Por MIGUEL GOMES
Llama la atención que novelas, cuentos y poemas venezolanos de los últimos tiempos perseveren en un motivo tratado de maneras similares, como si los autores se hubiesen puesto de acuerdo. E inquieta que no haya habido comunicación previa al respecto, lo que despierta la sospecha de que nos hallamos ante señales emitidas por el inconsciente colectivo nacional. Me refiero a la entrevisión de espacios amenazados, en pleno desmoronamiento o ya derruidos y fantasmales. Tampoco me extraña que el asunto se manifieste, con frecuencia, en textos donde los desarraigos –físicos o los que se producen en la memoria– tienen un papel fundamental.
Estoy pensando en la noveleta de Raquel Abend, El cuarto azul (2017), cuya saga de persecuciones durante la Segunda Guerra Mundial nos depara paisajes devastados, transitados por sobrevivientes en el exilio que sueñan con «ruinas donde nos aventurábamos para recoger muebles, juguetes, bicicletas». «Siempre me sentí cómoda», dice la narradora, «en lugares feos, marginados […]. Mi cuerpo se adaptó al deterioro desde muy joven». El «cuarto azul» al que el título alude compendia todas las pérdidas y los deseos que una metáfora espacial pueda contener.
Pienso también en la poesía de Adalber Salas, que desde hace años proyecta sus atmósferas expresionistas en Caracas, como ocurría en estos versos de Heredar la tierra (2013):
Tuyo es el reino,
el óxido que se arrodilla y reza
en los terrenos baldíos,
apoyado en los cercados,
colgando de los alambres de púas.
Tuya la fiebre que carcome
carros, autopistas,
calles, aceras, casas,
toda esta minúscula historia universal del fracaso.
Nube de polvo (2015), novela de Krina Ber, gira asimismo en torno a escombros, aunque ahora materializados en intrigas de corrupción inmobiliaria que hacen concluir a uno de los personajes: «he leído en algún lugar que somos un fenómeno internacional: el país que construye ruinas». El plural, tan elocuente, socializa la anécdota privada, logrando que la novela intimista derive hacia otro género, el histórico, agazapado en una arqueología de demoliciones que persisten en el recuerdo.
A ese linaje literario, y con un perfil muy propio, pertenece El hombre azul, primera novela de Pedro Plaza Salvati. Las ruinas reaparecen aquí e involucran un error fatal, posiblemente una jugada traidora, en cuestión de bienes raíces –como sucede en Nube de polvo–. En esta oportunidad, no obstante, el colapso se produce menos en el exterior que en la psique de Marco Perdomo, el gris antihéroe obsesionado con volverse azul en medio de sus derrotas.
Estamos, sin duda, ante una novela psicológica. Pero su método rechaza los fáciles encasillamientos tonales o de género. Han de considerarse, para no ir muy lejos, las vetas esperpénticas del protagonista, cuya implosión moral, atada al desorden del chavismo, y la subsecuente bancarrota cuando intenta instalarse en los Estados Unidos –donde lo han despojado de la casa en que cifraba su seguridad financiera– lo incitan a obtener un contrato con el Blue Man Group; todo eso sincronizado con un tamborileo compulsivo in crescendo que, según descubriremos, podría ser genético… No voy a revelar más, aunque apunto que la trama, sazonada de humor e incluso con toques de Kitsch sardónico –es decir, de Camp, como lo designaría Susan Sontag–, gana mucho puesta contra un telón de fondo realista, conflictivo. En varios sentidos, una considerable porción de venezolanos sospecha que en su país el poder ha montado un espectáculo donde la realidad se falsifica una y otra vez. Marco Perdomo estaría encarnándolo dentro de sí, padeciendo un derrumbe análogo al de la Venezuela de hoy; huyendo de una absurda feria política, acaba convertido en acto circense: se obstina en ser un freak, no solo anímicamente, sino sobre los escenarios neoyorquinos –en otras palabras, ante los ojos del mundo–.
No se crea, pese a lo anterior, que el trazo duro de la farsa o la alegoría predomina. Esta prosa tiene la rara cualidad de lo ambiguo. Durante páginas dudaremos de si la reacción que se espera de nosotros es la risa o si debemos, más bien, conmovernos ante vidas que rayan en lo patético –para decirlo en el inglés que rodea a Marco: la exasperación vital que lo deja blue in the face lo transporta al color de la tristeza, blue–. Y es que Plaza Salvati representa la antítesis absoluta del autor monocorde, abundante en su patria. Ello se evidencia sobre todo en dos especies letradas comprometidas con registros antagónicos: por una parte, el escritor que se momifica persiguiendo la trascendencia y la responsabilidad intelectual –lo que le impide desarrollar una sensibilidad para lo burlesco– y, por otra, el que se atasca en la guasa criolla –que le obstruye el acceso tanto a la profundidad en general como a la profundidad específica del auténtico humor, en el fondo siempre traspasado de melancolía, porque los seres humanos somos frágiles, ilusos y perecederos–. El novelista de El hombre azul oscila entre los extremos, los confunde, les exige que se crucen y se necesiten, sea en las acciones relatadas, sea en la factura verbal de numerosos pasajes, donde se superimponen lo cosmopolita y lo provinciano, la alta cultura y lo proveniente de los medios de comunicación de masas: en una misma página, para mencionar un solo ejemplo, podemos rememorar, con Marco, imágenes de la Cueva del Guácharo y El jardín de las delicias de El Bosco. El desenlace mucho tiene de esa indeterminación, cuyo mayor efecto es conducirnos a los dominios del ensueño o lo poético.
Uno de los méritos mayores de esta novela consiste en la sutil presentación del desmoronamiento mental de un hombre y la insinuada promesa de su reconstrucción. Se trata de una criatura coherentemente elaborada desde sus incoherencias. Durante el primer tercio del libro, sagaz es la diseminación de pistas de lo que después descubriremos que es un destino: pertenecer al Blue Man Group. Y no menos importante es el efecto que se produce en el lector cuando comprende que tal destino equivale al origen: la manía que tiene Marco de volver todo lo que lo rodea en instrumento de percusión constituye un síntoma de su imposibilidad de separarse del mundo preconsciente. Algo tiene su trayecto de regresión a lo materno, un caso de épica inmadurez en que se arriesga a perder a Gaby, posiblemente lo mejor que le ha pasado y, hasta cierto punto, don recibido en la «peregrinación» a ese lugar sagrado que es el Ávila (aunque jamás el narrador cometa el error de expresarlo en estos términos, que solo se me pueden imputar: la temprana secuencia del ascenso a la montaña va cobrando poco a poco importancia en nuestra indagación de significado). El argumento del novelista es tan rico que lo que llevo dicho sobre un individuo de ficción se extiende al país al que pertenece, y de allí la importancia del Ávila como referente: la regresión al origen podría constatarse en una sociedad cuyo imaginario nos agobia con héroes fundacionales. Ha de recalcarse que lo más apreciable de la técnica de Plaza Salvati radica, sin embargo, en que jamás nos fuerce a decantarnos por interpretaciones exclusivas: politizar la lectura es nuestra responsabilidad ya que estamos, como diría Umberto Eco, ante una opera aperta.
Si las materias primas de esta fábula del deterioro son la ruina, la postración, los espacios de intimidad o posesión amenazados, su respuesta dista de la que las ideologías –las oficiales, en particular– han ofrecido hasta ahora: cerrar con muros autoritarios, apertrecharse a la defensiva en los fortines de la identidad. Novelas como El hombre azul nos invitan, por el contrario, a un viaje por afectos cuyas fronteras no se han demarcado y donde sus personajes aún buscan un sentido de pertenencia.
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Palabras de presentación en la librería McNally Jackson, Nueva York, el 21 de abril de 2017, de El hombre azul de Pedro Plaza Salvati (Caracas: bid & co, 2016).
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