Por JORGE GÓMEZ JIMÉNEZ
Los platos del diablo no es otra cosa que una tragedia. Y no solo porque sus protagonistas salgan destruidos del vórtice infeliz que los une. La tragedia de Ricardo Azolar no estriba únicamente en que el éxito le es esquivo, sino que además tiene que ver ese éxito representado en toda su gloria en la persona de su amigo Daniel Valencia, el tipo al que todo le sale bien y ni siquiera parece esforzarse. Quizás por eso, en un arranque inexplicable, en el momento de su condena pública Azolar hará con la mano la «v» de la victoria, para advertir de inmediato que es también la «v» de Valencia.
Así lo define Eduardo Liendo en una de las primeras páginas de esta pequeña obra maestra: «Ricardo Azolar, que tanto había admirado los personajes de ficción bien diseñados, terminaba por ser él mismo un grotesco personaje de la realidad. Podía reconocer lo irónico de su existencia; la vitalidad dramática que no pudo lograr en sus escritos surgía de las circunstancias de su vida como un fuerte veneno destilado».
Azolar es un dedicado lector, pero como escritor es apenas alguien que, como dice el narrador en tercera persona de Los platos del diablo, produce libros que no son mediocres, sino simplemente prescindibles. Los escribe con pasión, con ganas, esperando que sus copiosas lecturas le den el piso sólido que sabe que debe tener la buena literatura; de alguna manera termina publicándolos, pero por ningún lado aparecen los elogios o los reconocimientos.
Cada uno de sus libros tiene la mejor de las intenciones, pero todos carecen de ese algo inexplicable que es el toque del genio. La conciencia de la propia nulidad quiebra así el espíritu de Azolar y termina convirtiéndolo, en ese orden y como consecuencia de sus erráticas decisiones tanto literarias como humanas, en un asesino, un escritor respetado y un hombre caído en la peor de las desgracias.
Ante su imposibilidad de producir una obra mayúscula, Azolar, quien reconoce que «no tiene ese genio», emprende una labor creadora de otra índole: hacer que la novela de Valencia sea suya o, como dice el narrador, convertir sus páginas en parte inseparable de su mente, poseerlas de un modo sensorial. Así describe Liendo el proceso: «Descifró metáforas, verificó datos ignorados, aprendió fragmentos, descubrió calidades de estilo. Y solo después de esta ardua identificación con el texto inició la transcripción en su propia máquina».
Siempre he creído que el gran tema de Los platos del diablo es ese misterio del genio. ¿En qué consiste? Todos los manuales nos dicen que escribir bien es un efecto derivado de leer mucho y de observar mucho, pero esa receta de lectura y observación, lo sabemos, no es garantía de que el autor reciba de sus intentos el reconocimiento de público y crítica.
Los platos del diablo fue publicado originalmente en 1985 y una reedición reciente le ha asegurado nuevos lectores. Es una obra redonda, sin desperdicio, que hila uno tras otro los acontecimientos que llevarán hasta su desenlace, y que abreva de la novela negra para delinear el terrible conflicto que encierra su argumento y que bastaría para darle a Eduardo Liendo no solo el merecido lugar de honor que ya tiene en las letras venezolanas, sino también el título de maestro.