Por MIRLA PÉREZ
“Vamos a contar esta historia” no es la historia de Alejandro, ni la mía. Se trata de un lugar especial en el que converge un nosotros. Nosotros es nuestra historia, la de él, la mía, la de mis amigos del Centro de Investigaciones Populares, la de la gente del barrio, la de cientos de estudiantes y egresados que se han dejado acompañar de esta vital experiencia.
Alejandro fue un hombre firme, claro, sin fisura. Dispuesto siempre a decir la verdad y transitarla. El discurrir de su vida personal fue coherente, su preocupación por comprender la distinción no solo fue una postura intelectual, sino vivencial. Una posición ética ante la vida, práctica y razón. La otredad, la apuesta por la distinción, siempre le acompañó. Tuvo la capacidad de reconocer y reconocerse en la pluralidad.
Su firmeza y claridad −que podía ser vista como dureza− no solo era con los demás, era una posición vivencial consigo mismo. Basta leer la introducción a su texto magistral: “El Aro y La Trama” para darse cuenta de que su rigurosidad además de intelectual era vivencial. Existencial.
Lo conocí cuando yo tenía 24 años. Gracias a quien hoy es mi esposo llegué no solo a Alejandro sino al Centro de Investigaciones Populares, tenía pocos años de haber sido fundado, no jurídicamente, sino en la práctica y vivencia con un grupo de jóvenes soñadores que se pusieron como meta la comprensión del mundo de vida popular venezolano.
Yo venía del interior a Caracas, era estudiante y activista política, en el circulo donde me movía todos se alarmaron cuando dije: “Voy a conocer al padre Alejandro Moreno”. Afirmaciones como estás acompañaban el asombro: “Es un hombre fuerte”, “muy crítico”, etc. En otros sitios hablaban de ser un cura comprometido con los más pobres. Eso me gustó. Escuché distintas apreciaciones y continué en mi camino: conocerlo.
Un cierto misterio rondaba alrededor de esta persona, lo que hizo que se despertara en mí inquietud e intriga. Al conocerlo todo encajó, confirmada la firmeza, la integridad, la claridad, la complejidad y profundidad de Alejandro, cualidades que produjeron en mí atracción más que rechazo.
Las primeras relaciones con Alejandro fueron en el Centro de Investigaciones Populares, yo venía del mundo de la sociología y el trabajo social, los otros miembros del CIP de la pedagogía, filosofía, historia, arquitectura, psicología, orientación, lingüística, etc. Los encuentros estaban centrados siempre en el trabajo filosófico. Búsqueda de la raíz y fundamento de las cosas. La pregunta por el sentido estaba siempre a nuestro lado.
Desde la fundamentación se deconstruía el corpus teórico de los autores. Teorías, métodos, sistemas filosóficos completos eran sometidos a una hermenéutica profunda. Al principio para mí fue muy desconcertante. En la escucha detenida y con disciplina de pensamiento me propuse comprender y transitar ese camino que se abría, signado por la complejidad. Alejandro era un maestro en ir señalando caminos y mostrarnos el pensar filosófico, no solo el contenido de la filosofía, sino hacer filosofía.
Con Alejandro descubrí el pensar profundo, el ir a la esencia de las cosas… Hoy tengo que admitir que fue duro y sigue siéndolo porque haber tenido esa experiencia es ubicarnos en la incertidumbre, pero también en la aventura de descubrir vida y conocimiento, apostar por la novedad siempre. Hacer camino, como lo dijera Ortega: “La auténtica plenitud vital no consiste en la satisfacción, en el logro, en la arribada. Ya decía Cervantes que “el camino es siempre mejor que la posada”.”
Alejandro tuvo una gran influencia en la comunidad de San Isidro. La relación con los más jóvenes era siempre promoviendo y alentando la madurez, la capacidad de tomar decisiones, de enfrentar con responsabilidad la vida. La enseñanza fue con el ejemplo, no era un hombre fácil de querer de entrada, pero una vez que se entendía el camino que iba señalando no solo se le amaba como persona, sino que se podía reconocer en él un padre.
En su historia de vida publicada en el primer tomo de las obras completas, hace un señalamiento profundamente humano en el que reconoce y escucha decisiones centradas en la absoluta libertad del otro. Narra el caso de un joven que decidió ser malandro. Lo escuchó y comprendió, Alejandro no lo aprobó pero no le quedó otro remedio que entender sin poder hacer nada.
El maestro.
Alejandro me mostró posibles caminos para pensar con disciplina, apostó siempre por lo que cada uno pudiera dar; fue un libro abierto, espléndido y dado a la experiencia de poder sacar lo mejor de cada uno de nosotros. No había separación entre su vida intelectual, pastoral, personal, comunitaria, familiar. Alejandro siempre era el mismo, su temperamento y disciplina lo definían.
Erudito y profundo, pero se amalgamaba en la dureza de un hombre campesino, pero sutil, delicado e inteligente. De palabras frescas y desenvueltas. Atrevido y escudriñador de la verdad, indagaba hasta encontrar la raíz, el sentido último.
En realidad, Alejandro no enseñaba; él desafiaba, retaba, colocaba, te ponía a pensar, a resolver problemas, a encontrar las bases más profundas de la realidad vivida. Fue una persona indispensable para quienes teníamos sensibilidad social y hacíamos trabajo popular. Sus cuestionamientos nos quitaban la ingenuidad y nos ubicaba en la realidad pura y esencial.
Con Alejandro me sentí siempre acompañada, fue un hombre excepcional.
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