Por MANUEL GERARDO SÁNCHEZ
Quiebra su cintura en un mariposeo que desdibuja las definiciones de masculino y femenino. De las aguas de la ambigüedad, emerge como Venus para deslumbrar a propios y foráneos. Una maroma de supervivencia despliega como el rizo de su camaleónica melena. Su verbo ocurrente, siempre al límite de la norma, hechiza o mantiene en guardia a quien trastabilla o la mira de puntillas. Sus maneras son, de acuerdo con los que la han discriminado, una provocación. Aleteos que titilan en sus pestañas postizas. Ella sabe de tocados, afeites y moños. Los ardides con los que esconde las pudendas vergüenzas de un cuerpo que no reclamó y las armas con las que vulnera concepciones de género. Para quienes la marginan, el escenario es la única conquista permitida del espacio público. Sin embargo, experta en las artes del transformismo, hace de las tablas –con luces y a veces cámara, pero siempre acción– su medio de denuncia política y de expresión. Hábitat donde escarcha sus gracias. Lugar donde prodiga las triquiñuelas de falsas Cher, La Lupe, Beyoncé y cuanta sílfide o madonna refulge en el casting comercial del pop. Sí, ella deviene con sus habilidades de corte y costura, con sus prodigios de tirro y maquillaje, cantante, actriz y gimnasta y un largo etcétera que se contorsiona en su espectáculo travesti. Ella es “La Loca”, “La Marica”, “La Pájaro”, la protagonista de este y otros muchos perfiles. Pese a los arrinconamientos sociales, pese a las etiquetas y mordazas, es amazona, es guerrera y picapica del imaginario queer.
A finales del siglo XX, editores latinoamericanos, seducidos por relatos que no presumían la bendición del canon, publicaban obras que narraban realidades diversas. Para los censores y más ortodoxos eran fábulas inmorales o chascarrillos de pisaverdes. Líneas de escaso valor poético. Entre las décadas de los setenta y noventa aparecieron diferentes títulos que sacaban del armario nombres de escritores desconocidos. Revelaban, asimismo, historias y personajes que tenían poca o ninguna presencia en la industria del libro. Entre ellos destacaba “La Loca”. El hombre que sucumbía al abrazo de otro, que desnudaba sin pudores la morfología “invertida” de sus pasiones, azuzaba curiosidades lo mismo que antipatías. No obstante, sus anales picarescos eran tan profundos como estrechos. Enmarcados en la tradición que lo consideraba una anomalía, el homosexual, esa nueva especie, como acuñara Michael Foucault en su Historia de la sexualidad, era visto como un extrañísimo insecto. Su sexo nefando era un crimen y una aberración para la mentalidad hegemónica que regía –y aún rige– Occidente. El muy estudiado “patriarcado” por la teoría queer, con sus instituciones de control, como la familia, la escuela y la Iglesia, por nombrar unas pocas, pisoteaba disidencias en un baile sin tacones. Oprimía a “La Loca” para evitar que, en conspiración con otros especímenes igualmente peligrosos, por ejemplo, mujeres, lesbianas y faunas variopintas, subvirtiera con algo más que plumas el buen funcionamiento del orden capitalista.
Lo que dicen de ella
A pesar de los mecanismos de normalización que legitimaban a la heterosexualidad como único deseo permitido –la feminista y escritora Françoise d’Eaubonne los bautizó en los años setenta de “heteronormativos”–, la rara avis de “anatomía indiscreta” y penacho estrambótico se convirtió en protagonista de cuentos y novelas. Frente al lector agitaba su colita y cloqueaba picardías. También columpiaba las penas, las segregaciones y los suplicios que le causaba la sociedad machista donde se hundía. Más allá del debate teórico iniciado por Aristóteles, de si la literatura es o no mímesis del mundo, ¿cómo la representaba en tanto su nombre era sinónimo de equivocación y perversión? ¿Se puede hablar de tipos de locas o de reproducciones en la narrativa contemporánea?
Responder a estos interrogantes obliga a la investigación detallada, a contrastar datos y a poner en diálogo coloridas bibliografías. Este artículo apenas pretende mostrar el polimorfismo de “La Loca”, la heterogeneidad que la define y, por supuesto, la polifonía de voces que intentan explicarla en el concierto literario. A partir de cuatro fuentes diferentísimas entre sí, se proyectan unas pocas luces: la crónica El resplandor emplumado del circo travesti del escritor chileno Pedro Lemebel, las novelas Arturo, la estrella más bella y El color del verano del cubano Reinaldo Arenas y el texto hermafrodita Plástico cruel del argentino José Sbarra, “transgenérico” por antonomasia, coquetea con el diálogo y la nouvelle. ¿Cómo a “La maricona” estos autores cuyas obras son reconocidas por la crítica como testimonio gay? ¿Es posible “Loca”-lizarla?
En una primera lectura saltan a la vista ciertas semejanzas. En uno y otro texto, el personaje de “La Loca”, calificativo de uso común para designarla de guisa despectiva, es víctima de múltiples tormentos. Hace vida en barrios marginales donde contonea su atrevimiento y rebaña miradas, también desprecios. Arrumada en la periferia, la sociedad la relega y afila sus métodos de vigilancia para condenarla a la estrechez, a la vulnerabilidad y al abatimiento. Apartada de privilegios civiles, sus ámbitos son, por lo tanto, el teatro como medio de subsistencia y protesta, la pobreza como condición ontológica del alma, la prostitución como desfogue comercial y la enfermedad como amenaza del cuerpo –también atentado contra la salud y bienestar de la burguesía–. Sobre este último pesar, el filósofo francés Guy Hocquenghem, en su análisis antiedípico El deseo homosexual (1972), suscribe que, para la sexualidad dominante, las enfermedades venéreas funcionan como reguladores de la lujuria. Asegura que es consustancial a la sodomía, las drogas, la infección y el bacilo. El pederasta transmite homosexualidad como transmite sífilis. Entonces, ciego por el ardor en la sangre, el muchacho que desflora sus ganas en el lecho de otro es carne inmune del contagio. Y después del orgasmo, el asqueroso virus, el estigma imborrable del que no habla Hocquenghem porque el VIH no había prorrumpido en dolores, fiebres y mortandad. ¡Qué ironía! La pandemia también lo asolaría en 1988.
Sobre estos y otros padecimientos, en Arturo, la estrella más brillante (Montesinos Editor, 1984), Arenas escribió: “…hemos padecido y padecemos todos los sufrimientos típicos que azotan al género humano (calamidades domésticas, enfermedades, vejez, abandono, soledad), pero además de todo cargamos con otros sufrimientos aún más terribles. Hemos padecido todo tipo de escarnio y exterminio. Hemos sido enterrados vivos, emparedados, quemados, ahorcados, fusilados, discriminados, chantajeados y confinados. Se ha intentado (y se intenta) borrarnos del mapa. La ciencia, la política y la religión se han puesto al servicio de nuestra destrucción. Con la creación del virus del sida, fabricado especialmente para aniquilarnos y aniquilar todo intento de aventura (pues toda aventura encierra una inquietud y una posibilidad eróticas), se quiere poner punto final a nuestra historia”.
La afectación teatral
Así eran la desolación y la tristeza de su mundo. “La Loca” y sus amigas soportaban con arrojos los castigos y las pesadumbres que le imponían los poderosos. Bajo la palidez de una estrella huérfana, sin constelación ni rumbo, todas juntas esperaban la hora de ensayar su numerito de variedad. Subir al escenario donde, al son de una guaracha trasnochada, deshojaban sus simpatías y olvidaban, al menos por un momentico, la oscuridad de su destino.
¡Chito! La función va a empezar.
En la improvisada escenografía, brotan pimpollos de clavel color fucsia. A juzgar por los ademanes que tuercen y el parpadeo estremecido, se van a partir como una galleta de fresa. Las animan los espectadores que ahogan sus despechos en los vasos de aguardiente. Se doblegan al chichisbeo de las artistas. Ellas están listan para emular un modelo de feminidad que transita en todas partes y que aprendieron al caletre. Sus actuaciones no son sino la caricatura y la reafirmación de una construcción social e histórica de significados asumidos, lo que Judith Butler llamó “performatividad de género”. Réplica de un modelo “de ser mujer” que, por añadidura, denota otras imitaciones y no refleja su interior ni la fragilidad de sus almas. “Las locas” van a mudar pieles. Simular el canto de su epopeya. Junto al micrófono, se preparan pues para impostar los gorjeos de famosas que admiran. Desdoblarse en la interpretación que, hasta el día de hoy, es el ánima de su acto: el playback. Se oyen los primeros clamores. Tres, dos, uno… aparece la bandada de guacharacas con el aspaviento de metal que imanta a su audiencia.
Denles la bienvenida a las divas de El resplandor emplumado del circo travesti (en La esquina es mi corazón, Seix Barral, 1995):
“Gran paraguas de lamé esta fantasía morocha que recorre los barrios, que de plaza en plaza y de permiso municipal al sitio eriazo hace estallar la noche en la carcajada popular de la galería. Cuando la loca de la cartera tropieza, se le quiebra el taco, parece caer y no cae corriendo, encaramándose en los tablones de la galera, persiguiendo su cartera que vuela de mano en mano abriéndose, desparramando un chorizo de sostenes, medias, calzones, agarrones y gritos en la fiesta de la carpa travesti. Así desfilan por la pista iluminada las divas que fueron grito y plata en otras primaveras. Las súper novas del transformismo, las mariposas nómadas, que dejaron un rastro de lentejuelas y amores de percala colgado frente al ojo turbio del océano.
Desde entonces la Fabiola de Luján, el cetáceo dorado de la noche, adormece con su bolero la difícil existencia de los espectadores. Desde entonces él/ella, desbordante en su paquidermia, va rifando la botella de pisco equilibrada en las agujas de los tacos. Va ofreciendo los números mientras trepa la escalera de tablones entre la gente, contestándole al que le grita guatona, que ella con su guata se fabrica unas exuberantes tetas. ‘Y vos con esas bolsas entre las piernas no hacís na’. Entonces estallan las risas y entre talla y talla las familias pobladoras se olvidan de la miseria por un rato, después se van a sus casas soñando con el resplandor emplumado del trópico latino. Como si el ladrido de los perros redoblara en la asfixia de esos tierrales el eco de una queja en maricovento de rumba, en megáfono mariposón que salsea la Rosa Show trinando ‘así papito’, como un colibrí en el lodo. Como si el charol impostado de esa voz masculina fuera el bálsamo suavizante del dolor pobre, y no importara su carraspeo de laringe sucia en el sube y baja de la nuez del cuello afeitado que repite: ‘Por qué se fue’… ‘¿Tú lo dejaste ir?’… ‘Ahora nadie puede apartarlo de mí’”.
Después de la comedia y de los aplausos, “La Loca” vuelve a las cotidianidades que la hacen llorar. Entre sollozos, una lagrimita riela en la punta de una pestaña y cae para agrietar el “patuque” de base y panqué que frisa su agotamiento. Si no se la encuentra distrayendo a un público hastiado de su miseria, está en la avenida o en el prostíbulo relamiendo las lubricidades de un cliente que paga por su beso machihembrado…
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