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El imperio de la mentira como fisiología del poder

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Por ASDRÚBAL AGUIAR A.

“Revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad. Por tanto, desechando la mentira, hablad con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros”. Epístola a los Efesios, 4-24,25

I

Un decidor ensayo de César Cansino sobre la posverdad: “Teorizando la posverdad. Claves para entender un fenómeno de nuestro tiempo” e inserto en el libro colectivo Fake News, ¿amenaza ante la democracia? (2020), es iluminador respecto de la cuestión de la mentira en el ejercicio del poder y por efectos de la globalización. Me detendré en algunas de sus prédicas para que imaginemos el bosque y evitemos dejarnos confundir por los fenómenos rupturistas y las manipulaciones de nuestra contemporaneidad.

Dentro de aquellos persisten la desconfianza social y en la política; el deshacer de lazos o vínculos culturales para la forja de estadios adánicos en América Latina, y de allí los forzados procesos constituyentes que hemos conocido, el más reciente el de Chile; la práctica del narcisismo digital y lo que es vertebral al conjunto, la tolerancia de la verdad “a medias” sin que sea vista como una desviación de la moral social.

A lo largo del período transicional ocurrido en Occidente (1989-2019) se da, en efecto, un desdibujamiento de la idea de la dignidad de la persona humana, tal como emerge luego del Holocausto para sujetar a los sistemas constitucionales nacidos tras la Segunda Guerra del siglo XX. Esta vez se destronan dioses y estimula en el hombre aislado —varón o mujer— todo aquello que le brinde sensación inmediata de placer, el mal llamado Buen Vivir, para integrarle a la Naturaleza o Madre Tierra e imponerle sus leyes evolutivas, como si aquel fuese un objeto dentro de esta.

Los promotores de la reconversión de esta añeja tesis indígena del Buen Vivir —que mejor implica calidad de vida dentro de una hermandad histórica— arguyen defender el derecho a la diferencia y a la homologación de todos los hombres sólo en su relación con la Naturaleza: pero dentro de una clara aporía que no logran resolver: “El avance hacia sociedades post-raciales y post-patriarcales” a costa de la experiencia de la nación y de la república, de suyo de la democracia y del régimen  de partidos como de las ideologías que a estos les animasen hasta finales del siglo XX.

No es este el caso, por cierto, de las ideologizaciones de nuevo cuño, recreadas como mascarones de proa y usadas como meros símbolos movilizadores del imaginario social para el estímulo y exacerbación de sus emociones; esas que hacen crecer artificialmente el catálogo de derechos humanos banalizándoles, y que las dictaduras del siglo XXI anuncian tutelar bajo criterio y discreción del Estado, pero sin Estado de derecho. Por si fuese poco, se sucede lo anterior en un contexto que abdica justamente a la idea de la trascendencia del Ser. Hace gala del valor de la inmediatez en lo humano, que es de suyo irreligiosa y a cuyo efecto se cultivan “creencias” al detal para sosiego hedonista. También para su explotación electoral y el acceso al poder como medio y como finalidad. “Se han pulverizado los proyectos emancipatorios comunes” en el marco de una sociedad “hiperindividualizada” como la actual, refiere Cansino citando a Lipovetsky (1996).

Aclara el politólogo y filósofo mexicano, no obstante, que “no debe confundirse individualización con atomización” y atiza su análisis, que transforma en denuncia, observando que el neoliberalismo procura a un “individuo, aislado, consumista, y egoísta”. En concreto, dice que no ha de confundirse a éste con el “individuo democrático” ajeno o extraño al “individuo del mercado”, como único capaz, aquel, de “ejercer [con los otros] su libertad y construir ciudadanía”. Pero, si esto es evidente, lo es sólo teóricamente, pues a la par se da una deliberada confusión del pluralismo con la anomia en el plano político e identitario, y con propósitos constituyentes. Y esto como aquello se han vuelto máximas de la experiencia.

Lo veraz es que si no nos distraen los árboles en el más exacto sentido orteguiano, el mal o la fenomenología posmoderna que nos tiene a todos por testigos envuelve a todos, a las izquierdas y las derechas del más diverso cuño, formantes de una selva selvaggia sin salidas. Es probable que alcancemos el empíreo luego de superarla, pero ni somos el Dante ni aún contamos con el Virgilio o la Beatriz que guíen nuestros pasos a través de la misma.

Luego de lo vivido a partir de 1989 y hasta ahora por el mundo occidental, que como primer círculo se cierra con la pandemia de origen chino abriéndose otro, tan cruento como el del covid-19, desde ya la guerra de Rusia contra Ucrania intenta la mineralización de las tendencias señaladas y catapultadas (¿2019-2049?). La declaración sobre la Era Nueva endosada por Vladimir Putin y Xi Jinping, como antesala del mencionado aldabonazo, es más que reveladora un desafío que las civilizaciones que las esgrimen le plantean, con justificada razón, a ese mundo nuestro judeocristiano y grecolatino que se avergüenza de sus orígenes.

Son palmarias, en síntesis, la crisis de la modernidad, el agotamiento del socialismo real, y el final de la sociedad de masas. Ha lugar en lo adelante a un «hombre-masa»: “Un tipo de hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones… Este hombre-masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por lo mismo, dócil…”, según lo explica con crudeza La rebelión de las masas. “Más que un hombre, es sólo un caparazón de hombre constituido por meres idola fori; carece de un «dentro», de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tenga obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga —sine nobilitate, snob, concluye el seminal texto de Ortega y Gasset.

¿Qué fue lo primero o cuál ha sido la determinante de tal decurso pulverizador o deconstructivo de lo humano racional tras la caída del comunismo y su mutación a socialismo del siglo XXI? Es irrelevante especularlo.

Lo esencial de retener es que la revolución digital y la de la inteligencia artificial (IA) —tras la orfandad que les significase a los militantes de la irredenta izquierda occidental el fracaso del socialismo real o «marxismo oriental» y, en el otro extremo, dada la propuesta del Gran Reseteo de Davos (¿acaso discípulos, éstos, de la Escuela de Frankfurt?)— al cabo, unas y otros, incluso polarizados se tocan por las colas en la plaza de la posverdad. Ambas se suman en el empeño de destruir los sólidos culturales de nuestra tradición, empujando a nuestras sociedades hacia la liquidez o la incertidumbre de que habla Zygmunt Bauman. Recrean regímenes de la mentira, deslocalizados, que se desplazan por sobre las autopistas o redes digitales sin que medien alcabalas o estaciones de reposo; sin otro propósito o destino que la enajenación y apagamiento de las voluntades en los países en donde aquellos se instalan.

Hacia esa plaza se lanzan quienes presas del espejo y la contracultura del relativismo dicen “sentirse” desencantados, reniegan de la condición humana, y no solo de la ciudadana. Se trata de quienes, con avidez, conjuran los paternalismos y se muestran indignados al no ver satisfechos los derechos que se inventan o le son prometidos como mitos movilizadores por traficantes de ilusiones; esos que emulan al bufón o Joker, “encarnación viviente de la cruel aleatoriedad del destino” para quienes la verdad o las verdades no existen.

Un día, ciertamente, se es o se dice humano el usuario o internauta y en el otro lo niega. Como cultor de la ideología identitaria —que es aleatoria— ante el imaginario abandono que hace de su identidad raizal y la verdad objetiva de ella, optan este y sus pares por la feligresía en una Hermandad de Mutantes. En eso han derivado nuestras sociedades, en especial las latinoamericanas. Ayer se proclamaban comunistas, luego socialistas del siglo XXI, recién progresistas, mientras las derechas opositoras a la inmigración se dicen patriotas, libertarias, liberales de mercado: con sus varias matizaciones de centristas o tradicionalistas.

Vayamos, pues, al denominador común que resume al conjunto de lo anterior y como realidad en curso.

Vivimos en un «quiebre epocal» (véase mi libro El quiebre epocal y la conciencia de nación, 2023). Se trata de una época emergente en la “que —como lo explica Cansino— lo racional y lo objetivo ceden terreno a lo emocional o a las creencias formadas por los ciudadanos a partir de medias verdades o informaciones falsas”. El ejemplo le salta a la mano, al desbrozar la cuestión de la posverdad. Su juicio, cuando menos, es auspicioso sobre la radicalidad de esta: “Todavía se sigue pensando —el autor hace su análisis a partir de Donald Trump, pero pudo incluir a Nayib Bukele— que hay algo insatisfactorio en el plano ético cuando se vende a un candidato como si se tratara de un refresco o una cajetilla de cigarros”.

La mercadotecnia política y por adición —agregaría yo— la del comercio global digital en efervescencia, donde los algoritmos se construyen para disparar y exacerbar los sentidos como la insaciabilidad del consumo: le llama capitalismo de vigilancia Shoshana Zuboff (2018), ancla sobre una regla que bien critica el autor azteca. Observa las prácticas electorales de nuestro tiempo y describe cómo “la legitimidad… [ya] no depende de la aptitud del político, en realidad su legitimidad está por construirse (reputación, branding, diferenciación del producto, propuesta única de venta)”.

De allí que no pocos crean que una cosa son los programas de gobierno ofrecidos en elecciones y otra, reservadas y ocultas, las decisiones que se adoptan y ponen en marcha cuando se llega al poder sorprendiendo a los electores, y para conservar al mismo poder sin límite o freno constitucional alguno. Hasta se ha pretendido consagrar como derecho humano la reelección indefinida de los gobernantes (véase Allan R. Brewer-Carías y Asdrúbal Aguiar, Los principios de la democracia y la reelección presidencial indefinida, 2021).

Así las cosas, cabe recordar que el imperio de la mentira como fisiología del poder no es un fenómeno inédito. El caso es que, hasta ayer, la manipulación o el falseamiento, el engaño o la explotación de las emociones, sea en el mercado de los bienes o en el de los votos, se la consideraba socialmente reprobable. Ahora se la tolera, se la normaliza —allí están las fake news— y cada uno y cada cual encuentra su justificación a la medida, a saber, creerse que es derecho tomar como cierta a la falsedad cuando complace y a riesgo de su sinsentido; o dado que permite saciar la sed de venganza por el mal que se alega se ha sufrido y proviene de la culpa de otros; o porque se la estima coetánea a la libertad humana, la de asumir como veraz al yerro. El derecho a la verdad, entendido como la propia, en la práctica muda y se transforma en un derecho a la mentira, otro galimatías.

En la antigua Grecia se conoce bien y se discute sobre esta, como comportamiento dentro de la plaza pública. Lo revela Sócrates: “No sé, atenienses, la sensación que habéis experimentado por las palabras de mis acusadores. Ciertamente, bajo su efecto, hasta yo mismo he estado a punto de no reconocerme; tan persuasivamente hablaban. Sin embargo, por así decirlo, no han dicho nada verdadero”, agrega. Y lo hace en un contexto de golpe teatral que explota intensivamente la elipsis del caso: se omiten palabras importantes en el discurso y se lo descontextualiza deliberadamente, como lo narra Jacobo Zabalo (“La antigua era de la posverdad”, 2018).

La posverdad, de tal suerte, arrasa con inusitada efectividad las texturas de nuestras sociedades y asimismo las pulveriza políticamente, en lo religioso y en lo normativo, bajo una paradoja que importa subrayar. Quienes se dicen poseedores de la verdad y que en su nombre, siendo lo cierto, practican la posverdad, controlando las emociones populares o la de su interlocutor —sea el progresismo redentor, sean quienes con espada en ristre afirman defender las tradiciones, o el Chat GPT como Deus ex machina que viene desplazando al Homo Twitter desde 2023— al cabo buscan imponer esta como si fuese aquella. Por lo que, a fin de ponderar lo que se está perdiendo tras la cultura del relativismo que avanza y se globaliza, vale la consideración de fondo que hace Emilio Lledó, volviendo a “Aristóteles y la ética de la polis” (Victoria Camps, Historia de la ética, I, 1999): “No es, pues, el simple contacto con el mundo, el hecho aislado que los sentidos perciben lo que abre las puertas a nuestra sensibilidad”, afirma.

En efecto, los seres humanos “necesitamos articular lo vivido y convertir el «hecho» [producto de la ciencia o elaboración de la política], que cada instante del tiempo nos presenta, en un plethos, en un conglomerado donde se integra cada «ahora» en una totalidad”. Es la necesaria búsqueda de los universales que a todos nos conjugan sin mengua de los particulares, a fin de sobrevivir todos y escapar al caos o la selva selvaggia.

Es lo anterior lo que se conoce como la experiencia, la que le da sustento a toda civilización y sus culturas, como la nuestra, forjada en las localidades que desafían a lo virtual, decantada a contrapelo de lo momentáneo, en búsqueda de lo que trasciende. Y he aquí lo vertebral, en un momento en el que los políticos del siglo XXI deconstruyen nuestras memorias, derriban las estatuas de nuestros fundadores, queman las iglesias, prosternan los símbolos —y la revolución digital misma de suyo se vuelve negación del arraigo y del tránsito entre generaciones, obviando que sólo la memoria “permite [la] ampliación de lo vivido”.

Lo esencial y lo que más se ve afectado de manera intencional en medio del «quiebre epocal» es, justamente, el lenguaje y sus significados precisos. Al término es este el que nos permite “descubr[ir] esa honda resonancia de la intimidad que alcanza, en nuestra propia historia, la historia de los otros hombres”. Sin éstos interactuando y si nos limitamos al habla frente al espejo, no hay posibilidad democrática alguna, en línea con la consideración de Cansino.

“El lenguaje”, cuya señalada perturbación ha lugar para, a su vez, acelerar la inflación arbitraria de los derechos y la desconstrucción de lo natural, del ethos —“ellos”, “ellas”, “elles”— es el que “hace consciente, en lo colectivo, las experiencias de cada individualidad”, resume Lledó. Y si cada uno y cada cual, a la manera de una torre de Babel, forja sus propios significantes, ni los unos ni los otros, como pasa en la actualidad, podrán trasladar sus experiencias en reciprocidad y volverlas acervo intelectual que asegure la confianza entre los grupos humanos y sus generaciones.

Lo que es más grave, silenciado y aislado, el internauta o ciudadano digital degenera, pierde su entidad. En su defecto, como todos terminará siendo esclavo de los únicos elementos susceptibles de darle seguridad emocional y vital precarias en un mundo de enmudecidos, donde la desconfianza y la desconexión se vuelven denominador común. La dictadura en lo local y las tecnologías de eliminación (TdE) en lo global —no más la competencia leal y regulada, la política y la económica como tampoco la cultura del diálogo— sólo facilitan que alguien u otro termine “pensando por Usted”.

Las sociedades en anomia y en las que se pierden las certezas para sobrevivir y en sus decadencias, ven de inevitable como necesaria, así, la solución autoritaria. Nos lo muestra el siglo XXI, en el que entregamos nuestros destinos acríticamente, a quien dice nos proveerá de una vida cómoda y serena, engañándonos. Es la fuente de la que beben los traficantes de ilusiones.

II

La posverdad es actualizada como concepto por el diccionario de Oxford en 2017, según Cansino. Si algo tiene de novedoso es el contar la mentira y la manipulación del hombre, como nunca, de autopistas que las expanden dentro del universo digital sin tamizarlas.

Pero como ella se vuelve experiencia constitutiva y sucesivamente constitucional, no me canso de invocar la decidora monografía del eximio jurista italiano Piero Calamandrei, El régimen de la Mentira (Il regime de la menzogna, 2021). Refiriéndose a Mussolini, recuerda que se jactaba de poseer “casi una sensibilidad táctil y visual de lo que la masa quería o pensaba en determinado momento”. Y con su modo de propaganda “no buscaba crear una conciencia fascista, sino de impedir o retardar el que pudiese formarse alguna conciencia”. De allí que “las palabras no tienen [en el caso] más el significado registrado en el vocabulario, sino uno diverso y a menudo contrario al común, sólo inteligible para los iniciados”, precisa el autor.

La posverdad es la que hace posible y ofrece asiento, por ende, a las dictaduras y autoritarismos actuales por los caminos formales de la democracia; y el que los detentadores de estas, falazmente, afirmen que todo vale dentro de la Constitución, nada fuera de ella. En efecto, una vez como logran sujetar a los jueces, éstos dirán por aquella no lo que reza sino lo que le haga decir el gendarme de turno. Las experiencias neoconstitucionales de Venezuela, Ecuador y Bolivia, para no mencionar los casos retrógrados de Nicaragua y de Cuba, aleccionan al respecto.

Gaetano Azzariti (¿Il costituzionalismo moderno può sopravvivere?, 2013), profesor ordinario en La Sapienza, Roma, advierte con meridiana claridad sobre la pérdida de fuerza prescriptiva de las Constituciones contemporáneas; expresiones que son de un Derecho débil e incapaz de hacer valer la fuerza cohesionadora de los principios y valores constitucionales: “Una escisión —o un hiato muy vasto o amplio— entre las palabras y las cosas significa el final del constitucionalismo moderno”, afirma.

La deconstrucción cultural sumada a la relatividad ético política constitucionalizada, son, en síntesis, la prueba cabal de la emergencia del de la mentira sistemática y generalizada. Son negación del fundamento de la tradición cultural y jurídica judeocristiana en Occidente, a saber, el respeto a la dignidad de la persona humana, cuyo derecho crucial es el derecho a la verdad, tal y como lo explico en un texto que publiqué en 2012.

Refiero lo que se plantease Vaclav Havel al preguntar y preguntarse sobre si ¿es un sueño querer fundar el Estado en la verdad? Y fija como corolario, precisamente, la importancia de discernir sobre los límites de la tolerancia [léase esta vez de la disolución o la pulverización en nombre de las diferenciaciones y hasta del pluralismo] en la democracia y el Estado de Derecho (A. Aguiar, Memoria, verdad y justicia, 2012).

La enseñanza de lo anterior es palmaria. Así también lo señalo: “La persona humana tiene el derecho y el deber —reclamado por el igual derecho al desarrollo de la personalidad— de aspirar y buscar la verdad. Pero ni ella en lo individual o como expresión o testimonio del género humano es, de suyo, la verdad. Por ende, mal puede presumir que posee y luego transmite la verdad a quienes tienen el derecho directo o difuso de recibirla… De allí que, salvo en experiencias sociales y políticas tocadas por el mesianismo o víctimas de la “juridificación totalitaria”, valga la regla, de genuina raíz democrática, explicada por Emmanuel Kant…: «Tal es, quizás, la razón más importante por la que el pueblo ilustrado reclama tan insistentemente la libertad de pluma porque, si ésta es suprimida, nos es sustraído también un importante medio para verificar la validez de nuestros propios juicios, y quedamos así a merced del error»”.

Esa libertad, la de reclamar la verdad, a todo evento y tras la revolución digital, hoy se encuentra hipotecada. Está severamente afectada desde cuando, a través de las redes, a diario se perturba con saña a la lengua madre —en lo particular la residente en las Constituciones— que permite el diálogo entre las personas, para la experiencia civil y también la ciudadana.

Al proliferar y vulgarizarse las elipsis, sea a través de la censura del discurso cuando choca contra las narrativas dominantes en las grandes plataformas o se les impone a conveniencia, al ritmo de las demandas sensoriales dentro de los mercados de opinión o políticos; o al sancionarse a quien defiende su postura ortodoxa o discrepa, sobre todo de la deconstrucción intelectual e identitaria que apaga la voz de las mayorías acusándolas de excluir o de ser intolerantes contra las minorías, el diálogo kantiano procurador de la verdad queda reducido a utopía.

Sea lo que fuere, “nunca será anacrónica la seguridad de buscar y hallar la verdad. Esta seguridad es precisamente la que mantiene al hombre en su dignidad, la que rompe los particularismos y, sobrepasando las fronteras culturales, aproxima a los hombres entre sí, partiendo de aquella dignidad que es común a todos ellos”, precisa Joseph Ratzinger y la formula en vida como desafío (Fe, verdad y tolerancia, 2005) ante sociedades en las que la decencia ha perdido su control sobre el imaginario colectivo.

Algunos aspectos tangenciales pueden servirnos para ajustar nuestra visual sobre el «quiebre epocal» en curso, que, por negarse a todo fundamento antropológico, se alimenta de la entronización de falacias para la vertebración del poder político y económico como para teatralizar a la república y a la democracia, por huérfanas de nación.

El empeño de arrodillar a la cultura de Occidente —los causahabientes del comunismo se atan ahora al decálogo de Antonio Gramsci para disolver los sólidos e incidencias ideales de aquella sobre los ordenamientos constitucionales laicos que predican la primacía de la dignidad humana— en mala hora y enhorabuena logra como nicho exponencial para sus falacias a la revolución digital y de la Inteligencia Artificial, lo hemos dicho. El propósito, ayer como ahora, es conquistar adhesiones, audiencias globales, como de capturar o fabricar “votos” mediante operaciones digitales y saltos cuánticos, a cambio de la oferta de redenciones ante la pérdida colectiva del sentido de la existencia.

En medio de una «crisis de sentido» en la que el propio hombre “cree” de necesario reducir su dimensión escatológica, cada uno y cada cual, en lo sucesivo, podría crear su propia Iglesia. No por azar se estigmatizan a las Iglesias, se las deconstruye y parcela, como la católica vaticana que es guardiana del patrimonio judeocristiano y a cuyo propósito, deliberadamente, hablan los medios de catolicidades. Todos, eso sí, nos volveremos feligreses de una “teocracia” digital emergente (De mi autoría, “Debate sobre prensa y religión: ¿hacia una teocracia digital?”, Utah, 2023).

La religión de lo cuántico, qué duda cabe, ya manda en el mercado y también en la política, es de derechas y de izquierdas, pues es mutante tanto como sus usuarios.

A guisa de las reflexiones precedentes, a propósito de la incidencia de la Era de la Inteligencia Artificial sobre el orden social y político contemporáneos, tal y como lo recojo en ensayo propio (“Más allá de nuestra historia: Política e información en el ecosistema digital”) que acompaña el estudio de Cansino que nos guía, lo primero es atender a lo que nos previene Giovanni Sartori. Preocupado por la video-política, que la resume en el Homo Videns predecesor del Homo Twitter cansiniano, admite que su crítica [“la cultura audiovisual es inculta y no es cultura”, dice] no frenará su avance. Por consiguiente, “para encontrar soluciones hay que empezar siempre por la toma de conciencia” y el señalado «instituir», que conduce a las constitucionalizaciones primero culturales, después políticas.

De modo que, si las premisas que se advierten o muestran dentro del ecosistema digital y la entronización de la mentira son, en suma: (1) La comunidad de desconfiados que sobreviene a la sociedad de la confianza; (2) la individualización de los comportamientos y reclamos subjetivos dentro de las colectividades y sus solas coincidencias en el enojo común, y (3) el desplazamiento de las intimidades de ayer hacia el plano de los comportamientos públicos, a manera de ejercicio hipotético podrían sugerirse tres propuestas instituyentes y de principio, amén de correlativas:

(a) Ante la desconfianza que hace metástasis, urge el encuentro de un hilo conductor mínimo que ate a los desconfiados, les fije un denominador común respetuoso de sus diferencias mientras actúan como polos múltiples, fundamentalistas, extremistas, dispersos y exponenciales dentro de la realidad virtual. Podría ser, acaso, el hilo del servicio a la verdad y un acuerdo sobre códigos y símbolos mínimos de comunicación —de lenguaje neutro. Se ganaría, así, un espacio de seguridad superior a cada caverna o nicho, a cada burbuja digital, diluyéndose a la Babel contemporánea.

(b) Entre una visión reduccionista y el crecimiento exponencial de los derechos humanos (véase  nuestro libro Calidad de la democracia y expansión de los derechos humanos, 2018), los fundamentales frente a los que reivindican quienes se asumen como diferentes o particulares al conjunto, ¿es posible la concertación de éstos en el plano de unos derechos “intermedios” que faciliten su tutela efectiva, la reducción del desencanto, y el restablecimiento del sentido raizal de aquellos?; o acaso, ¿a través de otras formas de diferenciación institucional o de desagregación espacial del poder, para la garantía real de unos y de otros dentro de límites que impidan la anomia o siembren la anarquía?

(c) Siendo lo predominante el “yo” digital y el narcisismo conductual que le es inherente, cabría, eso sí, la reformulación de los medios y formas de relación entre el quehacer político y la cotidianidad de la vida humana; superándose el vínculo estrecho entre la sociedad civil y la sociedad política, hasta ahora separadas por los partidos a la manera de diafragmas impermeables. Al efecto, puede fortalecerse el odre de las ciudades o municipios y el de naturaleza comunal, resolviéndose sobre el deterioro del Estado como vínculo geopolítico y dada la revalorización de la inmediatez y la deslocalización en boga de los exciudadanos, usuarios digitales, propaladores de verdades a medias.

Quiérase o no, en conclusión, “nadie puede tener la verdad, es la verdad la que nos posee”, lo dice, con autoridad irrebatible, Ratzinger, respondiendo a nuestra posmoderna crisis de sentido (Elena Álvarez, “La respuesta de Ratzinger a la crisis de sentido”, Nueva Revista, 2018); esa que, como lo hemos visto, favorece el imperio de la mentira como fisiología del poder.

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