Por ALEJANDRO MARTÍNEZ UBIEDA
Disclaimer
Es posible leer Los oyentes, la novela recién escrita por Antonio López Ortega, como quien escucha un disco habiendo estado antes en el estudio de grabación, habiendo presenciado los ensayos, las distintas tomas de cada instrumento, las conversaciones del bajista con el cantante mientras el baterista ensimismado abusa del poder de su instrumento y el guitarrista intenta infructuosamente afinar el suyo, observando el tono del encuentro de los músicos: desenfadado o tenso, trabajoso o iluminado. En tales casos, el libro se lee al tiempo que se escucha y esa lectura/grabación es un viaje sorprendente de recuerdos, imágenes y sonidos que tensa el alma.
Caracas 70
Lo que narra con maestría Antonio López Ortega en Los oyentes es, entre otras cosas, el retrato de un país en un tiempo determinado, la Venezuela de quienes nacieron al comienzo del único período de civilidad relativa que ha conocido este territorio de larga trayectoria autoritaria, cuando despunta la democracia y la nación se asoma al mundo apalancada en el petróleo, cuya bonanza permitió la aparición de una clase media en la que se hallaban tanto venezolanos de provincia venidos a la capital como familias extranjeras que huían de las guerras y la precariedad en Europa y el cono sur. Éramos, como nunca, parte del mundo, y si bien la bonanza material en cierta medida promovió en alguna juventud un matiz superfluo y banal —demasiado consumo fácil a la mano—, también facilitó a muchos plantearse, y eventualmente abordar, caminos de sensibilidad y conocimiento signados por una atmósfera cosmopolita. Londres estaba, para muchos, más cerca que Zaraza.
En ese país, entonces, lo rural pasa a segundo plano, y el mundo se abre lleno de posibilidades. Vivir la adolescencia en aquel momento era no tener límite en las aspiraciones. La angustia vital y juvenil de quien siente un vacío ante el futuro incierto: ¿Qué es la vida? ¿Tendré un futuro? ¿Seré ingeniero o poeta? ¿Estudiaré las estrellas o el inconsciente colectivo? ¿Estudiaré en Venezuela o en Europa? Esos eran todos caminos abiertos, claramente posibles, viables para una clase media en expansión, y están presentes en los personajes de esta novela, unidos por muchas cosas, pero de manera especial por una suerte de devoción por la música.
López Ortega deja ver acá su temprana vocación: quería ser un letrista de una banda de rock, pero no un letrista cualquiera, como aquellos que en la época promocionaban sin pudor sus simplezas en la escena local, sino uno como Pete Sinfield, que por entonces escribía poemas que Robert Fripp transformaba en misteriosas piezas, como en ese eje de la cultura pop titulado The Court of the Crimson King, tan central en la definición de las músicas que vendrían después. En gran medida, López Ortega muestra lo que era entonces su destino imaginado, su camino ideal: ser el letrista de un rock sinfónico ambicioso, denso y caraqueño, que llevara la conjunción de la música con la palabra a niveles insospechados. Así, esta novela es para López Ortega una confesión de lo que son, tal como plantea Abad Faciolince en su Traiciones de la memoria, los exfuturos: lo que en aquel momento el autor aspiró, comenzó a construir y vivir, pero que algún giro desvió abriendo otras puertas, de modo que lo que ayer ocupó todo su espacio vital hoy es un recuerdo amable, una pasión que encuentra un espacio en el presente del escritor que, sin ser letrista, tiene en la palabra su centro de gravedad. Pero el letrista que habría de ser ha quedado hoy en un exfuturo.
No hay música de fondo
Esta es una novela en la que no hay música de fondo, entendiéndose claramente, además, que tal cosa es un agravio o un género menor. Por el contrario, acá la música alimenta no sólo al narrador, sino a cada uno de los personajes, los inspira, los deprime, los exalta, los contrasta. De hecho, sus relaciones, sus amistades, tienen canciones, instrumentos, conciertos como correlato constante. López Ortega teje una historia a partir de lo que ha visto, lo que ha vivido, y muestra con mirada profunda cuanto de extraordinario hay en lo cotidiano de cada etapa de esas vidas vistas en retrospectiva. Juega con los personajes, recreando episodios e imaginando desenlaces, situaciones. En esa vida que describe, ubicada en los tempranos setentas, el ambiente ha sido alterado por el comienzo de la llamada “invasión británica” comandada por los Beatles y que, es sabido, impactó la estética y los modos del mundo, derribó prejuicios y maneras caducas con un aire de libertad antes insospechado. Así, ser joven, para entonces, traía consigo un paquete de irreverencias usualmente destinadas a demostrar que se era parte de una raza nueva, portadora de valores enfrentados a lo establecido y, lo más importante, identificada con una música que exploraba rítmica y melódicamente, que se hacía con guitarras eléctricas que no temían a Bach, que ponía la palabra como un elemento central, que podía pasar de la dulzura a la estridencia y que hurgaba en el inconsciente tanto como en la vida urbana: el rock progresivo.
Nuestros personajes, los de López Ortega, configuran una suerte de cofradía: son, inicialmente, compañeros de colegio que entrelazan sus aspiraciones y sus temores, sus incertidumbres y aprendizajes, sus descubrimientos de discos, libros y emociones, de sus cuerpos. Pero en esta historia, el disco no es un accesorio, y mucho menos un accidente: es un centro emocional que no sólo acompaña la vida, también la explica. Con frases, con melodías, la vida cobra una dimensión extraordinaria de permanentes descubrimientos y reafirmaciones. López Ortega revive esa música, ese tránsito vital que es también el suyo, y le pone letra. Así, las cavilaciones de esos adolescentes que poco a poco van mutando, acercándose a la juventud y luego a la adultez, reflejan sorprendentemente la realidad que cada uno de ellos vive y siente, pero el autor de hoy, testigo y protagonista de ayer, dota las angustias de palabra justa, a veces densa, a veces simple, siempre reveladora.
“Me digo que esto que hemos vivido, y no sólo hablo de los recorridos musicales, significa algo, deja alguna huella en el tiempo, postula una forma de vida. Creencias, voluntades, pensamientos, sentencias. ¿Por qué hemos sido lo que hemos sido? Esta manera de asomarse al mundo, los gustos que nos han trastornado, el país que hemos hecho nuestro, las amistades que hemos cultivado. ¿Qué nos hace tales y no prescindibles, qué modula nuestros caracteres? ¿Respondemos a un linaje, a una herencia, a unos modos? ¿O todo se ha dado por generación espontánea?”
Palabra en acordes
Un melómano originario. Es la norma. Vivirá atormentado por una duda que en él tiene certeza: ¿hay literatura de gran calado en las letras de una canción? Más aún, la verdadera duda es: ¿por qué oscura razón el mundo no da como un hecho que cuando Annie Haslam canta el final de Ashes are burning la noción de belleza se redimensiona? Cuál es el rol de la palabra en esta mirada al pasado en la que se revisa la existencia propia y se enumeran los pecados como cuentan los que han regresado de ese punto justo antes de la muerte:
“Imagine the burning embers/They glow below and above/Your sins you won’t remember/And all you’ll find there is love/Ashes are burning brightly/The smoke can be seen from afar/So now you’re seeing how far/Ashes are burning the way…”.
Esa angustia, ese placer que va de la música a la palabra, lo vive intensamente nuestro narrador:
“Yo quisiera poner en palabras el solo de saxo de Fred Lipsius, yo quisiera urdir una escritura en la que se pudiera replicar el sólo de vibráfono del propio Minnear, ¿qué hago con el abismo entre sonido y escritura? ¿Cómo lograr que estas palabras canten? Sin melodía me apago, sin armonía, que la muerte me trague…”.
El melómano fatal
La mente de un melómano fatal opera de una manera particular. Se trata de una mente que sistemáticamente vincula por igual grandes hechos y nimiedades con referentes musicales, que está permanentemente produciendo pensamientos, asociaciones y reflexiones que enlaza con frases y melodías. Es la misma mente que describe el neurólogo Oliver Sacks en su libro Awakenings, que dio pie a la película ganadora de Oscar, o de su posterior libro en el que describe la musicofilia, algo que identifica como “propensión a la música”, pero que al final resulta mucho más que eso, porque para los musicofílicos la música es un órgano de su cuerpo.
Para Sacks, los complejos caminos de la mente y su vínculo con la música llegan a cotas sorprendentes. Un caso que nos comenta en Musicofilia es realmente inaudito:
“La expectativa y la sugestión pueden ampliar el imaginario musical, incluso produciendo una experiencia cuasi perceptual. Jerome Bruner, un amigo muy musical, me describió en una ocasión cómo, al poner en el tocadisco su grabación favorita de Mozart, la escuchó con gran placer, y cuando se acercó para poner el otro lado del disco se percató de que en realidad antes no lo había encendido”.
El melómano fatal siempre tendrá música en su cabeza. Tendrá también lo que Sacks llama los “brainworms”, esas melodías que se instalan en la mente y la subyugan por días, repitiéndose una y otra vez. Bien lo señala Carole King:
“…Music is playing inside my head
Over and over and over again
My friend, there’s no end to the music…
Ah, summer is over
But the music keeps playing
And won’t let the cold get me down
Pictures are forming inside my brain
Soon with the colors they’ll rain together and grow
Then don’t you know, don’t you know there’ll be music…
Ah, it’s not always easy
But the music keeps playing
And won’t let the world get me down…”.
También, añade Sacks, recurriendo a la imagen de los alienígenas descritos por Arthur C. Clarke en su texto Childhood´s End, que:
“Es algo realmente particular el que todos nosotros, en distintos niveles, tenemos música en nuestras cabezas. Cuando los ‘supremos señores’ (1) (Overlords) de Arthur C. Clarke se extrañaron al aterrizar en la tierra observando cuánta energía ponen nuestras especies en la creación y la escucha de música, habrían quedado estupefactos al darse cuenta de que, aun en ausencia de fuente externa, la mayoría de nosotros está continuamente escuchando música en su cabeza”.
Pero estos “supremos señores” que invaden pacíficamente la tierra para traer la paz en la saga de Clarke tienen a su vez un correlato en el juvenil “período letrista” de López Ortega, con “Los delegados de la nada”:
“Los delegados bajaron, en otro día del tiempo,
contemplaron los hechos del hombre,
buscaron el cauce de la paz, buscaron la vertiente, pero sólo polvo y aislamiento hallaron…
Observo y analizo —dijo el hombre—
Soy el centro de este desprestigiado universo: me doy sentido a mí mismo, mi mente abarca todo el espacio…
Los delegados mantuvieron silencio, el hombre pudo contemplar su alma,
Vió al egoísta, vio al envidioso, vio al asesino de sus semejantes,
Y vio al ladrón… de la manzana…”.
Carne en órbita
López Ortega es claramente un melómano fatal, alguien que no tiene escapatoria: frente a la música pierde toda capacidad de respuesta distinta a la entrega. Y esto es así porque el autor no tiene control ante un hecho que viene dado por la estirpe melómana de la que es sólo un eslabón. En su Cartas de relación (1982) hay un relato que refiere una reveladora situación del autor adolescente con el padre al que sorprende en un solitario ritual melómano:
“…abro de golpe la puerta del salón. Te encuentro parado frente a los altoparlantes y en algún momento sé que has estado dirigiendo una orquesta invisible, aquella que, caótica, se incrusta en las paredes del salón dejándome reconocer una de tus melodías favoritas. Has bajado los brazos y el sueño se ha borrado brutalmente…”
“Iré directo al magnetófono. Yo también tengo mis piezas. Pondré mi melodía favorita, la haré nacer en el silencio de este múltiple mediodía no sin antes cerciorarme de que nadie esté viéndome a través de la ventana. El sonido comienza a inundar mi cuarto, instante preciso para hacerme del saxo que nunca he tenido, que nunca he aprendido a tocar, e improvisar un solo ante el único espejo del recinto. Sé que la banda es pequeña, en verdad sólo tenemos un piano, un contrabajo y una batería. Pero la música fluye y tan sólo esos tres instrumentos pueden crear la alfombra sobre la que se deslice mi solo: capaz de reconciliar el aire consigo mismo. Como verás, papá, yo también espero un aplauso desde el espejo”.
Esta constatación de la melomanía inevitable, incrustada en al ADN, que surge al igual que un tic nervioso que se transmite de padre a hijo, tanto como un lunar que viaja entre generaciones, se plasma rotunda al final del texto:
“…Muy en el fondo de nuestro mediodía, papá (y esto duele comprobarlo), más allá de la matriz señalable, sólo somos carne en órbita, dos versiones de una misma persona”.
En Los oyentes, López Ortega alude una vez más a esta faceta de la melomanía como herencia inevitable, la carne en órbita, pero aquello que narró en Cartas de relación nace en la mirada del hijo, en tanto que el juego que desarrolla en esta novela resalta de nuevo el vínculo padre-hijo, pero en esta ocasión lo hace mediante el guiño del nombre del narrador, para el que toma el de su propio hijo. Ahora es él quien ve y describe a través de su hijo.
La supuestamente incomunicada burbuja roja
En Los oyentes, López Ortega hace referencia a “La Burbuja”, nombre que realmente corresponde a “La supuestamente incomunicada burbuja roja”. El cast de la novela, Carlucho, Bernardo, Eduardo, Selene, Margit, Gustavo, Ilonka, son jóvenes que ansían ser distintos, ser fieles a algo que aún no definen, pero que creen debe ser propio, no impuesto, algo que debe surgir de su propia búsqueda. Ven a su alrededor la banalidad de la clase media tan atenta a Miami y buscan marcar distancia. Esto, en cierta medida, lo recoge “La burbuja” en esta escena en la que un barco navega bajo un cielo estrellado —átomos celestiales— que es testigo de una decadencia en la que, sin embargo, finalmente prevalecerá el sol que se hunde en el mar:
“…Pero las fuerzas de la antivida
Se apoderan de lo natural
Los espíritus son arrojados, al borde
El teatro engaña y sumerge a sus actores
La balanza de la vida se desequilibra
Los hombres corren y mueren entre castañuelas
Al anciano lo rodean de cualidades nulas
Humanoides abren sus cajas registradoras y los observadores miran la estela de la burbuja
Átomos celestiales rodean la escena magna mientras los ciegos se enferman de dolor
Humanos atónitos mantienen silencio y el mar sostiene al enigma infinito del sol…
El aire queda libre del sonido y la visión, nuestro padre se va con pulpos y delfines
El tiempo incontable abarca la irreflexión
Mientras lo inexpresable llega a la expresión….”
Coda
Los oyentes es una novela que contiene una narración profunda del tránsito de un grupo de jóvenes que buscan encontrar su identidad a través de sus sensibilidades. A no confundirse: se trata de una gran novela, gran literatura. Quien vea acá las derivaciones musicales de la narración probablemente apreciará en ello una suerte de bonus track, pero la esencia de esta historia de relaciones nos describe a todos los humanos urbanos en mayor o menor medida, y esta obra, aun leída sin la melomanía alborotada, es excepcional. López Ortega revela una historia en la que los personajes hablan por sí mismos, pero también hablan por López Ortega como personaje. Muchas de las escenas aquí descritas parecen simples peripecias y etapas del crecimiento, pero el autor las eleva y ubica en un contexto existencial profundo, de rituales humanos frente a los dilemas de la vida. Estos personajes constantemente dejan entrever sus distintos perfiles psicológicos, sus reacciones ante las grandes preguntas de la existencia en una construcción literaria de primer orden cuya lectura es, también, un espejo de lo que hemos sido quienes vivimos ese período tan esplendoroso y ambivalente.
1 Una aproximación al texto de Clarke (Childhood´s end), que narra la llegada a la tierra de una raza alienígena que pone fin a toda guerra, es la compuesta por Peter Hammill en Childlike faith in childhood´s end.