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El imaginario petrolero: petróleo e identidades sociales en Venezuela

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Por LUIS RICARDO DÁVILA

Introducción

La nación moderna, los discursos que la definen y las identidades que se constituyen en torno a éstos son producto de un conjunto complejo de movimientos estratégicos y políticos. En tales movimientos se constituye el proceso interno de su historia, aquello que caracteriza a los diferentes agentes históricos. El propósito general de este artículo es tratar para el caso de Venezuela el tema de las identidades colectivas, la unidad nacional y el papel que allí ocupó el petróleo. A tal fin quiero insistir en la dimensión de construcción y creación inherente a toda práctica política y social. Esto significa, entre otras cosas, que no es posible unificar a los agentes históricos en un espacio único de representación. La construcción de la nación, del nacionalismo, de sus discursos propios y de las identidades colectivas toma la forma de un juego complejo caracterizado por la articulación y desarticulación de muchos elementos, entre los cuales no hay unidad esencial, preestablecida o predeterminada.

¿Quién determina las características históricas de la nación venezolana? ¿Quién define los rasgos de la nacionalidad? ¿Qué factores intervienen en la formación de las identidades colectivas? ¿Cuál fue el papel cumplido por el petróleo? El problema de la identidad de los agentes históricos no es, digámoslo de una vez, descubrir o reconocer una identidad propia que les viene ya dada. El problema es otro: la construcción de principios de identificación que le darán una cierta racionalidad a un determinado orden político, social y mental. Con el inicio de la explotación petrolera en Venezuela ocurrieron grandes cambios de signo económico y cultural, que significaron la formación de una suerte de fondo común de representaciones y actitudes sobre el que se desarrolló la trama histórica, al igual que la posibilidad de construir nuevos principios, usos y costumbres de identificación individual y colectiva.

Así se conforman el Estado (cuerpo político de la nación) y la estructura de poder inherente. En uno de los estudios pioneros en el país sobre la “antropología del petróleo“, se argumenta: “Al estudiar la cultura del petróleo encontramos un sistema de valores creado por ella que responde a necesidades peculiares de una estructura de poder…” (1). Pero, con todo y lo novedoso del tema, este estudio no logró informar mayormente acerca de los protagonistas de tal estructura, de su producción simbólica y del discurso que le da sentido. En lo fundamental, quien elige y acentúa los aspectos históricos y míticos que van esculpiendo un horizonte común en la mentalidad colectiva es la voluntad política de las élites que detentan el poder (llámense líder, clan, clase o partido), apoyadas en un equilibrio precario entre sectores como los llamados liberal y conservador, entre las fuerzas centrales y las regionales, entre los sectores medios urbanos y rurales, entre el capital financiero internacional y el nacional. La constitución de las identidades colectivas son, en consecuencia, el resultado de una “voluntad dirigida” (2), de un acto de poder en el sentido que tales identidades excluyen algo, estableciendo una diferencia entre los dos polos resultantes.

En Venezuela, aquel Estado moderno que surge del “régimen de la rehabilitación nacional” (1908-1935) requiere de un espacio de definición convincente que auspicie la sensación mucho más que la idea de la pertenencia desafiante a una nación. A pesar de que para el comienzo del siglo XX ya se era formalmente una nación, muy pocos lo creían y menos lo sentían. Lo que unifica al venezolano era lo que lo dividía, y la gente se afiliaba a regiones, a causas políticas, a labores, clases sociales, bandos políticos o montoneras caudillescas. Se era andino, central, oriental, occidental, llanero o zuliano, campesino o citadino, gomecista o anti-gomecista, abogado o comerciante, agricultor o zapatero, pobre o rico, mucho más que venezolano. El rasgo distintivo y gran logro del siglo XX venezolano fue, entonces, tomar a un conjunto humano heterogéneo y disímil y constituirlo como una nación, regido por un proyecto sociopolítico de carácter democrático y moderno alimentado por el petróleo.

En el país, hablar del petróleo remite ineludiblemente a hablar de la condición petrolera de su economía y su sociedad. A la muerte de Gómez (diciembre, 1935), el nacionalismo deviene lenguaje generalizado, instrumento de una renovación política y social. En la práctica, el nacionalismo es la defensa de los intereses de una comunidad determinada geográficamente, la ideología de los rasgos colectivos más notables, el orgullo de las diferencias específicas, la expresión de los sentimientos más recurrentes. Pero el nacionalismo es también el control estatal del significado de ser venezolano. En términos estrictamente políticos: “El nacionalismo es la premisa ideológica de la unidad y la consecuencia orgánica de la fuerza del Estado” (3). De allí la relación muy particular que se gesta: la vitalidad del nacionalismo solidifica al Estado, y el crecimiento del Estado le infunde legitimidad al nacionalismo. Por eso a lo largo del siglo XX en Venezuela el nacionalismo más promovido es aquel que nace en el Estado, cuya pedagogía se difunde a través del discurso del poder y de sus “aparatos ideológicos” (según el concepto de Althusser) (4).

Hasta aquí se deriva que la nación y el nacionalismo de que estamos hablando es aquel construido desde las altas esferas del poder o, si se quiere, desde el clan gobernante. Este nacionalismo tendrá la virtud de constituir nuevos vínculos del individuo con la nación y con el Estado. Ahora bien, ¿qué elementos intervienen para que las multitudes vean y acepten en el nacionalismo estatal la identidad que les permite intuir o comprender las propuestas de la modernización o incluso les permite comprender y aceptar el ritmo y la dirección del desarrollo social? ¿Cuál es el fundamento en Venezuela del problema nacional y de qué manera se resuelven las presiones de la modernización sobre el nacionalismo? ¿Cómo ocurre que las exigencias que la modernización trae consigo —novedosos mitos y costumbres, la nivelación cultural que deriva del crecimiento de la educación pública, la adopción de valores capitalistas, la incorporación creciente de la población a la economía, la movilidad social y física de grandes contingentes de población, la constitución de nuevas representaciones sociales— sean aceptadas por los individuos, y que además sean aceptadas pacíficamente?

I En el principio fue el petróleo

“…un geólogo que destroza el castellano: ¡Oh! ¡Oh!

Todo esto es petróleo… Mucho petróleo para

nuestras máquinas”.

R. Díaz Sánchez

Mene

Si la Independencia de España creó las condiciones que posibilitaron la creación de la nación venezolana, para su consolidación aún faltaba por recorrer un largo trecho. La distancia la marcaría más bien un accidente de la madre naturaleza: la aparición, en un mundo ávido de fuentes de energía, de la súbita y grandiosa riqueza petrolera. Pero el accidente, el “azar geológico”, pronto dejaría de ser tal para convertirse en sustancia. En fecha tan temprana como 1913 (5), el entonces ministro de Fomento se refería en términos halagadores a aquello que aún estaba en ciernes:

“No vacilo en anticiparos la plausible noticia de que en

breves días podremos contar con una nueva fuente de 

producción rentística que no tardará en ser la de

mayor importancia”

Y continuaba sus palabras con términos que no podrían ser más premonitorios de lo que esperaba a la nación venezolana:

“El petróleo, ese codiciado combustible que las condiciones 

del progreso industrial hacen ya indispensable, ha dejado

de ser tesoro escondido en las entrañas de la tierra

venezolana” (6).

El negro mineral (“mene” (7)) dejaba de ser sustancia misteriosa, sacarlo de las entrañas del suelo patrio era sólo una de las actividades que seguiría a tan inusual y grata noticia. Algo más habría de derivarse: poner la nueva riqueza en sintonía con el interés nacional. Y esta sería alta prioridad del Estado gomecista. Con ello se generarían las condiciones óptimas para articular el país al sistema capitalista mundial y, en consecuencia, modernizar su economía y su sistema de producción. Los signos colectivos se moverían del agro al petróleo. Al moverse estos signos se moverían también las representaciones sociales y, junto a ellas, el lenguaje. La adopción de nuevos términos en un lenguaje, sobre todo si este es oficial, si se gesta y proviene del poder, presagia nuevas formas de vida.

El petróleo revienta en las riberas del Lago de Maracaibo, en la región del Zulia, con profecías de abundancia. Muy pronto, en 1926, el nuevo mineral desplazará por vez primera al que hasta aquel momento había sido el principal producto de exportación y, por ende, generador de riqueza: el café. Además, y lo que es más importante, aquella cultura legítimamente agraria, con cuatro siglos de historia, comienza a impregnarse de otra cultura que no tardará mucho en justificarse ante la mirada y las actitudes del hombre venezolano. La explotación petrolera, la riqueza y cultura consecuentes desencadenan en el país rápidos procesos institucionales, sociales y mentales, a saber: la preeminencia del Estado, propietario de los recursos generados por el petróleo, en tanto fuerza privilegiada para impulsar la vida del país; el desencadenamiento de rápidos procesos de movilidad social y de urbanización; y ciertas actitudes éticas en relación al trabajo, al mercado de trabajo y la generación de riqueza.

La paradoja de la modernidad petrolera

“En la novela sólo se puede hablar de negación,

de ausencia […] en un país donde el petróleo es

una especie de nervio rector de la economía, de los

cambios políticos […] y hasta de diversos arquetipos

culturales y mentales comunes”.

Gustavo L. Carrera

La novela del petróleo

Lo anterior viene a cuento para insistir en que al ritmo de la explotación petrolera algo comenzaba a gestarse, ahora ya no tanto en las entrañas de la tierra venezolana como en sus estructuras colectivas. El petróleo —junto a la condición petrolera que acarrea consigo— serviría de fundador de una nueva racionalidad social, de la cual apenas aparecían los primeros destellos. ¿Qué idea de lo imaginario, qué idea de los mitos, de las leyendas, de los cambios, de las utopías traía consigo la transformación de Venezuela en país petrolero? ¿Cómo contribuiría el petróleo a aquella inalcanzable unidad nacional, cómo en relación con la formación de las identidades colectivas? El imaginario del petróleo actuaría, en consecuencia, como un esquema organizador cuya materia cambiaría, pero permaneciendo algunos de sus contornos. Modernidad y progreso serían algunos de los signos más notables que caracterizarían el porvenir petrolero venezolano. Sólo que “la modernidad petrolera se constituyó en la gran excusa para evitar examinar los defectos del pasado y en consecuencia tomar conciencia de los vicios que, al amparo de lo nacional, allí se fortalecían” (8).

Estas consideraciones no agotan el problema de la incorporación del petróleo en la vida nacional. Si bien la lista de quienes se han esforzado por pensar el fenómeno es extensa, persisten ciertos intersticios vírgenes por donde la inteligencia nacional se ha metido poco —o no ha querido meterse mucho— acaso por razones axiológicas y que corresponden a importantes aspectos antropológicos del fenómeno (9). La interrogante, con visos de paradoja, fue planteada por Enrique Bernardo Núñez, en fecha tan temprana como octubre de 1941: “Todavía hoy poco se sabe en Venezuela acerca de esta industria. Los ‘intelectuales’ demuestran escaso interés por ella. Prefieren apartar los ojos de tales materias. En el país del petróleo se habla con vaguedad del petróleo” (10).

Y desde entonces, persiste el “escaso interés” y la “vaguedad”; y desde entonces, notables críticos literarios, ensayistas, polemistas, juristas y pensadores han insistido del lado de las interrogantes para no inclinarse más bien por el silencio. Otro ejemplo más reciente despeja el camino. Ante una encuesta llevada a cabo en 1977, entre algunos intelectuales caraqueños, sobre la novela, el ensayo, la poesía y los testimonios del petróleo, las respuestas mantuvieron un cimiento común: “Sabemos que el petróleo está allí, como parte sustancial de esa realidad; y como estamos seguros que todo el mundo lo sabe optamos por no mencionar lo obvio” (Gustavo L. Carrera). Hubo opiniones que interrogaban y respondían con cierta aspereza: “¿Dónde está la literatura del petróleo? En una literatura donde el petróleo es consecuencia y no tema. En la alienación, el nuevorriquismo, el consumismo, en la agonía de una cultura modificada, que experimenta el artificio de unos valores recientes” (Orlando Araujo). La alusión a las consecuencias no se hicieron esperar: “La literatura y el arte se vieron también compulsionados por la transformación violenta de Venezuela, de país agropecuario en país petrolero, y les costó trabajo ponerse al día” (Juan Liscano). Lo imaginativo e irónico no podían faltar: “¿Qué tiene todo esto que ver con la novela petrolera en Venezuela?, pregunta usted, muy atinadamente. Y es aquí donde (tr)avieso, me lanzo por el tobogán de la especulación […] Los petroleros, vaya eso por delante, somos ellos y nosotros. No se haga el loco: usted sabe quienes son ‘ellos” (Ibsen Martínez) (11).

II El imaginario del país mineral

“Pueblos obscuros se incorporaban al frenesí

del mundo […] La demencia de un ensueño

extravasado de las fronteras oníricas.

Díaz Sánchez

Mene

Interesa, pues, describir la articulación de lo estatal, de lo nacional y general al sistema de cambios e intercambios que la condición petrolera conforma. Las ciencias humanas han mostrado ya —con todo rigor— el carácter universal y unitario del utílismo concepto de imaginario como un modo de aprehensión del mundo y de la situación de la comunidad de los hombres en ese mundo. En este sentido, el imaginario —en tanto facultad humana esencial (12)— es una de las claves que permite comprender el psiquismo humano y la organización social. Más aún, y puesto en términos sugestivos: “L’imaginaire est ce qui tend à devenir réel” (13). Con esta fórmula el surrealista André Breton resumía, en su particular manera, lo que hace el poder del imaginario en las sociedades. Aquello que en Venezuela devendría real era un vasto movimiento del agro al petróleo, era el surgimiento de patrones de comportamiento que condicionan las relaciones del hombre frente al Estado, del hombre frente al hombre y frente a la comunidad de los hombres. Era la formación de un nuevo modelo económico, de una nueva forma de existencia en el mundo, pero también lo era de novedosos arquetipos culturales y mentales.

La condición del país mineral es muy importante al convertirse en función esencial de la existencia individual y de la vida en sociedad; al convertirse en parte sustantiva y no sólo accidental de la cultura. En este sentido, el imaginario del petróleo es un componente esencial de la moderna sociedad venezolana. Está presente en todas las representaciones sociales. Con mayor énfasis, si todo ocurre tal como lo señala Castoriadis: el imaginario representa el “cimiento” de la sociedad (14).

Hasta el primer cuarto del siglo XX, el cimiento de la sociedad venezolana es básicamente agrario. La psique de los ancestros predomina sobre el quehacer y representar cotidiano. Antes de la relación hombre-petróleo, hay supervivencias de los mitos primarios, de las supersticiones, la magia, de los distintos cultos. Ello se advierte con particulares rasgos en las prácticas colectivas. Pero pronto el país deja de ser —según la acertada expresión de Díaz Sánchez— vegetal para convertirse en mineral: “Se ha creado la imagen de dos países que se superponen y contradicen en el bastidor de la historia como dos dibujos desenfocados […] el del país vegetal, el del país mineral. O dicho de otra manera: el de la Venezuela típicamente agraria […] y el de la Venezuela que vive y se agita en torno al petróleo” (15). Es este último país —languidecido, feudalizado, “caudillado”— que sustituye el arado de bueyes por el tractor, el curandero por el médico, el amuleto por la radio, el que va a conformar la unidad de la nación. Pero también es éste el país que se deslumbrará ante la riqueza fácil, aquel que sustituye la actividad productiva por la actividad rentística, el que se debatirá entre las ideologías socializantes y la penetración imperialista —la cual era bien recibida por el sector gobernante (16)—, el de los rascacielos y los automóviles, el de las nuevas modalidades de la moral colectiva, el de la modernización sin modernidad: “El país no había dejado de ser colonial y ya comenzaba a ser moderno” (17).

El petróleo, propiedad nacional

“La leyenda de la riqueza del petróleo, de los

salarios fabulosos, de las transacciones fantásticas,

se irradiaba por toda la nación y atravesaba

sus fronteras”. 

Díaz Sánchez

Mene

En Venezuela el subsuelo es propiedad de la nación. Esto fue tradición ininterrumpida conforme al Decreto de Simón Bolívar, dictado en Quito, el 24 de octubre de 1829, según el cual “las minas, de cualquier clase, corresponden a la República”. De manera que cuando, a comienzos del siglo XX, el Estado atendía lo relacionado con las compañías petroleras interesadas en explorar y explotar el petróleo existente en el subsuelo, el marco jurídico ya estaba definido: las minas son de la nación. Muy pronto también lo estaría el marco político: “Nuestros tesoros yacen en el fondo de la tierra porque no hay capitales para sacarlos a la superficie” (18). Este es el contexto en el que se comienzan a entregar las primeras concesiones petroleras en Venezuela. A las compañías extranjeras les correspondería, paradójicamente, explorar y probar la existencia de terrenos petrolíferos abriendo para la nación la posibilidad de aprovechar una inmensa riqueza que antes muy pocos conocían.

A partir de 1917 se va a hacer evidente, para quienes dirigen el Estado, el particular interés que la nueva materia prima tenía para el mundo industrializado. “El asunto petrolero es de lo más importante actualmente en el mundo”, le informa un cercano colaborador al general Gómez en 1920 (19). En el futuro inmediato, el petróleo se convertirá en fuente de ingreso para la nación venezolana. Desde el Ministerio de Fomento, Gumersindo Torres organizaría todo lo relacionado con el petróleo como fuente de ingreso rentístico. El novedoso argumento introducido tendría la mayor importancia histórica: además de lo que las compañías arrendatarias del subsuelo nacional pagaban al Estado como impuesto general, habría que exigir —señalaba el Ministro— un pago como “canon de arrendamiento por el derecho a explotar las minas”. Según esto, la nación también cobraría a las compañías una parte por la cesión temporal de la propiedad del subsuelo.

De esta manera, lo que había sido “Libre Propiedad Estatal”, desde la elaboración del primer Código de Minas (1854), se transformó en “Propiedad Nacional” como base para exigir al capital arrendatario el pago de una renta petrolera internacional. El mismo ministro Torres interpreta ese nuevo “canon de arrendamiento” como una “participación de la nación” en los beneficios de la industria petrolera. A tal fin, se comenzó a acumular información sobre las condiciones de las “leyes, reglamentos y contratos de arrendamiento” existentes en otros países, “con el objeto de que las determinaciones futuras sean el resultado de la completa posesión de cuantos conocimientos sean requeridos para juzgar con acierto y no dar lugar a que las generaciones por venir tengan el derecho de hacernos cargos porque no supimos cuidar nuestra riqueza nacional” (20).

Por esta vía ocurrieron dos cosas: 1 Se construyó el argumento discursivo que permitió históricamente a Venezuela participar como propietario del subsuelo (terrateniente) en el negocio petrolero. El resultado fue la elaboración de un discurso que preservó la propiedad nacional sin interrupción hasta 1976, cuando ocurrió la nacionalización de la industria petrolera; 2 Para todo lo concerniente a esta participación (reglamentación y cobro), se aplicaron los criterios según los cuales los Estados Unidos desarrollaron la propiedad privada de la explotación petrolera.

Tan halagadoras eran las perspectivas, que en 1920 el mismo Ministro Torres va a referirse a una suerte de identidad petróleo-nación con un lenguaje también halagador:

“[…] pero es tan interesante el porvenir de los aceites que ha

llegado a ser este elemento no sólo una fuente de riqueza y de

renta para los afortunados países que lo poseen, sino que la tendencia

actual es considerar este elemento como si dijéramos, 

parte de la integridad nacional” (21).

Tales enunciados no podían ser más elocuentes de lo que se estaba gestando en el seno de la sociedad tradicional: se conformaban las bases para que la nación aprovechase los proventos de la explotación petrolera. La importancia de este mineral era de tal magnitud que las condiciones para su explotación se hicieron en condiciones ventajosas para la propia sociedad. En su calidad de propietario de un bien precioso para el resto del mundo, la nación logra consolidar sus relaciones con la moderna economía capitalista. De esta manera, se abren nuevos horizontes para aquella Venezuela tradicional y agraria. El país comenzó rápidamente, quizás demasiado rápido, a transformar sus estructuras económicas, sociales y mentales. Las grandes transformaciones estuvieron a la orden del día: el país dejó de ser rural para convertirse en urbano, dejó de exportar productos de la tierra para importar los bienes de la modernidad capitalista; el Estado, por su parte, dejó de ser pobre para convertirse en el omnipotente agente de progreso que ha sido hasta hoy día. Y todo esto ocurrió en un tiempo histórico relativamente corto. Se trataba del proyecto de una élite, “de unos gobernantes a quienes sobraba Estado y faltaba país” (Campos, p. 20).

Ahora bien, al abrirse la posibilidad de que sea el Estado mismo, y junto a él la nación, el perceptor de la nueva fuente de riqueza, y que las relaciones con el capital arrendatario se definan en condiciones ventajosas para el primero será un signo de algo más general: la conciencia que adquieren las élites dirigentes del Estado venezolano de lo que el negocio petrolero representaba para la nación. Y esto fue muy importante en dos sentidos: 1 Para consolidar el proceso de modernización de la sociedad venezolana: 2 Para conseguir la tan preciada unidad nacional.

Comenzaron a vincularse todos los rincones del país por medio de la construcción de vías de comunicación, el petróleo aceleró las migraciones internas con la oferta de puestos de trabajo, las ciudades y su infraestructura crecieron a pasos agigantados, se inició el saneamiento de la población de sus seculares males endémicos, la educación dejó de ser mera “instrucción” para convertirse en formación técnica y científica, aspectos de la mentalidad tradicional comenzaron a desencantarse, los diferentes sectores de la sociedad comenzaron a organizarse en modernas estructuras políticas, las ideologías se nutrieron de novedosos esquemas de pensamiento y acción, el Estado se hizo —bajo el dominio del petróleo— un verdadero Estado-Nación, en su estructura crecieron los planes y programas técnicos. Pero, por sobre todas las cosas, se consolidó la integración de la sociedad, vía las migraciones regionales (22). Integración precaria, es cierto, pero junto a ella, comenzó a perfilarse la existencia de la nación. Compartir una riqueza común sirvió de estímulo para solidificar el Nos-Otros venezolano y junto a esto ir formando nuevas representaciones colectivas.

Pero lo más importante para el propósito de mis argumentos es que la integración de la sociedad, la unidad de la nación y la modernización de sus estructuras no dependió tanto del pasaje armónico, progresivo, de una sociedad tradicional hacia otra sociedad moderna, sino que dependió más bien de un accidente de la naturaleza, de “un azar geológico”, y de un legado jurídico: la propiedad nacional del subsuelo. Se violentaban, en consecuencia, algunos códigos históricos, culturales y económicos con hondas consecuencias sobre la existencia y porvenir de la sociedad. Y así nos hicimos modernos muy a pesar nuestro, según la afirmación de Picón-Salas, nos hicimos modernos sin contar con el respaldo del imaginario de la modernidad (23).

La condición rentista como sistema

“Y ¿sabéis lo que he oído decir por ahí? Que el

petróleo, el petróleo que llena todo esto por debajo,

es lo que no deja brotar el agua dulce y crecer las matas.

Díaz Sánchez

Mene

La lógica con la que la nación venezolana se articuló al sistema capitalista mundial fue sui generis. El Estado, en tanto cuerpo político, administrativo e institucional de la nación, y en tanto ejecutor de la propiedad nacional del subsuelo, al otorgar el derecho a un tercero para la explotación de un bien que le pertenece, es capaz de lograr un ingreso producido por otros. Esto fue exactamente lo que ocurrió con la explotación petrolera en Venezuela.

Al cederse el derecho de exploración y explotación a las compañías petroleras (“Arrendatarias”), el Estado exigiría para la nación una participación en sus cuantiosas ganancias a través del cobro —según el contrato de concesión— de un “canon de arrendamiento” (Ley de Hidrocarburos de 1920) o de un “impuesto de explotación o royalty” (Ley de Hidrocarburos de 1922) (24). La captación de este ingreso, cuya naturaleza es rentística —el pago realizado por el derecho al uso de una propiedad— sería el referente principal, aquel que daría unidad a las específicas relaciones discursivas entre la nación propietaria y el capital arrendatario. En consecuencia, la renta petrolera y la condición rentística de la nación serán el mayor componente del discurso petrolero estatal, aquel del propietario que reivindica la participación de la nación en el atractivo negocio petrolero (25).

Para que la condición rentística se pusiera en sintonía con el interés nacional, habría que iniciar un amplio proceso de reformas al régimen de tributación existente, afinar el aparato administrativo del Ejecutivo y, sobre todo, definir la obligación al concesionario de iniciar las labores de exploración y explotación una vez obtenida la concesión. Como era de esperar, con los primeros signos de existencia de petróleo en tierra venezolana, se inició una viva competencia por parte del capital petrolero para obtener concesiones. Al gobierno le correspondería actuar con “gran cautela y cuidado”. El ministro Torres lo expresaba en 1918 así: “Hasta hace poco, verdaderamente a ciegas, se procedió en los contratos que para exploraciones y explotación de petróleo se celebraron; por lo que de ellos, pocas o ningunas ventajas ha obtenido la Nación” (26).

Al reafirmarse la propiedad nacional sobre el recurso natural, se definía el contexto para establecer, con plena libertad, las nuevas modalidades impositivas y, lo que sería más importante, se crearían condiciones para construir un discurso justificador de la participación de la nación en la nueva fuente de riqueza. Así lo haría saber el gobierno al Congreso Nacional en 1918: “El impuesto minero es, por consiguiente, una participación en los beneficios y debe variar con la riqueza de la mina concedida y las utilidades que produzca” (Memoria, 1917, Ibídem., p. XIX). El modelo implementado fue, obviamente, el de los EE UU por su larga experiencia desde el siglo XIX en la explotación de petróleo. Sólo que ahora la industria petrolera nacional, organizada también con base en arrendamientos, no pagaba una renta al propietario privado del yacimiento y el impuesto correspondiente al gobierno federal, sino que sería al Estado venezolano al que le correspondería percibir ambos pagos en virtud de su condición de propietario y de “Estado soberano” en materia impositiva. Lo que restaba era darle carácter legal a esta “aspiración nacional”.

A César Zumeta, diplomático del gobierno de Venezuela ante los EE UU, le correspondería indagar sobre la materia a fin de asesorar en la elaboración de una ley sobre concesiones de petróleo. El modelo estaría compuesto por las más importantes disposiciones de una Ley afín dictada el 25 de febrero de 1920 por el Congreso de los Estados Unidos. El juicio que Zumeta le enviaría al presidente general Gómez contenía los términos siguientes:

“Espero […] que sea posible calcar nuestra Ley sobre ésta,

en defensa de tan importantes intereses nacionales y sin

herir, sino antes bien, atraer el capital extranjero

bienintencionado [así se] acabará de poner a

salvo esa inmensa riqueza, tan íntimamente ligada

al inmediato porvenir y prosperidad de la República” (27).

Mientras llegaba el texto legal sobre el que se iba a “calcar nuestra Ley”, en el país se le daba el toque final a la definición de la condición rentista. Este consistía en la separación conceptual de “impuestos” y “renta”. Ambas eran nociones distintas. La primera pertenecía al ámbito fiscal, mientras que la segunda era la “percepción de una suma derivada de la estipulación contractual por el goce de una propiedad nacional”. Esta distinción era puesta por delante por el ministro Torres, para luego insistir: “[…] en Venezuela hay impuestos, pero nada pagan las empresas por el derecho mismo a la explotación como en todas las otras naciones tiene que hacerlo, ora a los propietarios del suelo, comprándole carísimas tierras petroleras, ora al Estado mismo, si el terreno es baldío, mediante especiales estipulaciones contractuales” (Memoria, 1920, Ibídem, p. XXII).

Esta distinción conceptual fue la que dio base y justificación al argumento sobre el cobro de una renta petrolera al capital arrendatario. Sobre la misma se construirían aquellas representaciones destinadas a interpretar la condición rentista como el aprovechamiento de la propiedad nacional de un recurso de alto interés para el resto del mundo. Lo que siguió fue la imposición por parte del Estado de una renta a pagar —siempre manteniéndose dentro de las magnitudes de lo que los productores independientes cancelaban en los EE UU al gobierno federal— por el derecho a su explotación. Esta exigencia tendría un alto significado para el porvenir de Venezuela: la estructuración entre las élites dirigentes del Estado de una conciencia nacionalista. Esta conciencia tuvo su expresión, primero, en el discurso gomecista oficial, es decir, en el discurso del poder, aquel en el que se producen las condiciones de ejercicio del gobierno. Y, segundo, en el discurso de la llamada “oposición democrática”, quienes aspiraban a llegar al poder. En este sentido, todos a quienes les ha tocado la dirección del Estado han compartido esta actitud de defensa del interés nacional en materia de petróleo. Las diferencias o acusaciones de unos grupos contra otros han obedecido más bien a razones de diferenciación ideológica o de combate político.

Lo que siguió fue la elaboración de un dispositivo (28) jurídico que permitiría proyectar en el tiempo la imagen de la explotación petrolera como “parte de la integridad nacional”. Queda, así, constituida discursivamente la identidad petróleo-nación. Con estas posiciones se inicia, en consecuencia, todo un proceso histórico de confrontaciones entre la nación y las compañías petroleras. El motivo fue siempre la tendencia estatal a aumentar su participación en los beneficios del negocio, de acuerdo con las distintas coyunturas del mercado, y la negativa de las compañías a aceptar tal exigencia. Los enunciados del discurso gomecista oficial siempre se mantendrían dentro del marco de resguardar “cuidadosa y patrióticamente los supremos intereses de la nación” (29).

“Una República en venta” o el anti-imperialismo como símbolo

“Piénsese lo que hubiera sido del país 

si nuestros doctores, aparte de sus textos jurídicos,

hubieran tenido alguna vislumbre de lo que era la

industria petrolera cuando ésta se iniciaba”.

Enrique Bernardo Núñez

La batalla del petróleo

En materia petrolera, le tocaba a los gobernantes “abrir los ojos desde el primer momento, pero éstos no habían tenido tiempo de saber lo que era el petróleo y de conocer su historia” (30). En Venezuela, ni durante la época de Gómez ni después, se desarrolló un nacionalismo petrolero revolucionario, por ejemplo, al estilo mexicano, lo que le costó al país azteca la salida del mercado petrolero internacional por décadas. Se preservaron los intereses de la nación pero de forma menos radical. Siempre manteniendo la lógica de la negociación de acuerdo con las condiciones del mercado petrolero y la necesidad de combustible. La historia de la industria petrolera en Venezuela y México, tal como lo revelan los documentos de las compañías, puso de manifiesto que, en ciertas coyunturas, los intereses de éstas fueron afectados por fuerzas nacionalistas. Muchas veces encabezadas por los propios gobiernos; y muchas veces también utilizando mecanismos que las propias compañías contribuyeron a implementar haciendo uso de su influencia política, pero que luego escaparon a su control (31).

No obstante, las representaciones colectivas creadas por los sectores anti-gomecistas insistirán en otros aspectos. “Pero Venezuela no sólo era tiranía, terror y sangre. Era fundamentalmente petróleo, mucho petróleo. Y hacia Venezuela volcaron sus capitales y sus apetencias, codiciosamente, los hombres de Wall Street”. Con estos términos, Rómulo Betancourt —acaso el principal dirigente de la llamada “oposición democrática” al gomecismo— estigmatizaba la situación nacional (32). Opresión hacia dentro y “venta de la república” a los grandes consorcios internacionales. Así las cosas, el panorama nacional “no podía ser más favorable para la conquista fácil. El régimen gomecista era cada vez más implacable, pero con los criollos. Su capacidad sin fronteras para oprimir y exaccionar al venezolano se transformaba en sumisión y obsecuencia con el extranjero poderoso” (Idem).

Los agentes del discurso anti-imperialista de fines de la década de 1920 desestimaban —por razones ideológicas y políticas— el discurso oficial de “defensa de los supremos intereses de la nación”. Estos veían la relación del Estado con las compañías como de intercambio desigual en favor de las últimas. Para construir sus postulados sólo tomaban en cuenta las “superganancias” de las compañías, ante cuyas magnitudes la renta petrolera percibida por el Estado siempre parecía muy baja (33). Poco importaba que este ingreso se generara sin contrapartida productiva por parte del país. Tal interpretación tendría amplias consecuencias sobre la inducción de sentimientos anti-petroleros y anti-imperialistas entre las masas. Las consecuencias se reflejaban en aquellos argumentos que señalaban que las compañías se llevaban el petróleo sin que la nación recibiera “justos beneficios”. Los contornos del discurso eran, de esta manera, llevados a un plano ético: el precio justo del petróleo, lo justo de los beneficios obtenidos, lo justo de la renta pagada, etc. Y toda esta relación existía en desmedro de los intereses nacionales, en virtud de la complicidad de las élites dirigentes del Estado con el capital petrolero internacional y viceversa.

Incluso a nivel de la narrativa ya no de carácter político sino literario, estas imágenes serían poderosas:

“Los yanquis han entrado en Venezuela merced al

general Gómez. La Casa Blanca no tiene en esa región

del turbulento Caribe mejor y más acucioso mayordomo

[…] No hay país más amigo de los Estados Unidos que

Venezuela. Los yanquis descubrieron en Venezuela una

nueva riqueza bruja que estaba escondida en el fondo de

la tierra y se llamaba Petróleo […]  Este petróleo ha

enriquecido, a más de los yanquis, a los hijos, sobrinos,

yernos y compadres del general Gómez” (34).

La proyección en el tiempo de estas representaciones, unidas a un discurso de defensa y conservación del recurso natural no renovable, generó en el imaginario colectivo (35) una posición agresiva hacia las compañías y hacia sus propios países de origen, especialmente los EE UU. Semejante posición expresa una racionalidad que opera sobre la mentalidad popular, produciendo generalizaciones espontáneas, apoyadas en cargas emocionales y manipuladoras dirigidas en función de los sentimientos que se desean satisfacer. Se trata de la lógica típica del discurso nacional-popular, cuyos enunciados se construyen: 1 En función de los sentimientos que se desean satisfacer: “El pueblo trabajador, analfabeto, humillado, con su paludismo y su sífilis, era siervo de la gleba en las haciendas gomeras, artesano explotándose a sí mismo, esclavo asalariado en los campamentos mineros” (Betancourt, Ibidem, p. 66); y 2 En función de darle nuevas apariencias a viejos mitos: “El petróleo es el mito moderno o la apariencia moderna del mito antiguo guardado por los mismos dragones” (Núñez, Ibidem., p. 199).

Es un discurso diferenciador que busca establecer un antagonismo entre los polos en disputa mediante la sublevación de las emociones más que la discusión de las razones. El ritornello de semejantes posiciones discursivas aluden ciertos juegos de lenguaje (36) de carácter acusador, de denuncia: “Entrega de gran porción del subsuelo nacional a los consorcios extranjeros del petróleo por el despotismo de Juan Vicente Gómez, 1908-1935” (Betancourt, Ibidem, p. 11).

Presentar a los representantes del poder, quienes definieron las reglas del discurso sobre la cuestión petrolera en sus primeros momentos, como “aliados y siervos de intereses poderosos” (la expresión es de Betancourt) no podía más que tener un amplio efecto sobre las creencias populares, generando nuevas formas de acción social. Sin embargo, ninguna lógica resistiría el argumento de que la situación era absolutamente beneficiosa para las compañías, en la medida en que eran capaces de usar y sacar provecho de recursos ajenos sin necesidad de comprarlos. Habría que añadir, tal como se señaló anteriormente, que las concesiones se otorgaban a riesgo “del interesado” y que lo que se cedía no era la propiedad de los yacimientos, “sino el derecho de explorarlos y explotarlos” con las restricciones que el mismo Estado propietario indicase (Ley de 1922).

El ritmo de la “danza de concesiones”

“Cuando llegaron los musiúes, buscando campos

para la explotación, les vendió los suyos a buen precio,

presintiendo que sería inútil resistir a la

potencia que los destacaba”

Díaz Sánchez

Mene

Un último postulado del discurso nacionalista que fue completando los contornos del imaginario del petróleo en Venezuela, se refiere a la lógica del reparto de las concesiones petroleras. La política que siempre le sugirieron seguir a Gómez sus más diestros colaboradores fue una “política de petróleo, pues la importancia de este mineral es tal, que aún las más sólidas alianzas entre naciones les están subordinadas” (37). Las actitudes de Gómez, acaso guiadas básicamente por la intuición (“con esa rápida y exacta percepción de las cosas que él tenía” (38)), era creer que tales recomendaciones iban al fondo de la cuestión. Así se lo haría saber al Congreso Nacional en abril de 1923: “[…] vengo creando la prosperidad de Venezuela […] mediante —entre otras cosas, L.R.D.— el fomento de la riqueza pública y explotación de las minas de petróleo que ofrecen un brillante porvenir” (39). En efecto, la lógica del argumento de sus allegados era propia de aquel tiempo: “La nación que controle este recurso combustible verá la riqueza del resto del mundo afluir hacia ella” (40). El ritmo y las condiciones en que esta riqueza llegaría al país dependería, por supuesto, de la política de repartición de concesiones que cedía a particulares (nacionales y extranjeros) el derecho a explorar y explotar el subsuelo nacional.

Sus opositores construyeron, como era de esperarse, una versión negativa. El sistema empleado por el régimen se describió con la metáfora: “La venta de la nación al extranjero”, o como la complaciente “danza de concesiones” (ambas expresiones de Betancourt). Otros enunciados serían más duros al referirse a la cesión de “porciones de la República al extranjero”, o a la venta de “sus inmensos lagos de petróleo a los yanquis” (41). Si bien hubo danza —sobre todo por el número de concesiones repartidas y por los negocios que los sectores nacionales (42) hicieron a expensas de las mismas— en ningún momento hubo entrega sin contrapartida. Por el contrario, el sistema adoptado constituyó un importante componente de la articulación nacionalista del petróleo que representó, además, grandes beneficios y condiciones para la nación.

Ante la imposibilidad de que el Estado venezolano asumiese la explotación directa del petróleo, por razones, digamos estructurales, se escogió el método de repartir concesiones para explorar y explotar el mineral. Uno de los primeros obstáculos que el gobierno debía vencer para atraer al capital extranjero a solicitar concesiones, era que realmente existiese petróleo. A ningún inversionista le interesaría pagar los derechos de concesión y hacer cuantiosas inversiones en exploración, para que el desenlace final fuese negativo. Ante la ausencia de estudios geológicos regionales, el plan adoptado fue dar concesiones de exploración y explotación a quien las solicitase (43). Esto generó dos resultados: 1 La elaboración de estudios geológicos detallados sobre cada región, lo que equivalía a un inventario del petróleo existente en el subsuelo nacional (44); 2 Despertar el interés para una reñida competencia solicitando concesiones entre particulares (45).

Como era de esperarse, “los concesionarios […] en su casi totalidad fueron ciudadanos venezolanos” (Arcaya, Venezuela y su…, Ibidem, p. 186). Según la Ley de Hidrocarburos de 1920, se le reconocía a los mismos, entre otras cosas, el derecho a traspasar sus concesiones a terceros —nacionales o no— con la excepción de los gobiernos extranjeros. Ocurrió que ante la imposibilidad de los concesionarios venezolanos, por la falta de capital y técnica, para explorar y explotar sus concesiones, la mayoría fueron vendidas a empresas extranjeras. Estas particulares circunstancias pusieron a circular en el país una considerable suma de dinero entre lo que obtuvo el Fisco, lo que percibieron los nacionales por el traspaso y el ingreso de inversiones extranjeras: “[…] con lo cual se lograba el objeto que se buscaba de que ingresara el capital de otros países a invertirse en Venezuela, en condiciones ventajosas para la Nación” (Arcaya, Venezuela y su …, Ibidem, p. 188).

Pero, a nivel de la política interna, el reparto de concesiones tuvo todavía mejores resultados. El hecho de que la mayoría de concesionarios fueran nacionales, colocaba al gobierno en posición neutral en relación a cualquier reclamo, “evitábase también así todo motivo de recelos internacionales” (Ibidem., p. 189). A lo señalado agregemos dos cosas: 1 Ninguna empresa extranjera negociaría directamente con el gobierno: 2 Al Estado se le facilitaba el control de los diferentes concesionarios nacionales pues, en la mayoría de los casos, éstos manifestaban su fidelidad y gratitud; sin saberlo, se convertían en agentes de la articulación nacionalista. De los resultados cuantitativos del plan de concesiones dejaría testimonio el Ministro de Fomento en su memoria de 1930: “Al otorgar las concesiones […] se estipularon ventajas especiales para la Nación en materia de impuestos” (Ministerio de Fomento, Memoria 1930, p. VII.). En relación con lo cualitativo, las propias palabras del ministro Arcaya daban cuenta:

“[…] mediante el plan adoptado […] se ha creado y ha adquirido

insólito desarrollo en Venezuela la industria petrolera sin que el 

Fisco haya gastado ni un céntimo en promover esa industria,

antes por el contrario, las diligencias mismas de la iniciativa 

particular […] comenzaron a producirle a la nación considerables

ingresos, desde el primer momento, mucho antes de

haberse encontrado el petróleo” (Venezuela y su…, Ibidem, pp. 192-193).

En sólo una década se había logrado estructurar el marco político y jurídico de la articulación nacionalista petróleo-nación. La lógica era contundente: cuidar los intereses nacionales, sin causar daño alguno, sino más bien atrayendo al capital extranjero. A nivel de la terca realidad de los hechos es difícil aceptar esa representación colectiva de que Gómez y su régimen rehabilitador fueron instrumentos del “entreguismo al extranjero” o “factor deformativo” de la vida nacional (46). Tampoco se puso en peligro “la soberanía de la patria” —tal como lo denunciaba el Liberalismo Nacionalista de 1911— por permitir indiscriminadamente la entrada del capital extranjero y de la inmigración.

Durante este período se crearon las condiciones que posibilitarían un óptimo aprovechamiento, por parte de la nación, de la industria petrolera. Sobre el nuevo marco institucional se inscribirá la identidad petróleo-nación que caracterizaría en el porvenir la mentalidad colectiva. Por supuesto que se aceptaban algunas limitaciones y debilidades al “negociar con hombres que saben, verdaderos especialistas”, propias de “cuando no se conoce el alcance de las cuestiones del petróleo”, pero esto nunca fue considerado como excusa u obstáculo a la hora de saber “cuidar nuestra riqueza nacional”. Los protagonistas de la nueva hora histórica no tendrían mayores inconvenientes en reconocer la evolución de sus posiciones en tres momentos: “el de la ignorancia absoluta, el del conocimiento a medias y el del completo dominio de la materia que hemos alcanzado” (47).

III Identidades y el minotauro del petróleo

“Yo no sé si dentro de unos siglos, la Venezuela que

pueda sobrevivir a esta trágica prueba, dará los poetas

necesarios para crear un nuevo mito con el recuerdo de su

trágico presente. Porque la Venezuela de hoy tiene su Minotauro

histórico […] es el petróleo”

Arturo Uslar Pietri

El Minotauro

De manera que durante las tres primeras décadas del siglo XX, los venezolanos comenzaron a compartir un nuevo proceso histórico: la condición petrolera de la Nación. Muy pronto se constituiría, a partir del petróleo, un fondo común de rasgos culturales —de tendencia igualadora (48)— que reforzarían su frágil identidad y unidad. De donde se deriva una memoria histórica compartida que abarca todas las expresiones de la existencia nacional: desde la economía hasta la literatura, pasando por la política, las instituciones, las mentalidades y la ética (49). En la medida en que se solidifica esta memoria, se irán creando las condiciones de posibilidad para reforzar la estructura de la sociedad y del Estado, en el sentido de darle un carácter nacional. Es bien sabido que la nación, y las identidades en torno suyo no se construyen sólo a través de la provisión de “infraestructuras” e “instituciones”, sino a través de la elaboración de un fondo cultural, de símbolos, de acciones y de mitos compartidos derivados de la propia experiencia histórica.

El nacionalismo que hemos tratado hasta acá ha sido, entonces, la premisa ideológica de las identidades colectivas y, además, la consecuencia orgánica de la fuerza y presencia del Estado. Hemos visto cómo en Venezuela el petróleo ha hecho coincidir la vitalidad de las posiciones nacionales con la solidificación y peso del Estado en la sociedad. Las élites gomecistas, encabezadas por el propio general Gómez, lograron desde el Estado —sin lugar a dudas— hacer negocios particulares con el petróleo (50), pero también lograron promover actitudes nacionalistas que fortalecieron la idea de nación. El proceso histórico descrito expresa su trama según una lógica que descansa sobre tres vértices: industria petrolera, propiedad nacional e intereses internacionales. El resultado no podía ser otro que la preservación de los intereses nacionales sin espantar al capital extranjero, pues éste aportaría las bases materiales del proceso modernizador.

De otra parte, la estrategia escogida para “cuidar nuestra riqueza nacional” fue la de la articulación rentista de la Nación. Lo que permitió generar los recursos necesarios para soportar, sin grandes traumas económicos o sociales, la crisis de la economía tradicional de exportación agrícola. La renta petrolera colocaba al Estado venezolano en situación inusual y hasta paradójica: no necesitaba de la riqueza producida por las fuerzas económicas que él mismo representaba. Por el contrario, llegó al extremo de eliminar el impuesto de exportación que había sido fuente tradicional de ingresos para el Fisco Nacional. No sin cierta ironía, el propio Gómez señalaba a los Congresantes, en 1923, que la supresión de ese impuesto significaba para la Nación dejar de percibir 84 millones de bolívares “en obsequio de los agricultores” (Mensajes…,. op. cit., vol. IV, p. 187). Pero, muy pronto, esta articulación rentista le plantearía a Venezuela cambios decisivos, quizás los más decisivos que haya podido confrontar en su existencia como nación. Por una parte, el petróleo actuaba como factor unificador de una sociedad que había permanecido sin mayor integración; pero, de otra, el esquema sustantivo del petróleo alterará patrones de comportamiento, condicionará el estar en el mundo del hombre venezolano. Y este será un tema que atañe a la ética, a las posturas frente a los otros, frente a la riqueza, su producción y distribución.

La fábula de la cigarra y la hormiga: “sembrar el petróleo”

“El oro y la plata de los vasos sagrados judios

se llenan de vino, la tumultuosa corte se regocija y ríe […]

Nadie parece percatarse de que se está al borde de  la tragedia,

que el maravilloso festín no puede prolongarse indefinidamente,

que todo lo que parece abundar es aparencial y falso y va

a desaparecer”

Arturo Uslar Pietri

El festín de Baltasar

Es curioso que —desde el comienzo— a esta irrupción inesperada de la riqueza petrolera, se le caracterice de economía destructiva: “Aquella que sacrifica el futuro al presente” (51). Acaso más curioso sea suponer, pensar con antelación, que dicha riqueza se convirtiese al paso del tiempo en “monstruo devorador”. Pareciera que un cierto estrato de la intelligentsia nacional presentía que la lógica de captación de los nuevos recursos violaba ciertos “mandatos divinos”, o ciertas reglas naturales de la producción de riqueza en toda sociedad. Transgredir tales mandatos condenaría a la sociedad, a menos que se tomaran correctivos, a saber: “Incorporar el petróleo a nuestra vida y no nuestra vida al petróleo” (52). Se observa que los argumentos saltan de lo institucional, de lo estratégico y de lo organizador a lo ético. Y así se conformaba una nueva arista en las representaciones colectivas: petróleo sería sinónimo de maldición para los venezolanos. Las metáforas hablan por sí mismas: “El Minotauro”, “el chorro, gracia o maldición”, “el excremento del diablo”, “un monstruo devorador”. Las consecuencias no se harán esperar. El país se convertía en “la nación fingida”, en “país improductivo y ocioso”. Lo que se presagiaba era “el desastre”, caracterizado por la “mentalidad del parásito”. Una nación sumida en la “dependencia y neocolonialismo”.

Lo anterior viene al caso, porque tales juegos de lenguaje nos remiten a la paradoja de la modernidad petrolera planteada líneas atrás: la negación ontológica, el cuestionamiento ético y, en el caso de la narrativa nacional, la ausencia, la “mudez”, de representaciones, de incorporación de sentidos ocultos y simbólicos que den cuenta de un tema rector de la mentalidad colectiva. Esta paradoja no puede sino tener resortes éticos. La misma nos remite a un sentido de culpa, a una suerte de pecado original. El hecho de que —usando imágenes de Uslar, artífice de esta culposidad— aquel país de cultivadores y guerrilleros, aislado del mundo, sin comunicaciones interiores, entregado a una lenta y limitada vida provinciana, no hiciese de ese regalo natural incentivo para el desarrollo de la riqueza propia, generaría una situación sin precedentes. Se abandonó la poca riqueza propia para darse a gozar del regalo. Más aún: “Ha disminuido nuestra aptitud para producir riqueza. No sólo hemos adquirido los hábitos, sino hasta la mentalidad del parásito. Nadie es más pobre que un parásito. Nada tiene. Su porvenir pertenece al ser que lo nutre” (El Minotauro, Ibidem., p. 43).

Aquella condición rentista de nuestra articulación al capitalismo mundial, definida anteriormente, por la que optaron las élites gobernantes, tendría efectos irreversibles sobre las actitudes éticas de una sociedad en transición. Y, por si esto fuese poco, muy pronto ese mismo país de cultivadores y guerrilleros se convertiría en cliente del Todopoderoso Estado rentista. Porque en el origen (en sus relaciones externas) de la formación de la nueva riqueza, el Estado adoptó un discurso de carácter rentístico, aprovechador del ingreso producido por otros. Pero, cuando del destino de esa riqueza se trataba (en sus relaciones internas), se adoptó un discurso capitalista.

Tan singular tendencia se intentó conjurar con el discurso de la siembra del petróleo. Algunos pensaron que sembrando una riqueza generada sin mayor esfuerzo productivo, podría evitarse la deformación de valores y actitudes en relación al trabajo. “Sembrar” fue el verbo, de corte agrario, que acompañaba una consigna que llegó a tener visos programáticos:

“Urge aprovechar la riqueza transitoria de la

 actual economía destructiva para crear las bases sanas 

y amplias  y coordinadas de esa futura economía progresiva

 que será nuestra verdadera acta de independencia”, (“Sembrar el …, Ibidem, p. 163).

Pero, por otra parte, enunciados semejantes también apuntaban a legitimar la posición del país ante el capital arrendatario. Exhibir internamente un rostro productivo, equivaldría a justificar el cobro y captación de la renta petrolera. En este sentido, la siembra del petróleo actuaría como una suerte de freno axiológico a una tendencia económica, cultural y social que no presagiaba marcha atrás. Esa sería, entonces,

“[…] la verdadera acción de construcción nacional, el

verdadero aprovechamiento de la riqueza patria y tal

debe ser el empeño de todos los venezolanos conscientes”, (Idem).

El síndrome del petróleo: “La erosión moral”

“El dinero fácil compraba los hombres o los

hundía en el carnaval de favores, humillaciones e

indignidades. Unos ingenieros yanquis habían

descubierto el petróleo y la riqueza fácil mal

administrada servía para la corrupción

 cotidiana de almas.”

Mariano Picón-Salas

Proceso del pensamiento venezolano

Es en este movimiento discursivo donde se definirán los diferentes procesos identificatorios que avanzan desde la condición rentista generada por el petróleo. La llamada “oposición democrática”, con todo y su discurso anti-imperialista y de diferenciación radical, tanto con el régimen de Gómez como con la política de los gobiernos que le sucederán entre 1936 y 1945, no estará exenta de tal movimiento. Por el contrario, comparten la posición rentista, en una variante llamada “la segunda visión de la siembra del petróleo” (53).  Sólo que ahora la reivindicación rentística de la nación se justificaba con una política de distribución popular de la renta.

Con fines políticos, AD como partido conductor de las luchas democráticas y populares, al llegar al poder el 18 de octubre de 1945, puso el mayor énfasis no en el destino productivo (inversión) de la siembra del petróleo, sino en el destino distributivo (consumo) de la renta petrolera, para obtener apoyos políticos, para mejorar el capital humano nacional (“educar, sanear, alimentar y domiciliar”) y crear las condiciones de consolidación del mercado interno, con un alto poder de compra. Se entró en un proceso de “legitimación económica del orden político” (54). El discurso populista, luego de 1945, también acogerá lo que había sido mot d’ordre de la política económica nacional, generadora de consenso excepcional entre los distintos sectores de la sociedad. Sólo que ahora le dará nuevo giro, con nueva gramática diferenciadora que deslumbra y motiva a los sectores populares:

“Sembrar el petróleo fue la palabra de orden escrita,

demagógicamente, en las banderas del régimen.

Nosotros comenzaremos a sembrar el petróleo.

En créditos baratos y a largo plazo haremos desaguar

hacia la industria, la agricultura y la cría, una apreciable parte

de esos millones de bolívares esterilizados, como superávit fiscal

no utilizado en las cajas de la Tesorería Nacional” (55).

Este giro verbal, unido a la política distribucionista en “defensa de la riqueza-hombre del país, el centro de nuestra preocupación” (Idem), no podía generar más que un solo contenido: consumirlo primero, sembrar el petróleo luego. Pero, si de otra parte, añadimos lo que a los sectores económicos le insinuaba el discurso populista: “Producir lo que necesita la nación”, se nos cuadra el círculo. ¿Qué significa esa suerte de malabarismo discursivo según el cual a las mayorías se les ofrece consumir la renta petrolera, mientras que a las minorías se les dice: conviértanla en capacidad productiva nacional?

En este punto de ambigüedad es donde el discurso populista muestra lo mejor de sus capacidades legitimantes del orden político. Al ser un discurso de Estado, discurso del poder, no puede identificarse plenamente con los intereses de uno de los sectores. Su lógica es: “debe” representar el conjunto de la sociedad, sin confundirse con la identidad separada de cada sector. El lenguaje se construye de esta manera sobre una cierta indeterminación, sobre una aparente ausencia, que es la misma que determina el poder. Es que el poder muestra por lo general movimientos sinuosos, presentándose algunas veces como ausente, como anónimo, pero siempre apareciendo como constitutivo de toda la trama que él mismo genera y ordena. Su presencia se manifiesta en cada acción, en cada gesto, en cada palabra, en cada imagen. Sus mecanismos sutiles contienen una sólida eficacia.

Las consecuencias de todo lo que antecede no podían sino hurgar, para condicionar, la ética del país. Me refiero a la tendencia peculiar que ya mostraba la raíz y el rostro de ciertos comportamientos y actitudes en la vida nacional. El destino consuntivo del ingreso petrolero se hizo “estructural”, generando efectos indeseables para el mismo discurso del poder. De esta manera, la siembra del petróleo, en sus dos versiones, no fue más que un espejismo (“un callejón sin salida”, dirán algunos), donde ingenuamente se miraron los venezolanos por décadas. Pero, ni modo que sea posible negar la eficacia identificatoria del espejismo. A pesar del sentido apocalíptico que contiene el carácter “dependiente y transitorio” del petróleo, fue el motor —aún hoy día lo es— de las pequeñas y grandes transformaciones de la sociedad. Interesa, sin embargo, insistir en las repercusiones de la nueva condición rentística de la economía sobre el comportamiento y actitudes de los venezolanos.

El sistema de representaciones y creencias construidas en torno a este crucial aspecto, es lo que denominamos el síndrome del petróleo. Aquellos valores y comportamientos colectivos de la Venezuela agraria, precapitalista y rural cedían paso a nuevos valores propios del país petrolero, rentista y urbano. El síndrome se manifestaba corrientemente en la indolencia generada por la vida fácil, basada en el consumo y no en la producción. No hay recuerdos en la memoria, ni paralelos en la historia nacional de aquella suerte de “indigestión”, a causa de una riqueza no producida por el trabajo. Señalando ésto, no me refiero ni a la dependencia económica de la actividad petrolera y ni siquiera al problema del agotamiento de la fuente de riqueza (56). Me refiero al impacto de la condición petrolera y rentista de la nación sobre las transformaciones de su sistema ético La subversión de los códigos morales y de conducta social que contiene el síndrome podrían concentrarse en un aspecto de la mayor importancia: la proliferación de actitudes facilistas y parasitarias ante la riqueza y la adquisición de bienes materiales.

Epílogo: ¿El triunfo de la riqueza mágica?

“La cuestión petrolera […] verdadera y definitiva 

cuestión de vida o muerte, de independencia

 o de esclavitud, de ser o no ser”

Uslar Pietri

De una a otra Venezuela

Se puede convenir, a propósito del análisis y la representación, que el principal legado del petróleo para la Venezuela contemporánea irradió en varios frentes: 1 Del lado de lo económico, permitió impulsar aquel proceso histórico mediante el cual una sociedad atrasada, tradicional y precapitalista se convirtió en una sociedad de mercado, con todo y la carga de modernidad que ello implica; 2 Desde lo social, además de facilitar ampliamente la movilidad horizontal y vertical de la población, el petróleo sirvió de amalgama, de principio unificador, manifestado en la conciencia de ser un país petrolero, de la nación en formación. Y esto mediante el papel tan importante que las identidades regionales jugaron en la construcción de ese sentimiento de unidad. El petróleo facilitó el reconocimiento desde las regiones del nosotros nacional, sirvió de muleta a la comprensión que la nación somos todo; 3 Desde la ética, el hecho de que los venezolanos se hiciesen de una riqueza no en tanto productores de la misma, sino en tanto consumidores (propietarios de un bien indispensable para el resto del mundo) comenzó a generar patrones de comportamiento y a alterar el viejo orden jerárquico con singular impacto sobre el cuerpo social. Dos grandes proposiciones han permanecido constantes en el imaginario colectivo: el petróleo no proviene del trabajo nacional y, en consecuencia, debemos utilizar el petróleo para construir Venezuela.

Más allá de las valoraciones —positivas o negativas— que no son más que estados de ánimo, acaso convenga concluir este ensayo enfatizando el hecho de que el petróleo impactó el imaginario colectivo presentándose como un cuerpo extraño a la misma sociedad, algo que no depende de ella misma, que no se logra explicar muy fácilmente, sino que está allí. Y al cual se pretende tener un derecho. Más todavía, a eso que está allí se puede ir accediendo, puesto que se sembró la creencia que cada quien tiene derecho a participar, sólo queda ingeniarse cómo hacer para que algo llegue. Pero muy pronto, esa riqueza mágica comenzó a amenazar la salud de la nación, de sus instituciones y de su comunidad. El sistema de valores se horizontalizó, se desconocieron viejas jerarquías para incorporar otras con falsos rostros igualadores. La pieza dominante en este juego, no ha sido ni siquiera una clase social, sino el Estado rentista con todo y su autonomía financiera, distribuidor del provento mineral, y junto a él del clan o partido que gerencia los asuntos públicos. De allí, pues, la excesiva fragilidad que ha mostrado históricamente la sociedad civil frente a ese Estado omnipotente. Ha sido desde el Estado, o con su apoyo, desde donde se han organizado las fuerzas políticas y sociales. Su potencialidad fiscal le ha permitido jugar un importante rol en la vida nacional. Algunas de las cosas que de allí se derivan, fueron vistas y expuestas en 1939 con meridiana claridad por uno de los constructores del imaginario petrolero, Rómulo Betancourt: “El Estado está más capacitado en Venezuela que en otros países de América para ejercer, aún antes de que una transformación profunda de tipo democrático se opere en su estructura, una influencia determinante en la vida de la Nación” (57).

La consideración de lo anterior me lleva por otras sendas. El poder político —ejercido en condiciones democráticas o dictatoriales, poco importa— se constituyó en el medio a través del cual se canalizan las demandas y se satisface con dádivas todo tipo de necesidad colectiva, desde las materiales hasta las simbólicas, desde las leyendas, los rituales y ceremonias hasta la siembra de utopías. Los partidos políticos cumplieron su rol de agentes privilegiados de la distribución de esperanzas y fantasías, en un juego donde la ambición se solapaba con la promesa incumplida y el sueño truncado. Las actitudes y el lenguaje resultante de la apariencia moderna de un tema ancestral se presentaron como máscaras, como ocultamientos de mezquinas ambiciones. Los signos del tiempo actual señalan el retorno a situaciones e ideologías que se creían superadas, o al menos en trance de serlo, debería acotar. El imaginario del petróleo abrió todo un horizonte para la nación venezolana, al mismo tiempo que anunció el tiempo por venir, aquello que devendría real (según la fórmula de Bretón), despejó las dudas sobre la lógica de una historia vivida y otra por vivirse. Y en esta dialéctica entre lo que fue, lo que es y lo que se prefigura es donde se ha ido enriqueciendo nuestra existencia social.

Notas

1 Quintero, R., Antropología del petróleo, México, Siglo XXI editores, 1972, p. 5.

2 “Una nación –señalaba Picón-Salas– no es sólo una suma de territorios y recursos naturales, sino la voluntad dirigida, aquella conciencia poblada de previsión y de pensamiento que desde los días de hoy avizora los problemas de mañana”, en “Rumbo y problemática de nuestra historia” (Discurso de incorporación en la Academia de la Historia, 1947), Comprensión de Venezuela, Caracas, Ministerio de Educación (Biblioteca Popular Venezolana, No 34), 1949.

3 Monsiváis, C. “Muerte y resurrección del nacionalismo mexicano”, en El nacionalismo en México (Cecilia Noriega Elio, editora), México, El Colegio de Michoacán, 1992, p. 448.

4 Althusser, L., “L’ideologie et appareils ideologiques d’etat”, en Positions, París, Editions Sociales, 1976, pp. 67-125.

5 Los primeros yacimientos descubiertos fueron: La Petrólea (1878); Guanaco (1913); Mene Grande y El Totumo (1914). Sin embargo, la producción hasta 1922 fue bastante escueta y discontinua. Ese año es cuando revienta el famoso pozo R-4 de la Shell que arrojó 100.000 barriles diarios de aceite pesado, marcando el inicio de la era petrolera, Ministerio de Minas e Hidrocarburos, Convención Nacional de Petróleo, Caracas, 1951. Cit. por Díaz Sánchez, R., “Evolución social de Venezuela (hasta 1960)”, en Picón-Salas, M., A. Mijares y R. Díaz Sánchez, Venezuela Independiente. Evolución política y social, 1810/1960, Caracas, Fundación Eugenio Mendoza, 1975, p. 333.

6 Ministerio de Fomento, Memoria y Cuenta correspondiente al año 1913, Caracas, Imprenta Nacional, p. XII.

7 Con ese nombre refiere el cronista Fernández de Oviedo y Valdés un “betún a manera de brea o pez derretida”, en Historia General Natural de las Indias, Islas y Tierra Firme del Mar Oceáno, Madrid, Editor José Amador de los Ríos, 1851-1855, tomo II, Libro XXV, Cap. IX, p. 301; Tello, J., “Historia del petróleo en Venezuela”, en El Farol, Año XXVIII, No 218 (1966), pp. 6-9.

8 Esta aguda observación proviene de un lúcido ensayo sobre el tema del advenimiento del petróleo, su papel en la modernización de la sociedad y, la consecuente, “mudez de la narrativa venezolana” ante el fenómeno. Campos, M.A., Las novedades del petróleo, Caracas, Fundarte, 1994, p. 18.

9 Un esfuerzo significativo lo hallamos en la obra de Rodolfo Quintero, sólo que su enfoque, impregnado de la visión clasista y materialista de la sociedad, limita no tanto las conclusiones ni la interpretación de lo que él llama “el sistema de valores creado por la cultura del petróleo”, sino que termina por enjuiciar –más que comprender– nuestra condición petrolera; termina por denunciar –como en general ocurrió con la intelectualidad marxista criolla– lo que él considera el fondo de la cuestión: “la explotación ejercida por los monopolios extranjeros a la riqueza nacional”.

10 “La batalla del petróleo”, Nueva York, octubre, 1941, en Una ojeada al mapa de Venezuela. Texto incluido en Novelas y Ensayos (compilac., prólogo y notas O. Larrazábal H.; cronología. y bibliog., R.J. Lovera De-Sola), Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1987, p. 198.

11 El Nacional, “Papel Literario”, Caracas, 4 de septiembre, de 1977. También en Campos, M.A., op. cit., pp. 17-18.

12 Esta es la definición básica de uno de los pioneros en el estudio de los imaginarios colectivos, Durand, G., Les structures anthropologiques de l’imaginaire, París, Bordas, 1969.

13 Breton, A. , Manifestes du surréalisme, París, Editions Jean-Jacques Pauvert, 1964, p. 38.

14 En su obra básica, Castoriadis muestra como el imaginario social (“estructurante originario”, “soporte de las articulaciones”) instituye y mantiene cohesionada a la sociedad en dos niveles: el orden social (reglas, representaciones sociales) y las motivaciones y conductas de los individuos. Así, creencias, ideologías, mitos colectivos y actitudes constituyen rasgos comunes que estructuran los vínculos sociales, ver L’institution imaginaire de la société, París, Seuil, 1985.

15 Díaz Sánchez, R., “Paisaje histórico de la cultura venezolana”, en Obras selectas, Caracas, Edime, 1967, p. 1537.

16 El 19 de diciembre de 1919, para celebrar un aniversario más del régimen de la “Rehabilitación Nacional”, Vallenilla Lanz editorializaba desde El Nuevo Diario sobre la presencia del capital extranjero: “se ha realizado el sueño tantos años acariciado, de ver llegar al país sin otras garantías que el orden y la estabilidad, grandes capitales extranjeros”, La rehabiltación en Venezuela. Campañas políticas de El Nuevo Diario (1915 a 1926), tomo I, Caracas, Lit. y Tip. Vargas, 1926, p. 287.

17 Caracterización de Hector Malavé Mata, Formación histórica del anti-desarrollo en Venezuela, cit. en Campos, op. cit., p. 27.

18 “Plan económico-social del gobierno”, (15 de octubre de 1911), en Suárez, N., Programas políticos venezolanos de la primera mitad del siglo XX, vol. I, Caracas, U.C.A.B, 1977, p. 47.

19 “Carta de Gumensindo Torres, Ministro de Fomento, al señor J. V. Gómez”, Caracas, 4 de febrero, 1920, Boletín del Archivo Histórico de Miraflores, año XXII, Nos 112-113 (1961), p. 18.

20 Ministerio de Fomento, Memoria correspondiente al año 1917, vol. 1, Caracas, Imprenta Nacional, 1918, p. XVI.

21 Ministerio de Fomento, Memoria correspondiente al año 1920, Caracas, Imprenta Nacional, 1921, p. XXII.

22 “Oriundos de los extremos opuestos del país, sus almas y sus cuerpos, sus hábitos y sus emociones, son casi antípodas”, Díaz Sánchez, Mene, op. cit.

23 Para el desarrollo de este concepto, ver mi artículo “Modernidad, nación y petróleo en Venezuela”, Revista del Banco Central de Venezuela, vol. XIV, No 2, (2000), pp. 107-130.

24 La Ley especificaba que “las concesiones no otorgan la propiedad de los yacimientos, sino el derecho de explorarlos y explotarlos” en los términos que el Estado propietario indique. A lo que se le añadía, para mayor seguridad de la nación, que las concesiones se otorgaban a riesgo “del interesado, pues la nación no garantiza la existencia del mineral ni se obliga al saneamiento en ningún caso” (Ley de Hidrocarburos de 1922).

25 Para lo relativo al desarrollo del marco legal de los hidrocarburos durante el gomecismo, ver Mc Beth, B. S., Juan Vicente Gómez and the Oil Companies in Venezuela, 1908-1935, Cambridge, C.U.P., 1983, pp. 5-69; para el concepto de renta petrolera y la categorización de la condición rentística de la economía venezolana, Mommer, B., La cuestión petrolera, Caracas, Tropikos, 1988.

26 Ministerio de Fomento, Memoria correspondiente al año 1917, op. cit., p. XVIII.

27 “César Zumeta y los problemas venezolanos”, Boletín del Archivo Histórico de Miraflores, años IX-X, Nos 52-58 (enero 1968-febrero 1969), pp. 200-201.

28 Uso el concepto en el sentido dado por Foucault: aquel conjunto de prescripciones técnicas o instrumentos del poder (leyes, documentos, rituales y ceremonias) que crean directamente las reglas constitutivas de nuevos sentidos y productoras de nuevos sujetos, Gordon, C. (ed.), Power/Knowledge: Selected Interviews and Other Writings, 1972-1977, New York, Pantheon, 1980, pp. 88-90.

29 “El Ministro de Fomento al General J.V. Gómez” (29 de mayo, 1922), Boletín del Archivo Histórico de Miraflores, año XI, Nos 64-66 (1970), p. 9.

30 Núñez, E. B., La batalla del petróleo, op. cit., p. 198.

31 Para una interesante comparación entre las condiciones en que operaron las compañías en México y en Venezuela, Brown, J., “Why foreign oil companies shifted their production from Mexico to Venezuela during the 1920’s?”, The American Historical Review, vol. 90, No 2 (1985), pp. 362-385.

32 Betancourt, R., Venezuela: Política y petróleo, México, Fondo de Cultura Económica, 1956, p. 37.

33 “La participación nacional en una riqueza del país que proporcionaba excepcionales gananacias a las empresas no venezolanas que la manipulaban, alcanzaba un volumen escandalosamente bajo”, Ibidem., p. 63.

34 Picón-Salas, M., Odisea de tierra firme (Vida, años y pasión del trópico), Madrid, Editorial Renacimiento, 1931, pp. 144-145.

35 “Mentalidad minera, de nuevos ricos manirrotos, comenzaron a adquirir los sectores privilegiados de la población”, Betancourt, R., op. cit., p. 66.

36 Este concepto de Wittgenstein, se refiere a la vinculación a través del lenguaje entre expresiones linguísticas y acciones sociales, Philosophical Investigations, Oxford, O.U.P., 1963 (1953), p. 5.

37 “Informe privado para conocimiento del general J.V. Gómez, sobre las compañías interesadas en el petróleo venezolano” (1921), Boletín del Archivo Histórico de Miraflores, año XXII, Nos 112-113 (1981), p. 29.

38 Testimonio de un Ministro de Fomento, Memorias de Gumersindo Torres (1932), (J.A. Catalá, editor), Caracas, Edición Especial de la Presidencia de la República, 1996, p. 70.

39 “Mensaje que el General J.V. Gómez, Presidente de la República, presenta al Congreso Nacional en 1923”, Mensajes Presidenciales (recopilación, notas y estudio preliminar por A. Arellano Moreno), Caracas, Presidencia de la República, 1971, tomo IV, 1910-1939, p. 187.

40 “Informe privado…”, op. cit., p. 29.

41 Blanco Fombona, R., Tragedias grotescas (Novelines de la fe, del amor, de la maldad y de la estupidez), Madrid, Editorial América, 1928.

42 “Cuántos de aquéllos calificaron más tarde de entreguista al General Gómez”, Torres, G., Memorias de…, op. cit., p. 74.

43 “Reglamentadas las concesiones de petróleo por el Decreto de 1918, surgieron las aspiraciones e innumerables fueron las solicitudes: llovieron los contratistas y se contrataron por miles de miles de hectáreas […] Todo el país se contrató y los miles de contratistas, directamente unos y como presta-nombre otros, fueron venezolanos, quienes, por tanto o cuanto, traspasaron sus contratos a extranjeros”, Torres, G., Memorias de…, op. cit., p. 74.

44 La complejidad de estos primeros estudios puede verse en Macready, A. R., y T. W. Barrington, The first big oil hunt: Venezuela, 1911-1916, New York, 1960.

45 Para los pormenores del plan oficial de reparto de concesiones, ver Arcaya, P. M., Venezuela y su actual régimen, Washington D.C., 1935, pp. 167-196; igualmente, del mismo autor Memorias, (1962), Caracas, Ediciones Librería de Historia, 1983, pp. 129-151.

46 “Operó la presencia avasallante del petróleo […] como factor deformativo de la economía y de la vida nacionales en su conjunto”, Betancourt, R., op. cit., p. 66.

47 Torres, G., Memorias de…, (1932), pp. 75-76.

48 “El advenimiento del petróleo operó en lo inmediato como una influencia igualadora, igualdad no de hecho sino como tendencia, funcionó como instrumento expulsor de los últimos resabios nobiliarios”, Campos, op. cit., p. 21.

49 En la novela venezolana también aparece –aunque de forma precaria, por cierto– la huella del petróleo, Carrera, Gustavo L., La novela del petróleo, Caracas, U.C.V., 1971.

50 “[…] pude comprobar que en todo lo actuado de 1922 a 1929 había privado con fuerza el interés particular […] ya que el mismo General llegó a estar grandemente interesado en esas cuestiones, de cuyas soluciones llegaron a sacarse bastantes millones de bolívares. Prontamente me convencí de que los señores del petróleo eran una potencia […] magnates poderosos, atrevidos y hasta amigos […]”, Torres, G., op. cit., pp. 105-106.

51 Uslar Pietri, A., “Sembrar el petróleo”, Ahora, Caracas 14 de julio, 1936, en Suárez, N., op. cit., p. 163.

52 Uslar Pietri, A., “El Minotauro”, en De una a otra Venezuela, Caracas, Monte Avila Editores, 1973, p. 42. Serie de artículos escritos desde su exilio en Nueva York entre 1946 y 1948.

53 Baptista, A., y B. Mommer, El petróleo en el pensamiento económico venezolano: Un ensayo, (prólogo de A. Uslar Pietri), Caracas, Ediciones IESA, 1987, pp. 49-89.

54 Para los detalles de este proceso, referirse a mí Imaginario político venezolano. Ensayo sobre el trienio octubrista, 1945-1948, Caracas, Alfadil, 1992, pp. 80-85.

55 “Alocución a la nación de Rómulo Betancourt” (30 de octubre, 1945), Trayectoria democrática de una revolución. Discursos y conferencias pronunciadas en Venezuela y en el Exterior durante el ejercicio de la presidencia de la Junta Revolucionaria de Gobierno de los E.U. de Venezuela, Caracas, Imprenta Nacional, 1948, p. 10.

56 Problemas que sí preocuparon, ciertamente, a uno de los artífices de la Venezuela petrolera y rentista, Juan Pablo Pérez Alfonzo, ver, por ejemplo, Petróleo y dependencia, Caracas, Síntesis Dos Mil, 1971.

57 “Tesis política y programa del Partido Democrático Nacional”, 1939, en Suárez, N., Programas…, op. cit., p. 258.