Por COLETTE CAPRILES
Bolívar Films es tal vez el dueño del testimonio: a contraluz, sobre el damero irritantemente blanco que forma la pared más visible del íntimo anfiteatro en el que hormiguea el Congreso Nacional, se destaca iracunda, o quizás emocionada, la silueta de Rómulo Betancourt, cruzado por el tricolor y vagamente rodeado de otros fluxes negros y brillantes. Blandiendo cuartillas que bien podrían haber sido vírgenes, porque su elocuencia se desborda, Rómulo le habla al pueblo. Estamos en 1958 y cobijados por el Pacto de Punto Fijo. La voz gangosa, la voz primordial, anuncia a través del zumbido de un sonido en directo la firme intención de acabar con “el nuevorriquismo y el rastacuerismo” y la suntuosidad y ostentación de las obras públicas. Anuncia, tribuno emocionado, una “empresa moralizadora” contra el gran espejismo de la dictadura: el de la riqueza.
Cuando un presidente dice así las cosas en su primer discurso oficial, es porque todo el mundo sabe de qué se está hablando y a quién va dirigido lo que se dice. No es cualquier riqueza la que es objeto de estas promesas, sino una que parece ser más inmoral o fea que las otras: la nueva, la súbita, la petrolera, la perezjimenista, la echona, la malhabida, la repentina, la de la vaca sagrada, la pistolera, la tropical, la poderosa. Los ricos viejos podían aplaudir plácidamente y hasta con añoranzas espartanas este discurso, y aunque en sus pechos envueltos en paltó-levitas sentían tal vez la débil llama de una inquietud, se tranquilizaban pensando en sus fortunas de abolengo, cuyos escándalos reposaban bien lejos de la memoria, en el pasado colonial, en truculencias guzmancistas o en besamanos gomeros.
Pero, claro, el interlocutor de Rómulo era otro. El pueblo. Un pueblo aún aturdido al que había que terminar de despertar recordándole que la libertad es para acabar con el libertinaje, y que la frugalidad pública tendrá que ser el signo supremo de un auténtico buen gobierno, así como la magnificencia faraónica es el signo de la corrupción babilónica.
El elogio de la pobreza
Betancourt era un experto en la economía política del excremento del diablo, lo que es como decir que era un experto en la fatal ambivalencia que el petróleo introdujo en esta tierra de gracia. El petróleo y la riqueza que podían salvarnos catapultándonos hacia el siglo XX; el petróleo y la riqueza que nos revelarían lo peor de nosotros mismos, motorizando las más bajas pasiones. Quizás fue el propio Betancourt unos de los artífices de esa ambivalencia: Una república en venta, un libro que publica en 1937 sobre el tema petrolero (1), muestra desde el título la idea de que la cosa pública y el bien común se pierden al intercambiarse por el dinero secretado por el petróleo.
Es como si en el fondo resonara la idea de que vendimos el alma al demonio: una lluvia de tesoros nos cubrió a cambio de despojarnos de nuestras virtudes republicanas. Así, la riqueza borra la prudencia, la templanza, la virilidad, la frugalidad, el carácter, la entrega a la patria; nos subvierte, nos pervierte, nos corrompe, dejamos de ser humildes. Sobre todo, dejamos de ser íntegros: nos des-integramos. La pérdida de nuestra inocencia es el precio que tenemos que pagar por ser modernos.
La riqueza sería pues el origen de todos nuestros males, que son males morales, porque provienen de la desestructuración de un espíritu republicano y bien temperado que como una profunda y movediza placa tectónica, vertebra la cultura de este país. Insisto: la riqueza es imaginada como súbita, aleatoria y por lo tanto inmerecida, pero al mismo tiempo y por efecto de su origen geológico, subterráneo y profundo, es también imaginada como necesaria y natural, como un componente congénito de la nacionalidad. El horizonte nuestro es así, bipolar y maniqueo: oscila entre las montañas, las cordilleras de un inevitable billete perverso y la añoranza de una pobreza virtuosa.
Uno puede olfatear en este imaginario un aroma mixto, un olor sincrético que proviene de tradiciones culturales distintas pero amalgamables. La del republicanismo antiguo, con su elogio de la virtud cívica en el que el interés privado se inclina ante la fuerza hercúlea de la vida pública (2). Se trata de esa tradición heroica que contribuyó a diseñar a los protagonistas de la emancipación y de la construcción de esta república como apóstoles sacrificados por la Patria, que lo entregaron todo, literalmente, por Ella. Bolívar remontando el Magdalena en la más absoluta miseria; Urdaneta muriendo en París arruinado; Sucre asesinado sin poder cumplir con su anhelo de un culposo retiro a la vida privada; héroes que mendigaban en la Catedral a mediados del siglo pasado recordando sus hazañas y esperando pensiones que un país arruinado no podía pagarles.
Tradición republicana que se imbrica con el valor cristiano de la pobreza como imitación de Cristo contribuyendo así a formar nuestra religión laica, la de nuestros próceres. Uno no puede imaginar a unos jerarcas millonarios y opulentos como jefes de la arrojada gesta de la Independencia: los imagina impolutos, bajo el signo de la renuncia a los bienes terrenales, desprendiéndose del manto militar para cubrir a una madre con su hijo en la travesía de los Andes, o repartiendo sus posesiones entre sus negros libertos, o vendiendo sus haciendas para intercambiarlas por bayonetas, o comiendo la misma carne magra que sus llaneros mientras predicaban el evangelio de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad.
Pero además, como en Venezuela salen fantasmas, el del marxismo también apareció y llegó a encarnarse sólidamente mucho antes que los años 60 nos lo demostraran. El leninismo del partido del pueblo no es sino su evidencia más prominente, y no es un mero rasgo paleontológico: mucho del rigorismo de los primeros adecos y comunistas permitió la propagación de un género de moralismo que proclama la maldad del dinero —no sólo la de los ricos— y sus perversiones. Un moralismo, por cierto, que no está contenido en los anhelos de objetividad del marxismo, sino que parece tributario de una suerte de romanticismo que el llamado joven Marx mismo padece, como cuando escribe, en los Manuscritos económicos-filosóficos: “El dinero actúa, pues, en contra del individuo y de los vínculos sociales, etc., que dicen ser esenciales. Transforma la lealtad en deslealtad, el amor en odio y el odio en amor, la virtud en vicio y el vicio en virtud, al siervo en señor y al señor en siervo, la estupidez en talento y el talento en estupidez (3).
Geografía de las apetencias
Mientras se forjaba todo este imaginario paisaje del elogio de la pobreza, la ansiosa realidad de las pasiones le abría también profundas grietas, dibujadas incluso ya desde la creación (por no decir descubrimiento) del Nuevo Mundo. Me refiero a que estas Indias fueron desde su bautizo el territorio de las apetencias. Hidalgos empobrecidos rifaban su existencia por el oro que les permitiría lavar su honor y recuperar el lustre de su nombre. Ya es un lugar común mencionar esta concupiscencia de los peninsulares, pero el comentario de Blanco Fombona sigue siendo, dentro de ese afán genealógico que propone el origen de toda nuestra tragedia en aquel aciago encuentro de 1492, sonoro y cautivante:
En rigor, la hiperestesia de la rapiña era lo característico en ellos (los conquistadores); la rapiña, en sí, no: esta flaqueza ha tenido siempre su nido, en España y en América, a la sombra de las funciones públicas. Allí parece que tal abuso no merece nota de infame. Un profesor de sociología en la Universidad de Madrid, que a pesar de ser profesor universitario es hombre de positivo mérito, opina que el afán de lucro es una de las características temporales del español. Otro profesor, un profesor hispanoamericano, le descubre a su turno avidez adquisitiva y prodigalidad, “avidez de adquirir e incapacidad de retener” (4).
Inútil recordar la imaginería de El Dorado, Manoa, el reino de los Omaguas, o las muy reales exacciones que llevaron a la península a la más increíble inflación y obligó a reconstituir el pensamiento económico occidental ante la absurda evidencia de que el interminable flujo de oro de las Indias sólo causaba escasez y miseria. El caso es que el orden de lo fantástico y el de la realidad conspiraron para cincelar en el alma americana —más precisamente, latinoamericana— la convicción de que en lo hondo de nuestra identidad está la felicidad de una riqueza infinita, esperando tan sólo a ser administrada o distribuida por una mano justiciera, y que al mismo tiempo, los poderes demoníacos de esa riqueza nos perseguirán para siempre, haciendo imposible esa felicidad.
Pobres pero honrados
Porque la verdad es que pobres siempre fuimos. La marejada de petróleo, de hecho recientísima, ha enmascarado esa experiencia y hace que las palabras de Betancourt parezcan jeroglíficos de una moralina incomprensible. Quizás el único momento de una relativa prosperidad fue al final del siglo XVIII, cuando el contrabando permitió que el cacao fluyera más allá de las cuotas impuestas por la Compañía Guipuzcoana. Y corto fue ese momento: las independencias devoraron las fortunas como el terremoto del 12 devastó las casonas. Augusto Mijares (5) cita un texto de Antonio Leocadio Guzmán que radiografía las pobrezas de la emancipación:
La mayor parte de los hacendados no tienen ni un paje que les sirva, ni otra cocinera que la de los peones, ni otro vestido que el de lienzo y listado, ni usan sino alpargatas y sombreros de palma…; puede que en todas nuestras haciendas no se pudieran reunir diez cajas de vino, no se encontrara un jamón, ni se mata al año un pavo, ni gallinas sino en caso de enfermedades.
Parece entonces que la riqueza depende de la suerte, por lo general política, y muestra siempre su cara fortuita y azarosa. Siempre puede haber un golpe de fortuna que nos redima. Entonces, al lado del elogio de la pobreza fructifica la íntima esperanza de la morocota providencial, de la oportunidad del negocito, que nos articule por fin con nuestra verdadera naturaleza que es la de propietarios y usufructuarios de la incalculable riqueza de nuestra tierra.
Pero, nuevamente, es esa una riqueza que corrompe, que pudre. Es el caso arquetípico de Guzmán Blanco, que obró como dice María Elena González Delucca (6), cual “milagrero” al recolectar una fortuna personal descomunal en medio de la miseria generalizada de un país embrionario, y cuya divisa, que podría resumirse como sugiere González Delucca en “el progreso de mi país es mi progreso”, es un homenaje a aquella primera y genuina naturaleza. Guzmán Blanco es una especie de entrepreneur que distribuye bienes públicos mientras se reserva su porción, y al lado de su codicia hay que colocar un nada despreciable listado de reformas e iniciativas de modernización económica e institucional. Emblemático y casi profético resulta el guzmanato: pagamos, y bien caro, por ser modernos. O somos pobres o somos honrados.
Una mano bien visible reemplaza al mercado en esta lógica de la redistribución que rige nuestra relación con la riqueza. La mano santa, la mano sangrienta, la mano del caudillo o la del salvador de la patria. La mano que hace fluir el chorro petrolero y lo convierte en inmenso delta benefactor. Es así como la pobreza es como una sequía, como una sed, como una negatividad absoluta que sólo puede romperse a través de la voluntad mágica de un Buen Gobierno que reparta lo que a cada quien le corresponde por hollar este suelo henchido de bendiciones.
Lo que sobra y lo que falta
En este círculo vicioso se mueve, pues, esta cultura nuestra: oro infinito, represado por la “corrupción”, es decir, por la mala suerte de los apetitos insaciables de quienes tendrían que ser sus guardianes. Cada venezolano se ve a sí mismo como perennemente pobre en virtud de esa infinitud, de aquella masa incalculable, es decir inimaginable, de oro milagroso que nunca adquiere materialidad y nunca sale del campo del imaginario.
Y al mismo tiempo nadie puede considerarse pobre, sino traicionado, mientras se crea dueño de una herencia que no le llega. Una herencia que comparte con veinte millones: un patrimonio. Y así aparece también otra nota de nuestra moral del dinero: la riqueza aparece como un igualador social, como un atributo que puede colectivizarse, exactamente al revés de aquel espíritu protestante del Norte, en el que la riqueza es por definición la medida del esfuerzo de cada uno y es por lo tanto la marca de individuación, de diferenciación del yo. Por aquí, en cambio, anhelamos un yo colectivo que ahogue las diferencias, especialmente las de fortuna.
Es juego diabólico. No hay manera de saber qué es lo imprescindible. No hay manera de saber qué es lo justo. El infinito no es divisible. Será por eso que no tenemos una verdadera clase media. O mejor dicho, una verdadera cultura clase-media. Lo nuestro es un todo o nada. Una plenitud o un vacío. Perdimos la posibilidad de un justo medio, es decir, de una relación razonable con la realidad que haga depender la riqueza de alguna voluntad de acumulación y no del azar de una redistribución impredecible.
Pobreza, pobreza crítica, pobreza atroz, pobreza relativa. Los técnicos de la demografía intentan clasificaciones con toda clase de adjetivos. A la vista está el repertorio de la pobreza, porque ella es justamente aquello que no se puede ocultar: ahí están los niños de la calle, ahí están los exhaustos pacientes de un hospital público, ahí están los laberintos de los barrios. Se habla de “necesidades básicas insatisfechas”—y no es sólo un eufemismo, sino el resultado de la loable intención de describir y categorizar, es decir, de saber— como si fuera posible determinar cuáles son, de verdad, las necesidades humanas y cuáles sus niveles aceptables (¿por quién?) de satisfacción.
Necesidad se opone a lujo. El mundo de lo imprescindible se opone al de los deseos. Pero se confunde con él. Castro Leiva (7) cita al Adam Smith de La riqueza de las naciones para introducir un criterio que ordena este deslinde entre lo necesario y lo superfluo, y que se conservó entre nosotros hasta que los oropeles del petróleo nos lo ocultaron: la noción de decencia. Dice Smith:
Por necesidades entiendo no sólo los bienes indispensablemente necesarios para el mantenimiento de la vida, sino también aquellos que cualquier costumbre del país haga indecente el no tenerlos para gentes acreditadas, hasta para gentes de los estratos más bajos.
La decencia es un modo de entender la relación con la riqueza y la pobreza. Fue la manera nuestra de darle consistencia moral a una organización estamental que, aunque orientada sobre el eje de la posesión de bienes, no se limitaba sólo a éste.
En el mundo antiguo, es decir, de antes del petróleo, era imprescindible contar con una noción que mediara entre la virtud de la pobreza y la lujuria de la riqueza. Y no es otro el tema de la novela de Antonia Palacios, Ana Isabel, una niña decente (8), cuyo encanto es precisamente ocuparse de las sutilezas de un concepto moralmente denso y culturalmente significativo. Gente decente… Indecente es lo contrario de decente. ¿Será indecente Otilia? ¿Por qué serán siempre pobres los que no son decentes? Pero Ana Isabel no es rica. Su madre al menos no cesa de repetirle que es muy pobre y sin embargo, es gente decente. (…) La palma de la mano de Eusebio es blanca. Ana Isabel recuerda cómo temblaban sobre ella las metras de color. ¿Se estaría volviendo blanco? Pero, aunque así fuese, no podría nunca casarse con él…
—¡La sangre de los Alcántara no se mezclará nunca con sangre plebeya! Un escudo muy limpio tenemos —repite siempre el Doctor Alcántara—. Y no poseemos dinero: prueba de que no somos ladrones ni pillos…
Convendría reconstruir toda la constelación de sentidos asociada al concepto de “decencia”, pero sobre todo sería necesario reconstituir la distancia que nos separa de él. Toda la distancia que se instaló entre aquel mundo jerarquizado y el de la democracia oleaginosa de nuestros días. Mientras tanto, habría que seguir preguntándose cómo nuestra cultura ha elaborado la metamorfosis, o tal vez la pérdida, de ese concepto y cuáles son nuestros nuevos matices morales sobre la pobreza y la riqueza.
- María Sol Pérez Schael: Petróleo, cultura y poder en Venezuela, Caracas, Monteávila Editores, 1993, pp.
- En Ese Octubre nuestro de todos los días (Caracas, Fundación CELARG, 1996), Luis Castro Leiva ha sondeado las vicisitudes del republicanismo local y su relación con ciertas estructuras morales y políticas de nuestra cultura. A este irremplazable texto remito.
- Kari Marx y Friedrich Engels, Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Bogotá, Editorial Pluma, 1980. Título original: Werke, Berlín, Dietz Verlag, 1959, traducción de Daniel Zadunaisky.
- Rufino Blanco Fombona: El conquistador español del siglo XVI. Caracas, Monteávila Editores, 1993, Ia
- El último venezolano. Caracas, Monteávila Editores, 1991, p.79.
- “Los negocios de Guzmán Blanco”, en Inés Quintero (comp.): Antonio Guzmán Blanco y su época. Caracas, Monteávila Editores, 1994, pp. 103-132.
- “Insinuaciones deshonestas”, en Insinuaciones deshonestas: ensayos de historia intelectual, Caracas, Monteávila Editores, 1996, p. 157.
- Caracas, Monteávila Editores, 1969.
*El miedo al lujo. Colette Capriles. En Pobres por naturaleza. Coordinado por José Carvajal. Caracas, 1997, Litterae Editores.