Simón Bolívar | José Gil Castro / Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú

Por ROLDÁN ESTEVA-GRILLET

Yo he muerto políticamente y para siempre.

Simón Bolívar, carta a José María Obando, 8 de marzo de 1830

¿Cuál es el Bolívar grande, el creador, el inmortal? No ciertamente el de los decretos reaccionarios de 1828, el moribundo de 1829

 el cadáver ambulante de 1830 (…) Para la revolución americana internacional, social, política, Bolívar murió realmente en 1828.

José Gil Fortoul, Historia Constitucional de Venezuela, 1909, 1930

De la gloria y la adulación

Los últimos cinco años de vida de Bolívar bien pueden ser identificados como los de su descenso en la admiración casi unánime que le acompañó en su lucha por la destrucción del imperio español en América. Sin duda alguna, debió imponerse a sus compañeros de generación, por valor, astucia, cultura, recursos económicos, oportunidad y diplomacia, y alguna vez por una decisión fuerte como la de fusilar a Piar, para así consolidar la unión de todas las fuerzas bajo su exclusivo mando. Las disensiones llegaron tanto de Venezuela como de Nueva Granada, personificadas en Páez y Santander; pero también desde Perú y Bolivia, con La Mar y Santa Cruz.

Su vieja idea de fundir la constitución inglesa y la americana del norte, pero sin la monarquía de la primera ni la federación de la segunda, ya expuesta en su Discurso de Angostura (1819) y anticipada en su Carta de Jamaica (1815), parecía concretarse en su polémica Constitución para Bolivia, en la que su propuesta de la Presidencia vitalicia con derecho a escoger sucesor privaba al Congreso de elegir al Presidente. El primer escollo que se le presentó fue cómo seguir siendo Presidente de Colombia (Venezuela, Cundinamarca y Quito), Dictador del Perú y, como lo deseaban los bolivianos, Presidente vitalicio de la nueva república en lo que fuera el Alto Perú. Declinó la oferta boliviana y les ofreció a su mejor general, Sucre, quien, muy juiciosamente, le aclaró que gobernaría por sólo dos años.

Los elogios por su nueva constitución, sinceros o hipócritas, vinieron de todos lados, e impulsado por la adulación y ante el fracaso estruendoso del Congreso Anfictiónico de Panamá (1826), Bolívar comenzó a fantasear con una Confederación de los Andes sujeta al mismo código boliviano con adaptaciones regionales, que reuniría a Colombia, Bolivia y Perú. Para el momento, Bolívar se sentía encumbrado, era el hombre más importante de la América el Sur, a cuyo genio se debía casi con exclusividad, la liberación del imperio español; pero también sabía cuán arduo significaría gobernar en paz, sobre todo cuando las castas militares dominaban casi todos esos países y los civiles, aun los más educados, carecían del brillo popular que otorgaban los triunfos guerreros.

La imagen que mejor lo representaba, en la cima de su gloria, con ese vano sentimiento de superioridad, de gallardía sin límites, de consagración universal ante la historia, sería la confeccionada por el pintor mulato José Gil de Castro, en Lima en 1825, antes de iniciar su periplo andino hacia el Alto Perú. Las recepciones vividas en Arequipa, Cusco y Potosí, en compañía de su antiguo maestro Simón Rodríguez, fueron las más extraordinarias de toda su carrera: un endiosamiento en vida por parte de masas de indígenas, mestizos, mulatos y criollos.

Ese suelo ajedrezado —antiguo recurso de la pintura europea para dar profundidad a los cuadros—, ese porte imponente de semiperfil, con el uniforme de gala, hebilla de oro con sus iniciales y, al cinto, la preciosa espada con puño de piedras preciosas y vaina en oro obsequiada por la Municipalidad de Lima, sin otro elemento del escenario que él mismo, su figura contrastada sobre un fondo liso; toda la concepción pictórica debía estar conforme con la imagen que tenía de sí y la que quería proyectar. Y así envió un ejemplar de su soberbio retrato a su amigo Sir Willson en Londres, y otro similar a Caracas, para su hermana María Antonia.

Pero luego de dar a conocer su propuesta constitucional para la nueva república de Bolivia, todo ese prestigio ahí simbolizado empezó a resquebrajarse.

Los primeros fuegos vinieron del país natal. Páez envía como emisario suyo al joven y talentoso Antonio Leocadio Guzmán, educado dentro del liberalismo español, con el mensaje de que debía seguir el ejemplo de Napoleón, vale decir, coronarse como emperador. Era una clara invitación a traicionar y así dar motivos para una rebelión. Así le contesta a Páez: Ni Colombia es Francia ni yo soy Napoleón (…) El título de Libertador es superior a todos los que ha recibido el orgullo humano; por lo tanto me es imposible degradarlo (Lima, 19 de diciembre de 1825).  A la hermana María Antonia, que lo pone al tanto de la triquiñuela, le dice Bolívar: “Libertador o muerto”. El cinismo de Antonio Leocadio Guzmán es tal que escribe un ensayo de análisis fascinado con la constitución boliviana que le vale ser por varios días secretario privado de Bolívar y acreditarse en el futuro, gracias a su propio hijo Antonio Guzmán Blanco, el título de Prócer de la Nación.

Por su parte Santander amenaza con preferir el regreso a la Nueva Granada antes que hacer a un lado la constitución de Cúcuta (1821) según la cual se ha regido Colombia. Pero a sus íntimos revela que desea suceder a Bolívar, confiando en el retiro tan anunciado del Libertador. Sin embargo, el no sometimiento de Páez a las leyes colombianas (por supuestos atropellos en una recluta) y la amnistía decretada por Bolívar en su retorno al país natal en 1827, los distanciará indefectiblemente.

Bolívar mismo le ha aconsejado a Páez que se haga el enfermo, pues si acude a Bogotá dejaría indefensa a Venezuela y ésta correría el riesgo de perder su libertad ante la amenaza de fuerzas realistas acantonadas en La Habana. Así le envía de regalo una lanza y una abotonadura de oro para su casaca, con la advertencia de que quienes le llevaron la contraria —Piar, Torre-Tagle, Agüero— se perdieron; en cambio, quienes se colocaron a su lado —como Sucre, Urdaneta, Santander— han alcanzado altas posiciones…

La conspiración septembrista

Al retorno de Bolívar a Bogotá desde Venezuela, ya se ha interrumpido la correspondencia con su vicepresidente, a quien le ha solicitado le “ahorre la molestia” de sus cartas. Para mayor indignación de Santander y los suyos, el Congreso aprueba todo lo ejecutado por Bolívar en Venezuela.

La conspiración pretendía obligar al Libertador a abandonar el poder, por las buenas o por las malas. La constitución de Cúcuta debía reformarse a los diez años, es decir en 1831, pero la crisis obliga a adelantar una convención que se realiza en Ocaña, entre el 2 de abril de 1828, con un final abrupto el 16 de junio, al retirarse la representación del partido bolivariano (dirigido por José María del Castillo Rada) y dejar a los santanderistas (liderados por Vicente Azuero) con sus aspiraciones de reforma frustradas. El acuerdo era imposible: los primeros, centralistas; los segundos, federalistas. Justamente, en su mensaje inicial a esa convención, Bolívar sugería hacer más fuerte el poder ejecutivo y replantear la independencia de los poderes que juzgaba excesiva.

Tanto el Libertador —que se ha mantenido atento desde Bucaramanga— como Santander miden sus fuerzas en el Congreso renunciando a sus respectivos cargos. Ante la acefalía, el Intendente de Bogotá, el general Pedro Alcántara Herrán y Zaldúa, en asamblea popular, propone la dictadura de Bolívar y éste pide que tales asambleas se repitan de manera que sea por aclamación popular. Eso respalda su decreto orgánico provisorio que instaura la dictadura a partir del 27 de agosto de 1828 hasta la convocatoria de una próxima asamblea constituyente para inicios de 1830. La vicepresidencia queda suprimida y se le ofrece a Santander un cargo diplomático en Washington. La prensa con sus periodiquillos arrecia los ataques a Bolívar.

Bolívar, 1828, por José María Espinoza

Bolívar necesita, pues, proyectar una nueva imagen pública y hace llamar al Palacio San Carlos a algún pintor calificado. La suerte favorece a un sobrino de su amigo José Ignacio París José María Espinoza, un prestigioso miniaturista. Las sesiones de pose serán en el Palacio de San Carlos. Bolívar aparecerá en la litografía que se tira, ligeramente ladeado, con la mirada oblicua y con los brazos cruzados sobre su pecho, como diciendo: a mí nadie me engaña. Esa fue la imagen oficial, pero Espinosa no perdió la oportunidad para realizar varios otros retratos en miniatura, apenas apuntes de su rostro, que revelaban la otra cara del héroe invencible, aquella del hombre cansado, envejecido, amargado, con grandes ojeras y escaso cabello, marcado ya por el fatal fin; retratos que hoy nos descubren el verdadero rostro de un Bolívar en declive, no solo político, sino físico y emocional.

Manuelita Sáenz,por José Maria Espinoza

Manuela Sáenz, que ha sido invitada por el Libertador a residir en Bogotá, dada la expulsión que ha sufrido de Lima, está pendiente de las murmuraciones, los chismes y las noticias que circulan en voz baja. Ya a Bolívar, estando en Bucaramanga, tanto Briceño Méndez como O’Leary le han puesto al tanto de una conspiración en la que aparece mezclado Santander. Bolívar no da créditos a nada y confía en su buena suerte. Así lo revela al general Luis Perú de Lacroix.

Sólo a partir de una fiesta de disfraces organizada en el coliseo Ramírez para la noche del 10 de agosto de 1828, en recuerdo a su primera entrada triunfal en Bogotá, y de la que se marcha furioso por el escándalo provocado por Manuela al querer entrar (primero disfrazada de Húsar, luego de pordiosera), Bolívar empieza a comprender que su vida corre peligro inminente, pues se había salvado de un asesinato seguro. El 25 de septiembre se adelanta lo que estaba programado para el 28 de octubre (día de San Simón, otra fiesta), al quedar detenido uno de los militares implicados en el complot y creer el resto de los integrantes que habían sido descubiertos. Por tal motivo se reúne el grupo en casa del poeta y político Luis Vargas Tejada. El gran desacuerdo de algunos, como Mariano Ospina Rodríguez, era si debía procederse a la muerte de Bolívar, necesariamente. Para muchos, el “tirano” debía morir.

Habitación del Libertador en el Palacio de San Carlos, la noche del 25 de septiembre de 1828

El asalto al Palacio de San Carlos, adonde Bolívar ha llamado con urgencia a Manuela, es bien conocido de manera que no entraré en detalles. Pero sí vale la pena decir que el juicio seguido a los capturados, pues varios lograron escapar con distinta fortuna —como el Dr. Florentino González, el Dr. Félix Merizalde, el mismo Vargas Tejada—, fue dirigido, por su parte militar, por el general Urdaneta, quien logró implicar a Santander gracias a una delación del más agresivo y sangriento del grupo, el comandante venezolano Pedro Carujo (versado en inglés y francés, masón y recién nombrado Director de la Escuela Militar), delación que le valió salvarse el pellejo y recibir solo cárcel.

Pena de muerte, cárcel y destierro

Unos catorce fusilados, entre ellos el general y almirante José Padilla, quien alzado contra Mariano Montilla en Cartagena estaba recluido en Bogotá en una cárcel y nada sabía de la conspiración, pero había sido liberado a la fuerza con la esperanza de que fuera él quien tomara las riendas de la insurrección. Era zambo y eso le pesó a Bolívar tanto como la muerte del mulato Piar, más habiendo sido blando con Santander. Era su temor a la pardocracia. “El hombre de las leyes” logró la conmutación de la pena de muerte por cárcel y luego por destierro, gracias a la insistencia de Joaquín Mosquera, la petición de Nicolasa Ibáñez —amante de Santander— y a una carta del mismo Santander desde su prisión en la fortaleza de Bocachica, Cartagena, en la que le pide clemencia por sus cólicos, revelándole de paso cómo, “con lágrimas en los ojos”, le había suplicado a Carujo que no lo matara:

 (…) Hágalo por su propia gloria, y por amor a la humanidad, ya que no sea acreedor a esta consideración y gracia. Hágalo siquiera en recompensa de que me opuse al asesinato de V.E. y que con lágrimas en los ojos supliqué a Carujo, que no pagasen tan vilmente los servicios de V.E. a la patria. Hágalo por esta patria tan querida de su corazón. La insalubridad de estos castillos y mi habitual enfermedad de cólico me arruinan sin remedio, y lo peor es que moriré padeciendo crueles dolores, sin fruto alguno para Colombia y con demérito de su inmarcesible gloria (…) (18 de diciembre de 1828)

En efecto, entre el 10 de agosto y el 25 de septiembre, Carujo le había participado a Santander que contaba con cuatro hombres para atentar contra la vida de Bolívar, aprovechando uno de sus paseos a caballo por Soacha, acompañado apenas de un asistente y de su amigo José Ignacio París, y Santander lo desalentó, según refiere Florentino González. Lo cierto es que, luego de designado para el cargo en Washington, Santander pospuso su viaje a la espera de novedades; sabía del complot pues eran sus amigos y no los iba a denunciar. Así la noche del 25 urdió su coartada, dejando su sable en casa y yéndose a dormir adonde la hermana Josefa. Al oír el escándalo del asalto al cuartel, se refugió donde Urdaneta y de ahí siguió a la plaza mayor a encontrarse con Bolívar y Padilla, cuando la situación estaba ya dominada. Si hubiese sido juzgado en Estados Unidos, lo habrían calificado como “no culpable”, pero de ninguna manera “inocente”. El 30 de noviembre de 1829, Santander sale desterrado hacia Europa. Lo acompaña su fiel esclavo José Delfín Caballero.

José María Obando se levantó en protesta contra la dictadura, pero finalmente llegó a un arreglo con Bolívar en Guayaquil y éste lo asciende. El año 29 será de gran agitación pues el general Lamar, al conocer de los líos internos de Colombia, pretendió reapropiarse Guayaquil para el Perú e incluso recuperar Bolivia. Pero fue vencido por Sucre, Flores y Santa Cruz. Por último, el ministro de Guerra y Marina, el general José María Córdoba, se alza y Bolívar ordena a O’Leary someterlo; ya herido, es rematado vilmente por un oficial irlandés. Los temores de Bolívar empezaban a hacerse realidad: el ocio militar en tiempos de paz incitaba a la insurrección y a la anarquía de la casta militar dominante.


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