Por ENRIQUE MOYA
“Es verdaderamente romántica
esta dualidad de estilo de vida de los japoneses.
Nada comparable a la vida monocorde
que tenemos nosotros los occidentales.
¡Ay, qué suerte tienen los japoneses!” (1)
Vestidos de noche, Yukio Mishima
1.
Satoshi no es músico. Pero recibió clases de música cuando era niño. Su tutor y profesor esboza estas líneas. Satoshi es ahora alto ejecutivo de una reputada arrendadora financiera japonesa. Vivió con su familia en una urbanización del este de Caracas a mediados de los 80. Su padre, ahora jubilado, en su momento fue gerente para América Latina y el Caribe de la misma arrendadora que tenía su base en la capital de Venezuela. La compañía que administraba –en la que ahora trabaja Satoshi– su hijo, alquila un martillo hidráulico, un Boeing 747 o, de ser necesario, un Proton ruso para poner satélites en órbita. Satoshi provee al mercado internacional de cualquier cosa, lo que sea necesario, sin importar lo pequeño o grande que tal dispositivo pueda ser.
Él y su esposa Yumiko invitan al almuerzo en la ciudad portuaria de Yokohama a 15 minutos en Shinkansen (o Tren bala) desde Tokio. Su mujer es ingeniera. Tienen dos hijos. Ambos provienen de familias conservadoras pero ella, al haber estudiado y vivido en los Estados Unidos, es de mente menos insular. Él también vivió lejos de su cultura materna, pero luego de terminar la secundaria su familia decidió regresar a Japón.
Satoshi y Yumiko no son una pareja japonesa a la usanza. Se nota en la conversación y la manera de exponer los argumentos. En una familia tradicional japonesa, el hombre habla y la mujer lo apoya con suaves gestos o breves comentarios; si ella discrepa, su silencio pone en evidencia el desacuerdo; las contradicciones, malentendidos o desacuerdos se gestionan desde la elipsis, la sutileza o el sobreentendido.
Por cierto, las metáforas son construcciones inmateriales cercanas al empeño y la ilusión pero ajenas a la realidad: el Shinkansen es varias veces menos veloz que una bala.
2.
Esperando el tren para Hiroshima. Anuncian por la megafonía que se han suspendido los trenes hacia la primera capital atómica de la historia: un brazo del tifón Halong procedente del Pacífico ha golpeado con furia la ciudad. Está inundada. Hay deslizamientos, damnificados, casas arrasadas, muertos. A Hiroshima parece no abandonarla la calamidad.
Entre los viajeros varados en la estación se encuentra el fotógrafo inglés John F. Viene de fotografiar el perímetro exterior de la zona de exclusión de la Central Nuclear de Fukushima. Se dirigía a Hiroshima para completar un encargo fotográfico. Su conversación y sugerencias inspiran el viaje que, meses más tarde, llevaría al autor de estas líneas hasta la Zona de Exclusión de Chernóbil, donde John F. había estado el año anterior.
John F. resume la sensibilidad de los japoneses ante el tema radiactivo: cierta irritación alternada con espanto. No obstante que el desastre nuclear de Fukushima no produjo víctimas directas, los habitantes de las zonas aledañas desean estar lo más lejos posible del epicentro del desastre: tanto en Fukushima como en Chernóbil el reactor devastado es el número 4. El número 4 (shi) en Japón significa muerte. Apocalíptica coincidencia que propicia en los desplazados diversas formas de superstición. Aún viven de forma provisional más de 20 mil personas trasladadas a otros lugares producto del terremoto y posterior tsunami.
Los guías de la estación ponen empeño en disculparse con pasajeros y turistas. Explican dónde acudir para averiguar cuándo la línea para Hiroshima estará de nuevo operativa. Cada explicación va seguida de una inclinación seguida de otra. Las reverencias de disculpa pueden ser de hasta 90 grados de inclinación. Debido al enojo general de los viajeros extranjeros, los pobres trabajadores de la estación llegarán a casa con varios lumbagos difíciles de calmar.
3.
Yamato y su esposa Nanako me esperan en Shinjuku, importante centro administrativo y comercial de la ciudad de Tokio. El saludo de Yamato, aproximadamente 10 grados de inclinación y un segundo de duración, es difícil de imitar. La cortesía de su mujer es aún más admirable: ángulo de 15 grados y dos segundos, más cercana a la tradición y costumbres, a los antiguos protocolos.
Una vez en el tren pregunto a Nanako por qué su saludo ha sido distinto al de su marido. Ella responde que según la situación [bienvenida, presentación, disculpa, peticiones, etc.], jerarquía o género [masculino o femenino] varían las formas y los ángulos del ojigi [reverencia] en 15, 30, 45, 90 grados.
La explicación de Nanako sorprende in fraganti a Yamato. Pero este señala risueño que entre amigos y allegados no es tan importante el ángulo preciso sino la actitud de afecto al saludar. Que el grado de amistad con Yamato no dependa de su descuido de 5 grados de diferencia es en verdad un alivio. Pero la cortesía japonesa debe poseer gracia y precisión. En eso radica su distinción. No se inclina la cerviz para parecer amable sin más. Ahora es comprensible la razón por la cual los extranjeros fracasan en reproducir tanto garbo y deferencia en el efímero lapso de dos o tres segundos. Echar un vistazo al Teorema de Pitágoras antes de arribar a este país es de útil recomendación: la elegancia de los postulados pitagóricos implícitos en el ángulo japonés al saludar, hace parecer los besuqueos occidentales de saludo y amistad como una muestra de poca higiene y bastedad.
4.
Luego de la derrota en la II Guerra Mundial –y de la terrible demostración de la potencia de los átomos sobre Hiroshima y Nagasaki–, los nipones se han vuelto muy hogareños. Ya no se expanden de modo agresivo hacia otras latitudes. Ni están interesados en imponer su cultura katana en mano en otras geografías. Tampoco emigran a otros lugares en busca de oportunidades. Pero han hecho más cómoda la vida al resto del mundo sin salir de su archipiélago: sus productos habitan en nuestras casas, se pasean por nuestras carreteras y las obsesiones electrónicas de sus chicos también son las de los nuestros. Una invasión en toda regla sin disparar un tiro. A diferencia de otras potencias globales, Japón señala el camino de cómo ejercer el poder sin amenazar a nadie: un ejercicio ejemplar de alteridad que bien podrían imitar otras naciones. Es raro, por tanto, que en el mundo no se hable tanto o más japonés que inglés americano. Excepto por su tecnología y el andamiaje económico exportador beneficioso para el país, los japoneses prefieren realizar su Ceremonia del Té no lejos de su tierra y observar in situ cómo los cerezos (sakura) alfombran los parques y jardines cuando arriba la primavera.
Desconsuela constatar, sin embargo, lo poco que conocen de los hispanohablantes en este lado del mundo. Para españoles o sudamericanos Japón representa tecnología, anime, kimonos, Toyota, pokémon, cultura, Sony, manga y también sake. América para un japonés es sólo un punto en el mapa absorbido por completo por la cultura estadounidense y la historia entre ambos compartida: Pearl Harbor, Hiroshima y Nagasaki; tecnología y robótica; Enola Gay, Hirohito y el general MacArthur, este último creador de su Constitución y sus leyes. Excepto la palabra “salsa” –y, en ciertas circunstancias, el flamenco–, junto a los clichés sobre la informalidad latina, para ellos España e Hispanoamérica es un mundo aún por descubrir.
5.
En época de tifones el Monte Fuji apenas deja ver su emblemático perfil. Desde su cono el mundo se observa oscuro e incompleto: las planicies de Kanto (donde se asienta la ciudad de Tokio) y las costas del Pacífico, al este, son fragmentos dispersos entre nubes. El Fujiyama (o, más propiamente, Fuji san) es la topografía más elevada de Japón. Con sólo 3.776 metros de altitud no exige mucho esfuerzo coronar su cumbre. El trayecto es cómodo y, a buen paso, en 6 horas se acaba la montaña. No es necesario equipo especial; un jersey o una cazadora debería ser suficiente; pero pasar la noche aquí arriba demanda vestimenta alpina incluso en el estío.
El ascenso hasta la cima empieza en la estación número 5, un bus lleva directo hasta allí. Los más expertos y peregrinos inician el trayecto desde la estación número 1, al pie de este volcán. Es en la número 6, no obstante, donde la montaña sagrada de los japoneses comienza a manifestar su cono casi perfecto.
El camino más largo, usado por conocedores y montañistas, es el modo efectivo para evadir a los turistas de verano que inundan las islas japonesas desde Hokkaido hasta Okinawa. Este camino lleva más tiempo –7 u 8 horas–, pero tiene su magia: el verde intenso con su fondo de tierra negra volcánica y el particular silencio de su bosque. Los árboles removidos por terremotos recientes exhiben sus raíces. El paisaje fantasmal de neblina, ramaje caído y cuevas volcánicas agotan los adjetivos de belleza. Pero para observar en época de tifones el imponente paisaje desde o hacia el Monte Fuji más vale comprarse una postal.
6.
Encuentro con Yumio en un izakaya (bar) del bullicioso distrito after five de asalariados de Tokio: Nakano.
Yumio es traductor literario español-japonés. Afirma, empero, que en la literatura en nuestra lengua se considera un ignorante. Pero ha traducido a Octavio Paz y otros autores hispanoamericanos al japonés. De modo que tal afirmación podría interpretarse como una expresión de humildad; una manera de decir a su interlocutor que, no obstante haber traducido a un Premio Nobel de Literatura, él sigue sintiéndose un novicio de nuestro idioma.
Su declaración de ignorancia no parece una pose, se intuye sincera. Luego del tercer sake, sin embargo, su conversación se vuelve más fluida y específica. Entonces se hace evidente que, en relación a literatura en español, Yumio practica formas enigmáticas de modestia. Así, en vez de decir que ha leído la obra completa de mengano, elige una frase ejemplar: “Me hubiese gustado haber leído mejor tal libro de fulano” e indica una línea en particular que le preocupa de su versión al japonés. Con esto Yumio ha querido enviar una señal de que la conversación debe mantenerse en los límites marcados por la humildad; de que incluso la pedantería requiere de un poco de honradez y contención. Yumio ya ha dejado claro que sabe de lo que habla cuando de literatura en español se trata.
7.
Las clases de japonés no son tan efectivas para aprender japonés. Hay algo en ellas lejano al idioma real del país. En las grandes ciudades, Tokio, Yokohama, Osaka, incluso en la conservadora y sosegada Kioto, la gente se expresa con un tono distinto al del aula de clase; de hecho, parecen idiomas distintos. En la campiña, por su parte, es donde el idioma japonés revela las virtudes del susurro y la circunspección. Y en el metro o en los espacios urbanos compartidos de las grandes ciudades se valoran el silencio y la mesura en la conversación. El desparpajo y el bullicio quedan para los lugares de ocio del Tokio nocturno; aun así, los decibeles de estos lugares se acercan más al murmullo que a los estándares de ruido de otros países asiáticos o latinoamericanos.
Watanabe sensei, profesora de japonés. Tan esmerada en educar a sus pupilos en la rectitud de la lengua de Mishima. Olvida a menudo que no se trata de mantener charla protocolar con el emperador de su país (2), sino de tararear los saludos habituales para alardear entre amistades de una cultura superior; que resulta suficiente un Watashi wa fulano de tal desu (Soy fulano de tal) y poco más. O, por caso, una vez en Tokio, balbucear en emergencias: Onaka ga itai desu (Me duele la barriga) o Atama ga itai desu (Me duele la cabeza). O aprender el matiz requerido –en sonidos y gestos– de las distintas formas de disculparse sin que medie razón alguna o por mera cortesía que se observa en este idioma.
Watanabe sensei explica a la clase que “moya” (mo y ya: sonidos propios del alfabeto silábico japonés) significa “neblina”, pero repetido dos veces, “moya-moya”, adquiere un temible sentido figurado: de alguien/algo oscuro, poco claro, misterioso, fluctuante; alguien del que mejor vendría no fiarse. Si preguntan mi nombre, sugiere no decirlo dos veces.
Watanabe sensei nació y fue educada inmediatamente después de la guerra y, acaso por eso, su japonés muestra la sintaxis y el vocabulario arcaico propios de la Era Meiji: seco, pausado; no el de las calles de hoy: cantábile, agramatical, friki por momentos. Su empeño en enseñar un japonés purista –muy distinto al de las aceras– es una mina de conocimiento filológico, pero poco útil para los aprendices. Watanabe sensei, rigurosa en la pronunciación, tiene al mismo tiempo un peculiar sentido del humor: alecciona a sus discípulos sobre ciertos trucos para sobrevivir en caso de apuros. “Moya san –señala–, cuando no entienda nada, debe decir: Hai, wakarimashita! (¡Sí, entendido!), haga una cortés inclinación y disimule hasta donde pueda”. La Watanabe sensei espera que todos sonrían con lo que parece ser un chiste elegante para reuniones formales o cenas con frac como las que, con fina ironía, Mishima retrata en sus novelas.
8.
Inexcusable pasar por alto los temas de conversación con Satoshi y Yumiko en la parte vieja del puerto de Yokohama. El film Lost in Translation de Sofia Coppola (3) es la referencia para reflexionar acerca de los clichés que existen en Occidente sobre la cultura japonesa contemporánea.
Al contrario de los europeos en su búsqueda permanente del bronceado ideal, en las últimas décadas una de las principales obsesiones de los asiáticos –asegura Satoshi– es conseguir un buen blanqueado de piel. De allí que las mujeres de piel menos blanca se han transformado en uno de los mercados más lucrativos para las firmas de cosméticos y cremas blanqueadoras. En Japón, China y alrededores, mujeres y hombres gastan miles de millones de dólares para adquirir un color de piel más caucásico. Como la protagonista de Lost in Translation, Scarlett Johansson, por ejemplo. Pero para Yumiko la película no trata sobre la contracultura urbana japonesa o sobre el posicionamiento de un producto de belleza en el mercado, sino de un romance americano muy a la japonesa; es decir, sin sexo.
En el mundo occidental, donde los movimientos migratorios se han convertido en un grave problema no sólo político sino también cultural –pregunto a Yumiko–, ¿existen problemas en la sociedad nipona en relación a la cultura foránea o la inmigración?
Yumiko: Mantenemos una relación en cierta forma ambigua con los extranjeros: adoptamos y adaptamos con frenesí ciertas modas procedentes de más allá de nuestras fronteras, sentimos curiosidad por ese mundo allende el mar; pero al mismo tiempo, cuando estamos con ellos, nos comportamos de forma muy japonesa…
¿De forma muy japonesa?, pregunto.
Yumiko: En el trato, por ejemplo. Puede llevar meses o años para que personas de otras culturas puedan acceder a un trato más personal. Casi todas mis amigas japonesas en los Estados Unidos se han casado con japoneses, esto me parece un hecho revelador.
Satoshi: Somos conscientes de que la diferencia cultural es un problema difícil de abordar en esta sociedad. Pero, por otra parte, que alguien se ponga a estudiar nuestro idioma nos llena de orgullo, y le apoyamos con entusiasmo para que lo aprenda. Nos gusta escuchar nuestra lengua en personas que han hecho de nuestra cultura también la suya… Porque si para un japonés no resulta sencillo ser japonés…, para un extranjero no puedo imaginar lo difícil que puede resultar.
La conversación da un giro. Un tópico tabú se suma al diálogo de esta tarde de agosto con apenas canícula: la II Guerra Mundial y posterior bombardeo atómico, a propósito de una exposición histórica y fotográfica al lado de la estación de trenes de Yokohama.
Yumiko: Las nuevas generaciones no están peleadas con ese pasado: no hay cultura exterior más influyente en Japón que la norteamericana…
Señalo un dato historiográfico: algunos estudiosos afirman que la bomba atómica podría haberse evitado. Según estas hipótesis, los norteamericanos se vieron obligados a lanzarla para advertir a los soviéticos (que estaban en las costas de Manchuria preparando la invasión del norte de Japón) que no se pasaran de la raya. De no haber sido así, afirman, los soviéticos hubiesen dividido Japón como lo hicieron con Alemania: hoy habría dos Japones como, de hecho, existen dos Coreas y más de una China.
Satoshi: Sin duda no es un tema que se preste para entablar conversación divertida en una reunión social o entre colegas extranjeros: ¡no todo el mundo tiene el honor de haber experimentado una bomba atómica en sus genes!, dice Satoshi entre irónico y provocador.
La presencia americana no es algo que en este país se pueda pasar por alto. Se hace sentir, sobre todo en el verano, cuando los norteamericanos aprovechan para hacer turismo masivo por todo el archipiélago. Se sabe, por ejemplo, que hay un porcentaje importante de ciudadanos a quienes parece que democracia no es democracia si está siendo vigilado desde las 23 bases militares norteamericanas dispersas por la geografía nipona; que la Constitución japonesa –producto del pensamiento del general MacArthur– sólo pueda modificarse con el visto bueno de Washington.
Yumiko: Si algo bueno tiene esa Constitución es la igualdad de derechos de la mujer; antes de eso no existía nada. Algunos quieren eliminar de la Constitución el artículo 9 [que prohíbe a Japón cualquier acto de guerra]. Precisamente el artículo que ha salvaguardado a este país de otro conflicto. Veo difícil que pueda ser eliminado. Pero el simple hecho de que se hable de ello ya es preocupante.
Satoshi: En caso de problemas, el Gobierno japonés se atendrá a lo que diga Washington: si alguna vez quiere Estados Unidos guerra con China, Japón será la excusa para empezarla. Nuestro presupuesto militar está entre los cuatro más altos del mundo. Y ahora que tenemos un Gobierno más belicoso (4), hemos empezado a ver a los chinos como enemigos. Ellos nunca nos invadieron; nosotros a ellos, unas cuantas veces.
Expongo a Satoshi y Yumiko el siguiente dato: a los asesores económicos del emperador de la época no les ajustaban las cuentas entre topografía y densidad demográfica; esto es, entre hectárea cuadrada de arroz en terreno fértil y tasa de crecimiento poblacional. De allí que veían como lógico buscar espacio vital en su hogar ancestral, China.
Satoshi: Ironías de la Historia: a principios del siglo xx y hasta la II Guerra Mundial, los estadounidenses decían proteger a China del imperialismo japonés. Ahora, a principios del siglo xxi, dicen defender a Japón del imperialismo chino.
9.
Los días en Kioto transcurren en calma, entre reverencias y saludos a conocidos y extraños; entre el silencio de la gente al caminar y la algarabía de las tribus juveniles u otakus (apelativo en japonés para frikies o fanáticos extremos de lo que sea) o kogales (tribu local de it girl fanáticas del maquillaje), que han hecho del animé o el manga su modo más auténtico de ser nipones. Quien no esté acostumbrado al ojigi notará la fatiga de espalda que, luego de reiteradas inclinaciones con mochila al hombro, se niega a más cortesías y ceremonias… en tanto, las elegantes jovencitas de Kioto, con su kimono y celular, inspiran frenéticos clics en los fotógrafos.
Cada una de las urbes de este país tiene sus señas peculiares dignas de admirar; pero Kioto siempre ha sido la joya de la corona. Por Kioto no pasó el huracán militar americano, a pesar de que estaba en la lista de objetivos nucleares. El sentimentalismo la salvó: el Secretario de Guerra norteamericano, Henry Stimson, enamorado de la ciudad donde pasó su luna de miel, se negó a autorizar bombardeos incluso con armamento convencional. Acaso la única historia de amor en un país para entonces devastado y con cientos de miles de cadáveres que nunca tendrían un funeral.
10.
Segunda cita con Yumio en una esquina del cruce peatonal múltiple más famoso del mundo, Shibuya: cada veinticuatro horas transita por sus pasos de cebra –según estadísticas locales– un cuarto de millón de personas. La conversación con Yumio gira en torno a la literatura y la traducción. He aquí sus intervenciones, dignas de ser resumidas y leídas con atención.
A diferencia de Occidente, donde los padres fundadores de la literatura son hombres, el Cervantes (el Shakespeare, el Goethe) de Japón es una mujer: la escritora Shikibu Murasaki. Su Historia de Genji se conoce como la primera novela psicológica de la literatura universal, muchos siglos antes de que tal condición le fuera atribuida a la obra de Dostoievski. Luego el poeta Matsuo Bashō y los novelistas Kenzaburo Ōe y Haruki Murakami, “que son particulares y al mismo tiempo universales”. Pero el gran fenómeno literario contemporáneo, asegura Yumio, “son sus excelentes escritores de cómics; toda una industria que mueve miles de millones de yenes al año”.
La literatura que se lee en Japón, aparte de la propia, es la asiática y la europea; la hispanoamericana es poco frecuentada. Naturalmente, Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges y Pablo Neruda hace tiempo que han sido despojados de su ser latinoamericano para integrar la literatura universal; son tres autores de nuestra cultura más cosmopolita conocidos en todo el mundo y, desde luego, en Japón. Pero un lector japonés promedio no sabría responder a qué país pertenecen los citados autores. La impresión de que por ser María Kodama nipona de origen, el autor de El Aleph, Jorge Luis Borges, es bien conocido por estos pagos es errada.
Curiosamente, no es un autor sino una novela la que se mantiene en el top de ventas de literatura extranjera: 百年の孤独 (Hyaku nen no kodoku), es decir, Cien años de soledad. Fue traducida al japonés como Soledad de cien años, pues verter el título en su forma original (aunque es posible) hubiese hecho variar de modo leve su configuración semántica y, además, “no sonaba literario”. “De haber sido traducida literalmente como Cien años de soledad –afirma Yumio–, quizá no se habrían vendido los cerca de 20 mil ejemplares por año hasta la fecha” (sic).
11.
Para los vecinos asiáticos invadidos por Japón en la búsqueda de su propio Lebensraum, sin embargo, tanto ojigi y excesiva urbanidad nunca serán suficientes: la barbarie cometida por las tropas del Emperador Hirohito y sus comandantes superan a las que por orden de Adolf Hitler cometieron las huestes alemanas en Europa. Si se suman a esta cuenta de atrocidades y asesinatos masivos cometidos por las tropas japonesas en la invasión de Manchuria pocos años antes de la II Guerra Mundial, los cómputos de los historiadores disparan la cifra de cadáveres de modo considerable. Ni uno solo de tales recuentos es menor a siete cifras.
Curiosamente, la historia del siglo xx desde el punto de vista asiático contiene importantes matices respecto al punto de vista occidental: para algunos expertos de esta parte del mundo la II Guerra Mundial empezó a fraguarse con la toma japonesa de Manchuria (1931); aunque para otros, con la invasión japonesa de las praderas desérticas de Mongolia (1936) y no con el Blitzkrieg de Hitler sobre Polonia (1939). Aunque esta comenzó –como toda guerra– mucho antes de la fecha en la que fue declarada.
Las guerras japonesas de la primera mitad del siglo xx fueron de expansión. Lo que permite deducir que el concepto de Lebensraum –o “Espacio vital”– fue, en la práctica, una idea de los planificadores económicos japoneses (5) y no de los ideólogos nazis. Aunque mucho antes que los alemanes la pusieran en práctica, como idea ya circulaba en muchos círculos científicos e intelectuales de Inglaterra, Francia y los países escandinavos. El aporte alemán fue, en todo caso, la sofisticación filosófica del concepto y su aplicación militar-industrial. La razón práctica japonesa –descontada la idea de su superioridad racial frente a otras civilizaciones de la región– era cerrar la brecha estadística entre crecimiento poblacional y escaso territorio insular para aumentar la cosecha per cápita de arroz (6). No se trataba de proyecciones a futuro, pues el futuro se observaba aún peor: en ese momento la hectárea cuadrada de terreno fértil, la topografía y la densidad demográfica arrojaban cifras enfrentadas e insostenibles. Así, para los planificadores japoneses la existencia del emperador no dependía de su infalibilidad divina sino de unas cuantas fanegas de arroz y del espacio físico imprescindible para producirlas. No encontrarlo, pensaban, provocaría hambrunas, graves problemas sociales y políticos y, en consecuencia, la caída del imperio (7). El Lebensraum no fue, como puede deducirse, un invento exclusivo de los ideólogos nazis o de los chauvinistas franceses o británicos. En tiempos de segregación de civilizaciones mediante la doctrina de superioridad racial –sometimiento de los pueblos asiáticos en la zona de influencia japonesa o no arios en la Europa prehitleriana–, el despojo territorial a través de las guerras de exterminio formaba parte de las estrategias de expansión y conquista ligadas a la lógica del proceso histórico. Dicho de otro modo: la idea del Lebensraum –con limpieza étnica como concepto ejecutor de probada efectividad– podía entenderse como una consecuencia implícita del devenir natural y no como genocidio o asunto cuya ética política pudiera estar en cuestión: no era la primera vez que sucedía –ni luego de ello iba a dejar de suceder–. Esta vez la diferencia radicaba en la escala, las herramientas y formas de managment adquiridas del capitalismo industrial para hacer más efectiva y a gran escala la liquidación de grupos raciales distintos y de sus posibles herederos históricos.
12.
El ascenso a la cima del monte Fuji ha empezado a manifestarse. Pesares de resfrío, diarrea, dolor de cabeza y garganta comienzan a malograr mis últimos días en Japón. El propietario del hotel viene en mi ayuda. Su inglés es enigmático. Sin ningún otro esperanto a mano el japonés es lo único que nos queda. Capto una frase por allí, una palabra extraña por allá; los verbos compuestos de Watanabe sensei se me descomponen en la lengua. En la chuleta viajera tengo kanjis para usar en caso de emergencia. Le enseño el kanji correspondiente a “enfermo” (病気) que la Watanabe sensei me obligó escribir a mano… ambos kanjis parecen una minka (casa tradicional japonesa) conviviendo juntas y en perfecta armonía al lado de una pagoda china. Hace un gesto de desconcierto. Un kanji mal escrito puede significar cualquier cosa. Mi cabeza da mil vueltas; existe peligro real de arcadas y vómitos. ¿Habré escrito me siento “estúpido” (馬鹿), en vez de me siento “enfermo”? A un novato todos los ideogramas se le parecen… los mismos nipones a menudo escriben mal, se les olvida o confunden unos kanjis con otros. Al final, lo único que ambos entendemos es que no nos entendemos. Mi anfitrión se preocupa; mi mal aspecto lo empieza a inquietar. Con la palma de la mano izquierda hace la seña internacional de esperar. Trae su móvil, me lo acerca: ¿Hello? ¿Hello?, digo. Nadie responde. Él insiste. Con frases entrecortadas alternadas con tos articulo algunas palabras. Una voz femenina electrónicamente pura irrumpe desde el móvil traduciendo mis congojas al idioma de los samuráis. Ahora que sabe de qué se trata, el hombre va deprisa a la farmacia, trae las pócimas indispensables y con una botella de agua en la mano espera calmar mis cuitas. Su nombre y apellido no lo olvido: Takahiro Yamaguchi, probablemente el ser humano más generoso del planeta.
NOTAS
- Vestidos de noche, Yukio Mishima. Alianza Editorial, Madrid 2014. p. 32.
- En sus novelas, Yukio Mishima, descendiente de castas legendarias de samurái (en las cuales la pureza del idioma y las costumbres ancestrales eran de enorme valor cultural, familiar y personal), se hace eco irónico de este tipo de japonés hablado por extranjeros que eleva la perfección hasta el ridículo y que, según él, resultaba molesto. He aquí, dos ejemplos:
-“Hablamos de muchas cosas, él en un japonés aséptico, tan fluido que parecía una máquina demasiado bien engrasada”.
Una vida en venta, Yukio Mishima. Alianza Editorial, Madrid 2018, p.57:
-“El dominio de la lengua japonesa que mostraba la anfitriona [inglesa de origen] era admirable; incluso, notable en exceso”.
Vestidos de noche, Yukio Mishima. Alianza Editorial, Madrid 2014. p. 35.
3. Lost in Translation, Sofia Coppola, directora; Bill Murray y Scarlett Johansson, protagonistas. USA-Japón, 2003.
4.
5. Del Partido Liberal Democrático de Japón (de rasgo conservador) liderado por el Primer Ministro Shinzō Abe.
6. Esfera de Coprosperidad de la Gran Asia Oriental fue la terminología usada por los japoneses, más acorde, sin duda, al lenguaje de las relaciones internacionales que el de Lebensraum, pero cuyo sentido y objetivos eran similares.
“There were, however, more prosaic reasons pushing in favour of national desperation. Japan could not feed herself. In 1868, with a population of 32 million, consuming each year an average of just under 4 bushels of rice a head, Japan got by with 6 million acres under cultivation, each yielding 20 bushels. By 1940, with prodigious effort and skill, she had pushed up the yield per acre to 40 bushels, and by taking in every inch of marginal land had increased the area under rice to 8 million acres. But in the meantime average consumption had risen to 5| bushels a year – not a great deal – and the population to 73 million, so Japan was short of 65 million bushels of rice a year. Agricultural productivity had already levelled off in the early 1920s and there then was no way of raising it further. So between the pre-war period 1910-14, and the end of the 1920s, rice imports tripled. 32 These had to be paid for by Japan’s predominantly textile exports, already meeting cut-throat competition and tariffs”.
Modern Times: A History of the World from the 1920s to the 1980s, Paul Johnson. Perennial Library, Harper & Row, Publisher 1985, p. 188.
7. Esta inercia viciosa de una economía disfuncional no preparada para el reto de la industrialización y con fuertes movimientos de protesta contra la burguesía fue lo que, en parte, originó la caída de los imperios europeos de principios de siglo xx.
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