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El fuego material

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Por MARCELO PELLEGRINI

Las primeras visiones

En el verano boreal de 1970, cuando todavía no contaba con dieciocho años, el poeta español Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) dio a conocer su primera publicación: la plaquette Tiempo de efigies, un poema dividido en nueve fragmentos. En 1985, según ha dicho él mismo, decidió “reescribirlo íntegramente”, pasando a llamarse Día de aire. Esa es la composición que encabeza las hasta ahora dos compilaciones de su “poesía completa” publicadas por Galaxia Gutenberg con el título En el cuerpo del mundo; la primera, de 2004, cubría su producción hasta El libro, tras la duna (2002); la segunda, de 2023, incorpora los poemarios La sombra y la apariencia (2010) y Por el gran mar (2019), además de varios poemas inéditos. Día de aire inaugura también todas las ediciones de sus poemas reunidos y las antologías de su obra. Así, al darle, década tras década, compilación tras compilación, el correspondiente sitio inicial de su poesía, Sánchez Robayna establece y reafirma no sólo que este es su primer poema, sino, por sobre todo, que es su verdadero geno-texto, es decir, el objeto verbal con el que se consagran los fundamentales signos visibles de su obra. Podemos ver ahí los primeros y elocuentes trazos de una poética que se irá desplegando libro a libro; la incidencia en el poema de palabras que definirán de manera tan determinante el itinerario de su autor, como “sol”, “luz”, “aire”, “mar”, “médanos”, “piedra”, “roca” y “agua” confirma lo que digo. Día de aire es, pues, la primera manifestación de una poesía que con el tiempo se iba a consagrar como una de las más importantes de la lengua castellana. La publicación reciente de En el cuerpo del mundo, libro que nos permite apreciar ese logro por medio del ineludible testamento de sus más de cuatrocientas páginas, es fiel y contundente muestra de ello (1).

Etapas de una obra

Críticos como Alejandro Rodríguez-Refojo, autor de una monografía sobre el poeta (Memoria del origen. La trayectoria poética de Andrés Sánchez Robayna, de 2009), Juan Francisco Ruiz Casanova, responsable de la antología crítica El espejo de tinta (1970-2010), editada por Cátedra en 2012, Juan Antonio Masoliver Ródenas y Gustavo Guerrero, entre otros, dividen la poesía de este autor en distintas etapas. Es natural que esto suceda; por un lado, a pesar de ser una obra extremadamente coherente y siempre fiel a sus primeras visiones, ella ha cambiado porque la conciencia poética que la produce va cambiando, ya sea por necesidad o contingencia. Por otro lado, un poeta tan autoconsciente de los alcances de su obra, que cada cierto tiempo recopila sus textos, invita a esos ejercicios de lectura. El mismo Sánchez Robayna, por lo demás, ha sugerido algo similar; en un pasaje de La inminencia, el primer volumen de sus diarios (citado por Masoliver Ródenas en su artículo “Los signos y los astros”), dice: “La evolución de mi escritura poética —mi devenir, en el sentido de Klee— ha sido un tránsito del estar al ser. Y también (¿o es lo mismo?) del espacio al tiempo”. De la presencia pura, por decirlo así, al despliegue de la temporalidad en el poema y desde el poema. Las divisiones en períodos distintivos pero complementarios entre sí que ha propuesto la crítica coinciden en lo esencial: hay una primera etapa que va desde Día de aire / Tiempo de efigies hasta Tríptico (de 1970 a 1986, según sus fechas de publicación); una segunda que abarca desde Palmas sobre la losa fría hasta Inscripciones (de 1989 a 1999), y una tercera que comprende desde El libro, tras la duna hasta Por el gran mar (de 2002 a 2019). Rodríguez-Refojo propone, además, que las publicaciones breves (o plaquettes) Tríptico e Inscripciones anuncian la segunda y la tercera etapas respectivamente. Mi lectura de En el cuerpo del mundo suscribe esas divisiones, aunque insisto en que la obra de Sánchez Robayna debe ser apreciada como una unidad de diversos sentidos posibles y no como una serie de compartimentos estancos.

El poema que abre Clima (1978) puede servirnos para comenzar a delinear los contornos de esta poesía. Dividido en cuatro secciones numeradas, se titula “Escena” (toda la sección inicial del libro lleva ese título); el comienzo de la tercera parte dice: “Las olas son la superficie. / En el centro del flujo / del mar, miro el incendio: / son / los golpes / del sol sobre el mar” (p. 16). La “escena” del poema entero es descrita por un “actor” que no está en un escenario frente al público; simplemente declara, en dos ocasiones, que “soy el actor”. ¿Cuál es la obra en la que actúa? Podríamos decir que es la obra que también contempla, el “teatro del mundo”, que anima sus reflexiones. Pero esa obra y ese texto “son la superficie”, el universo y su perfil terrestre, la pura presencia marcada por el fuego y sus sinécdoques (sol e incendio). La poética solar de Sánchez Robayna, que cultivará siempre, ya está presente en este libro, como en ese otro poema titulado “Médano”, que comienza: “Ante el mar estival / el azul y la rama de agosto / —teatros ardientes” (p. 18). Los teatros ardientes son los escenarios donde sucede la “escena” que todos los poemas de esa sección despliegan poco a poco, como quien observa con amorosa detención el paso monacal de un día de verano. Pero a esas presencias ineludibles consagradas por la imagen poética, Clima agrega una serie de textos en donde la reflexión sobre la poesía se vuelve predominante; y no sólo eso: son poemas que ponen en cuestión el estatuto mismo de su significado. La reconocida presencia, por medio de epígrafes, de Mallarmé y Haroldo de Campos es más que reveladora en ese sentido: el cielo es un papel en donde se escribe el poema, las dunas y médanos poseen una sintaxis propia. Los límites del poema se expanden. Así, por ejemplo, el texto titulado “El poema tendrá la forma de un grupo de rocas”, en donde la palabra y el objeto que nombra vibran con el deseo de ser uno, porque “las olas cubren vértices y grietas” y las rocas son “imaginadas” (p. 36). Pero es en el poema final del libro, que posee el decidor título de “El sentido del poema ha de ser destruido”, en donde se consagra esta poética que cuestiona la relación entre la palabra y la cosa; el texto recuerda, en su disposición versal, al “Un coup de dés” mallarmeano, aunque pasado, diría yo, por el cedazo poético-crítico del Octavio Paz de Salamandra, Ladera este y Blanco: versos que ocupan el espacio a modo de una constelación (la hoja o papel del cielo, precisamente) donde la “frase” es “página de la tierra” y donde se vierten “sílabas // líneas // hiatos” (pp. 58-59). El poema, de este modo, se lee como una constelación verbal dispuesta en las páginas de la naturaleza, esas entidades mentales que se miran a sí mismas en su significar que es un no-significar.

En Tinta (1981), su siguiente libro, Sánchez Robayna emprende la reelaboración de una vieja metáfora: el mundo como texto (2). El poema “Tinta”, dedicado a Haroldo de Campos, comienza con un fragmento en prosa sin signos de puntuación apoyado explícitamente en esa idea: “Oscuro reposa sobre sí mismo reaparece cada noche ese texto se engendra cada noche y en la mente baldía ulula fijo falda negra y desierta y exacta sobre sí misma inscrita escrita” (p. 76). La obra de este autor se expande formalmente: a los poemas dispuestos en verso se unen numerosos poemas en prosa, muchos sin signos de puntuación, muestra de un vanguardismo procesado por las enseñanzas de la tradición. Así, por ejemplo, el poema “Miríada” es un homenaje a las Soledades de Góngora, específicamente al pasaje donde el peregrino contempla, en una fiesta al anochecer, cómo los habitantes de un pueblo disparan fuegos de artificio (“luminosas de pólvora saetas, / purpúreos no cometas”, dice el poeta cordobés). Formalmente, “Miríada” no puede ser más distinto:

Desde el balcón nocturno allá abajo los fuegos de artificio retienen la implosión de la noche latiendo sobre el ojo que escucha la tinta estentórea que mancha la noche y que sube al balcón suspendido latiendo a tientas para la evanescencia de una noche más negra rumor y llamaradas de instantáneo rocío nocherniego (…)” (p. 78) (3).

Fue Pedro Henríquez Ureña quien le quitó importancia de manera definitiva a la discusión sobre las diferencias entre poesía y prosa en nuestra lengua. La separación entre ambas no es absoluta, dijo el sabio dominicano: del verso a la prosa hay “grados, escalones, etapas descendentes”; así, la prosa no nace como imitación del lenguaje hablado, sino como “una derivación y a ejemplo del verso”. Lo que gobierna a la prosa, tal como al verso, es el ritmo, y, de esa manera, constituye “una versificación suelta”, sin medida pero con pleno uso de todos los recursos poéticos disponibles (4). Así, es natural que Sánchez Robayna, un poeta que posee un excelente dominio del verso, recurra, gracias a las enseñanzas de la poesía moderna desde Baudelaire en adelante pero también a las de Joyce, de Lezama Lima y de Severo Sarduy, a la prosa que pone atención a los recursos rítmicos del idioma. Así leemos, entonces, el comienzo de este otro poema en prosa de Tinta, donde el ritmo es también grafía del universo:

GRÁFICO rítmico o rítmico en llamas gráficas fijo como la piedra al mediodía gráfico así no los signos dispersos no tan sólo la pita que da sombra a la cópula de cuerpos como textos bajo el sol gráfico sino sobre su atlántico el cuerpo que se tiende en pleamar rítmico gráfico en libro de argonauta (…) (p. 80).

Muerte, tiempo y écfrasis

Hemos visto hasta ahora los que a mi juicio son algunos de los rasgos más determinantes de la poesía de Sánchez Robayna. Hay muchos más, claro, pero no puedo, por razones de espacio, detenerme en todos libro por libro. Pondré hincapié en los tres rasgos que mejor ilustran, a mi juicio, ese tránsito del ser al estar mencionado por el poeta. Ellos son: la muerte, el tiempo como lugar donde se inscriben los signos, y las variaciones de la écfrasis.

“Palmas sobre la losa fría” es el penúltimo poema del libro homónimo publicado en 1989; dividido en cuatro secciones numeradas, se trata de un apóstrofe, figura retórica que consiste en la interpelación vehemente dirigida a una persona o a un objeto inanimado; las figuras interpeladas son la palabra y la muerte, que aquí asumen una misma identidad: “Ven entonces, palabra, / sílaba negra. / Te esperaba. Ven / como un cuerpo hasta el borde. // Habré de sumergirme, oh bañada oh naciente” (p. 183). La palabra es un agua donde quien la espera habrá de sumergirse para escuchar lo que ella tiene que decirle (“¿Y qué dirás, qué me dirás?”. Ibid.) como anticipo de su transformación final, que será la muerte: “Oh muerte, / mira los rostros, mira nuestras / manos amantes (…) el naciente que brota en las ñameras / que un niño miró absorto, la abubilla / y su cresta, la fábula del aire” (p. 185); la interpelación final alcanza una gran intensidad: “Te espero, sí, / palabra, cuerpo sumergido. Oh muerte, / que entregas sólo oscuridad, / te ofrezco, / desde lo intermitente, bajo el cielo, / palmas sobre la losa fría” (Ibid.) Ante el absoluto de la muerte, ante la rotunda “sílaba negra”, lo único que se le puede ofrecer es el contorno de unas manos, el tacto puro. Que la palabra se transfigure así no es casual; ya lo señaló el filósofo francés Vladimir Jankélévitch: la muerte, ese el silencio absoluto e indecible (la total “apoesía”), deviene un silencio inefable que originará “los cantos melodiosos”. Para Sánchez Robayna, tal como para tantos otros poetas, la muerte no es la extinción del lenguaje sino su comienzo.

Utilizando la temprana metáfora de los “teatros” presente en Clima, diremos que la escena donde sucede esa transfiguración de la muerte en lenguaje es el tiempo, que toma en ocasiones la forma de un muro, es decir, otra superficie, como el papel del cielo, donde anotar lo escrito; así lo vemos en el poema “El umbral” (en la sección de textos inéditos de En el cuerpo del mundo), escrito a propósito de la muerte del pintor catalán Antoni Tàpies. Ahí, un “tú” que tiene en su mirada “estrellas temblorosas” se dirige “hasta la puerta”, que funciona como un límite entre la vida y la muerte; allí, este hombre “cansado y viejo” dibuja “Un signo, un solo signo / en el muro del tiempo” (pp. 428-429). ¿Es ese signo indescifrable la muerte misma? ¿El paso hacia otra realidad o hacia otra dimensión de lo real? Una posible respuesta parece estar en un poema mucho más antiguo incluido en Palmas sobre la losa fría llamado “El nombre de Virgilio”, que comienza: “En los muros, las páginas del tiempo, / vuelve a escribir el nombre de Virgilio” (p. 173). Este poema, inspirado en otro pintor, el norteamericano de larga residencia en Roma Cy Twombly, señala que “Todo tiempo es un tiempo de terror / y de esplendor” (p. 174), porque la muerte es simultáneamente silencio y revelación. Sin saber realmente qué es, el signo se vuelve paradójicamente claro.

Sin duda que es en El libro, tras la duna (2002) donde la poética de Sánchez Robayna alcanzará la cima más diáfana de su inscripción en el tiempo. Dividido en 77 fragmentos numerados, es un libro-poema decididamente autobiográfico. Compuesto en su mayor parte por una hábil mezcla de endecasílabos, heptasílabos y alejandrinos blancos, es ese deseo de forma el que le da aliento lírico a la muy evidente serie de anécdotas que el libro relata. El apotegma machadiano “se canta una viva historia contando su melodía” se cumple aquí a cabalidad. Pero más que la biografía de un sujeto, El libro, tras la duna es el relato de cómo se constituyó una conciencia poética; esto es evidente en diversos fragmentos del libro, como en el número III: “Allí, en aquella parte / del libro que se abre / de mi memoria, escucho / un rumor de arboledas, un barranco interpuesto / entre laderas altas en las que recorría / las piedras, las veredas, / la tarde en la que, solo, me alejé de la casa / y grabé en una piedra, / bajo los cielos cómplices, / la inicial de mi nombre / para dejar señal / del nombre y su secreto” (p. 276). El título mismo del poema es una metáfora del libro de la naturaleza, que se encuentra, ahora, detrás de la arena movediza de una duna creada por el viento; el mundo inscribe sus signos, que el poeta habrá de leer y descifrar inscribiendo los suyos en él. Muchos otros eventos decisivos se relatan acá: la experiencia del amor y el erotismo (entre los fragmentos XLII – XLVI); la conciencia del horror (el Holocausto, en el fragmento XXXVI) y la fascinación revolucionaria (Mayo del 68, en el fragmento XV); las lecturas formativas (Fragmentos XVII y XXII); la mirada interior que es, a su vez, la mirada hacia un exterior siempre en expansión (Fragmentos XIII, XXXIV, XXXV, LXIV, entre muchos otros). La conciencia que el poeta tiene del mundo se ha profundizado para alcanzar, al mismo tiempo, otras alturas.

Esas profundidades y esas alturas son notorias en La sombra y la apariencia (2010), uno de los libros más extensos y complejos de Sánchez Robayna. Se pueden entrever aquí los acontecimientos reales que dieron origen a algunos poemas: una visita a la casa-museo del escultor vasco Eduardo Chillida; la contemplación de un cuadro del pintor abstracto alemán Blinky Palermo; la visita a distintos museos; una escena cotidiana en un café. También tenemos la visita a ciudades donde vivieron escritores importantes para Sánchez Robayna (como La Habana de Lezama Lima), así como a las tumbas de Stéphane Mallarmé y Jorge Luis Borges. Otras formas, pues, de dar cuenta del paso del tiempo incluyen, incluso, la contingencia política, como en el hermoso poema “Madrid, para una elegía”, sobre los atentados terroristas de Atocha en marzo de 2004.

Sánchez Robayna ha cultivado largamente el arte de la écfrasis, que consiste en describir con palabras una obra pictórica (5). En el poema “La alianza”, que da cuenta de una visita al Museo Morandi de Bolonia, nos encontramos con una invocación (otra vez tenemos la figura del apóstrofe) que es también una declaración sobre cómo el arte conmueve al poeta y lo hace mirar el mundo de manera distinta, entregándole al artista, al mismo tiempo, una responsabilidad ante el universo, y prometiéndole, a su vez, la esperanza de que la materia sea más plena a través de la palabra: “Pintor, / que en la proximidad fundas lo abierto, / que en el fulgor de un vaso ves / el reflejo del cielo que arde, el eco de una alianza, / la semejanza que inaugura la forma / en medio de la luz en su expansión, / en tu mano está ahora / que esa paz de tu trazo, / temblorosa, / resbale hasta las cuencas de nuestros deseos (…) // Que estas palabras lleven al tiempo una clemencia, / que el sol de la materia se derrame sin término” (p. 339). El último poema de La sombra y la apariencia se titula “Viene del mar la integridad de más allá del mar”. Se trata de una clara muestra de discurso epidíctico o demostrativo, tan definitorio para la lírica, gracias al cual el poema declara lo que contempla: “Todo reposa, ahora, ante el mar extendido. / Como un rocío, hay paz sobre la hierba húmeda. // Bastan la luz y el vaso que viene a recibirla. / Fluyen sobre la tierra las sombras enlazadas” (p. 394). El poema establece que el mar es símbolo del reposo de las cosas, “el azul extendido del reconocimiento”, y, de esa manera, anuncia el que hasta ahora es el más reciente libro del poeta: Por el gran mar (2019).

Somos lo que fluye

El azul del reconocimiento es ese “gran mar del ser”, como dice el verso de Dante que da título al libro. Se trata de un poema largo dividido en 35 fragmentos numerados que comparte muchos rasgos con El libro, tras la duna, aunque a mi juicio la crítica ha insistido demasiado en ello. Por cierto que tenemos acá nuevamente la autobiografía del sujeto y la presencia evidente de ciertas anécdotas formativas (“La casa familiar bajo las nubes, / la mañana de agosto, el emparrado, / las uvas que colgaban de la luz, / yo era una posesión de la presencia”, dice el comienzo del fragmento II), aunque hay, a mi juicio, una diferencia fundamental: en este libro todo se oblicua. El sonido de las campanas significa algo aunque no lo sepamos descifrar; la naturaleza, como en Heráclito, se revela y se oculta; las ondas del mar se repiten pero son siempre diferentes: “¿Debemos hacer nuestras las palabras / que llegan a nosotros como en ondas, / sin comprenderlas, pero amándolas ya, / como si el mismo amar fuera una forma de comprender (…)?” (Fragmento VIII); “Así has de ser, no puedes escapar a ti mismo, / dijo una voz, / una protopalabra, / una voz anterior, / desnuda” (Fragmento IX). La conciencia poética comprende que su “destino de palabras” es, fundamentalmente, hijo del misterio. Pero hay incluso algo más en este libro, algo que no puedo sino llamar la contemplación de la muerte, descrita como la pérdida de un ser amado que se vuelve uno con el paisaje de los sueños (“Te vas y estás presente, y otra vez / llevas tu mano suave hasta los mangos, / toco contigo el fruto, es como si los árboles / buscasen ese tacto, como si, / apacible, la piel del mundo ansiara / ofrecerte su entraña”. Fragmento XX). El poema, luego de esto, pronuncia una plegaria “ante el mar de la destrucción”: “rogad por mí, que una piedad postrera / desanude los límites, destruya la distancia” (Fragmento XXVI). Y así volvemos, hacia el final del poema, al azul extenso del “gran mar del tiempo” (p. 424), ese mar del ser, desplegado en el muro del transcurrir, que comparte los elementos ígneos que tanto ama esta poesía solar. Porque el mar en Sánchez Robayna es el “fuego material”, como dice un verso de Día de aire, el fuego del ser y la presencia fugaz. Nada más natural, entonces, que desemboquemos, por vía del penúltimo poema del libro (perteneciente a la sección “Nuevos poemas”), en una declaración que manifiesta la única verdad posible: “Eso somos, al cabo, únicamente, / un fragmento de todo lo que fluye, // un fragmento tan sólo, un poema inconcluso” (p. 434). No nos queda más que esperar, entonces, los eslabones futuros de ese poema que no termina.


Referencias

1 Entre Tiempo de efigies y Día de aire hay notorias diferencias, pero aun así es válido pensar que el primero es un antecedente que anuncia una obra excepcional. En palabras de su autor, Día de aire es un poema que “simplemente, tardó en escribirse quince años” (Andrés Sánchez Robayna, comunicación personal).

2 Cabe hacer notar que en 1983 Sánchez Robayna publicó el libro Tres estudios sobre Góngora, en donde aborda, esta vez desde el punto de vista crítico, la metáfora del texto del mundo. La cercanía temporal de esos estudios sobre el poeta de las Soledades con Tinta me hace pensar que los poemas y las aproximaciones críticas de Sánchez Robayna fueron contemporáneas y quizás convivieron en su mesa de trabajo.

3 El mismo Sánchez Robayna señaló que ese poema es un homenaje a Góngora. Ver su charla, dictada en 2014, para el ciclo “Góngora vivo: cómo leen a Góngora los creadores de hoy”, organizado por la Universidad de Córdoba (disponible en YouTube).

4 Ver Pedro Henríquez Ureña: “En busca del verso puro”, en Estudios métricos (volumen III de sus Obras completas, pp. 447-467).

5 Vale la pena hacer notar que en el año 2022 Sánchez Robayna publicó un breve y muy original libro titulado Borrador de la vela y de la llama, en donde aborda, esta vez desde el ensayo, el tema pictórico de la llama de la vela. El libro consiste en una serie de descripciones de algunos cuadros emblemáticos sobre el tema, con reflexiones históricas sobre los mismos y su lugar en la historia de la pintura y las artes visuales.

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