Por FEDOSY SANTAELLA
La libreta es la constancia de que detrás de ella hay un hombre que se descubre, se sorprende, se quiere a sí mismo y se sabe pensándose. Como está consciente de que su pensamiento lo piensa, de que se piensa pensándose, asunto que, ya he dicho, lo sorprende a sí mismo, entonces, por tal motivo, se ha hecho de libretas o cuadernos. Así también lo hizo Georg Ch. Lichtenberg, quien llevó a otro nivel su escritura de cuadernos bajo las ideas —no excluyentes— de la observación de mundo y del pensar pensándose. En la introducción a su edición de los Aforismos, Juan del Solar dice que la obra de Lichtenberg «refleja la pluralidad de intereses de un observador sutilísimo de sí mismo y del mundo». Más adelante también acota que Lichtenberg escribió llevado por una necesidad fundamental de su espíritu: «El ejercicio del pensar como una actividad autónoma cuyo punto de referencia debe ser, en esencia, uno mismo». Lichtenberg llevó ese existir esencial de las libretas a su máxima realización. ¿Cómo lo logró? Pues convirtiendo la escritura de las libretas en un arte.
Cabe preguntarse ahora por qué escribió Lichtenberg estos doce cuadernos célebres de manera tan exacta si nunca fue su intención publicarlos. Veamos.
Empezó a escribirlos en 1765 y su escritura se interrumpió con su fallecimiento, en 1799. Los ordenó alfabéticamente, desde el cuaderno A hasta el L (no existe un cuaderno I), pero nunca nadie supo de su existencia hasta que fueron encontrados, luego de su fallecimiento, en la habitación donde había vivido. Tal hallazgo lo realizó su amigo, casero y editor, Johann Christian Dieterich; fue él quien decidió publicarlos. Valga decir que en aquel momento hubo un especial interés por las anotaciones de carácter científico, aunque también se dejaron asomar una buena cantidad de frases sabias e ingeniosas que regaban copiosamente los cuadernos. Nos dice Juan Villoro en La voz en el desierto:
Dietrich encomendó la tarea de la selección a Ludwig Christian Lichtenberg, hermano de George Christoph, y a Friedrich Christian Kries, que había sido su alumno. En cinco años se publicaron nueve tomos de Escritos misceláneos [Vermischte Schriften]. Los compiladores dedicaron cuatro tomos a los textos científicos (…) Sin embargo, en 1806, cuando se concluyó la edición de Escritos misceláneos, las enciclopedias empezaban a clasificar a Lichtenberg entre los filósofos y escritores.
Por su parte, Juan del Solar escribe:
Y es que en ese sorprendente cajón de sastre que son los cuadernos, encontramos largas reflexiones sobre los más variados temas, notas de lecturas, anécdotas, breves diálogos o retratos, fragmentos de proyectos autobiográficos y literarios nunca realizados, comentarios corrosivos, citas, hipótesis, interrogantes, frases o palabras descontextualizadas, sueños y también, por supuesto, pensamientos servidos en riguroso atuendo aforístico («El bienestar de muchos países se decide por mayoría de votos, pese a que todo el mundo reconoce que hay más gente mala que buena»), auténticas greguerías («Campanarios, embudos invertidos para dirigir la plegaría al Cielo»), o juegos verbales que conjugan la pura complacencia homofónica (…)
Lo maravilloso de estos textos es la claridad con que están redactados, o mejor, expresados. Claridad, sencillez e ingenio —o genio—, que no es cosa fácil. Pero, tal como he dicho, ¿si no pensaba publicarlos por qué entonces están tan bien escritos?
Si se mira bien, no sorprende que lo haya hecho. Lichtenberg era un científico, exaltaba los valores de la razón y el pensamiento claro, como requiere la ciencia. Destacado profesor de matemática y física en la universidad de Gotinga, sus clases, sobre todo de física, eran las más comentadas de la universidad. El precursor de la física experimental en Alemania hacía saltar por todo el salón, tal como cuenta Villoro, vejigas de animales impulsadas por la electricidad.
Se dice que Kant era insoportable como profesor, que era enrevesado y nada expresivo, mientras que el maestro Lichtenberg era todo un éxito, tanto que llegó a tener hasta quinientos alumnos en sus clases. Villoro anota que dijo o escribió: «En días de lluvia doscientos zapatos se limpian en mi puerta».
Era famoso en Gotinga por sus experimentos. Los llevaba a cabo al aire libre con cometas, globos cargados de hidrógeno caliente y pararrayos. Cuando a la ciudad llegaba el eco de alguna explosión lejana, todos sabían, despreocupados, que era el maestro que andaba en sus asuntos. «El profesor está experimentando», le comentaban sin más a los extranjeros. Villoro nos dice que fue asesor de Johann Albert Heinrich Reimarus, quien en 1768 colocó el primer pararrayos de Alemania en la iglesia de San Jacobo, en Hamburgo. Y, por supuesto, él mismo logró instalar el suyo en la biblioteca de Gotinga.
También fue editor durante años de unos almanaques donde dejó unos textos inyectados de ingenio (ácido, en ocasiones) y escritura luminosa. En 1776, a petición de Dieterich, comenzó a ser editor del Göttinger Taschen-Calender (Calendario de Bolsillo de Gotinga), «un anuario con temas populares y de divulgación científica», tal como nos informa Villoro, que luego agrega: «Convertido en alquimista editorial, se empeñó en lograr que el Almanaque fuera una mezcla exacta de frivolidad y sabiduría, capaz de divertir al gran público, sin ahuyentar a los lectores cultos».
De 1777 a 1798 escribió doscientas treinta de las doscientas cuarenta y cinco colaboraciones. Se puede sospechar la naturaleza de los escritos por sus títulos. Villoro nos aporta algunos:
«Historia natural de las moscas domésticas», «El festín del asno», «Mosaicos y alas de mariposa», «¿Hasta qué número pueden contar los pájaros?», «Papas fulgurantes», «Sobre la guillotina», «Colorear el fuego de las chimeneas», «Discurso del número 8», «Lo más reciente sobre las tortugas».
Lo importante acá es destacar la intención de Lichtenberg con respecto al estilo: deseaba ser ameno, claro y al mismo tiempo profundo.
No es de extrañar entonces que el sabio de Gotinga, a pesar de que nunca pensó en publicar aquellas libretas, se esmerara, por causa de su naturaleza científica y racional y por el estilo que perfeccionó gracias al Almanaque, en la sencillez y al mismo tiempo en expresarse de manera directa y clara. De esta forma se manifestaba un hombre con el hábito apasionado de observar el mundo y de pensarse a sí mismo. Detestaba a los eruditos, a aquellos que no hacían más que repetir teorías sin pensar por ellos mismos. Juan del Solar nos ubica en un mejor lugar con respecto a ello:
Lichtenberg es, según Schopenhauer, un modelo de los que él denomina verdaderos filósofos, los que piensan por y para sí mismos, en el doble sentido de la palabra alemana Selbstdenker, pues sólo ellos se toman en serio su actividad, que constituye el goce y la dicha de su existencia. En el caso de Lichtenberg hay que puntualizar que se trata de un pensamiento refractario a cualquier tipo de sistematización —los únicos sistemas filosóficos que llegaron a interesarle fueron los de Kant y Spinoza—, que opera básicamente con la analogía y la metáfora, y cuya fuerza y vitalidad residen justamente en su fragmentarismo.
Veamos qué dice exactamente Schopenhauer. El comentario sobre Lichtenberg se encuentra en el segundo volumen de Parerga y paralipómena, y está, precisamente, en el capítulo titulado «Pensar por sí mismo». Así, en el acápite 270 leemos:
Pero únicamente tiene verdadero valor lo que uno ha pensado ante todo para sí mismo. En efecto, se puede dividir a los pensadores en los que piensan ante todo para sí y los que enseguida piensan para otros. Aquellos son los auténticos, los que piensan por sí mismos en el doble sentido de la palabra: los verdaderos filósofos. Pues sólo ellos se toman el asunto en serio. El placer y la felicidad de su existencia estriban justamente en pensar. Los otros son los sofistas: quieren aparentar y buscan su felicidad en lo que esperan obtener de otros: en eso consiste su seriedad. Por su estilo y procedimiento podemos notar enseguida a cuál de las dos clases pertenece un hombre. Lichtenberg es un ejemplo de la primera clase: Herder pertenece a la segunda.
No era esta idea del pensar propio nada ajeno en aquel entonces. Leamos ahora a Kant en su Tratado de lógica (III, 3): «El verdadero filósofo como libre pensador (als Selbstdenker) debe usar la razón de modo independiente y propio, nunca servilmente como aquellos que imitan a los esclavos».
Lichtenberg, en sus cuadernos, anotaba, no sin cierto sarcasmo:
Leer mucho vuelve orgulloso y pedante; ver mucho vuelve sabio, sociable y útil. El lector desarrolla excesivamente una sola idea; el otro (el que observa el mundo) adopta algo de todas las clases sociales, ve lo poco que el mundo se preocupa por el erudito abstracto y se convierte en ciudadano del mundo.
También escribió: «No te dejes contagiar, no des como tuya ninguna opinión ajena antes de ver si se adecúa a ti; mejor opina tú mismo». Lichtenberg no deja muñeco con cabeza. Incluso, ya se ha visto, la lectura pasaba por sus armas: «Realmente hay muchísima gente que lee sólo para no tener que pensar». Queda claro que, para el maestro de Gotinga, leer sin pensar equivalía a repetir, a la cita autómata. El mundo no es una réplica de las palabras, podríamos decir. Las palabras y el mundo no son lo mismo. La verdad no está sólo en los libros. Como científico y creyente en la experimentación, Lichtenberg daba fe a los sentidos. Y así seguía en su ataque contra los eruditos y la lectura por soberbia: «El exceso de lectura es perjudicial para el pensamiento. Entre todos los hombres doctos que he conocido, los más grandes pensadores eran los que habían leído menos. ¿O acaso no es nada el placer de los sentidos?».
Una vez más: para Lichtenberg era fundamental mirar cómo pensaba, determinar cuál era la mejor manera de hacerlo y así observar el mundo. En él confluyó el cuestionamiento hacia el erudito, la fe en los sentidos y la claridad en la expresión de las ideas unidas a un finísimo humor de sonrisa ladeada. Se reía, en definitiva, del boato solemne: «Hay gente que cree que todo cuanto se es dicho con rostro serio es razonable». Y no es que Lichtenberg no fuera serio, sino que su seriedad era otra, más verdadera.
Por supuesto, también le puso genio al caldo, pero esa es la parte inaccesible y de la que poco o nada podemos afirmar. Lichtenberg, con todo lo dicho, dio un paso inédito y trascendente en la escritura de las libretas. Puso la vara alta y nos invitó a permanecer despiertos a través de ellas. Así lo remarcó:
Es un hábito muy bueno el de anotar lo que uno piensa, lo que uno proyecta y otras cosas por el estilo en cuadernos destinados a ese fin; verificar paso a paso en el tiempo la evolución de nuestros actos es útil para conservar y dirigir las energías y nos da razones para mantenernos alertas.
*El ensayo pertenece al libro Las libretas. Abediciones, UCAB, Venezuela, 2023.