una vez nos fue legada por otro dramaturgo, Valle-Inclán, y no es otra que «esperpento».
Sin sucumbir ni un momento en él, Cabrujas supo mirarse en el espejo vociferante del esperpento que desde hace dolorosos dos siglos gesticula nuestra contenta barbarie. De allí, quizá, el embrujo aleccionador de estas prosas apátridas e inapreciables.