Por ROBERTO AMPUERO
¿Qué duda cabe de que la democracia liberal representativa atraviesa hoy por una crisis a nivel planetario debido a cuestionamientos variados, ataques radicales, feble defensa de la misma y lo que puede verse también como lentitud para adaptarse a las circunstancias que crean la globalización, las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial? Lo que sí causa debate es las formas en que la democracia representativa debe enfrentar estos retos.
En un libro de reciente publicación, Ciberleviatán, el destacado intelectual español José María Lasalle sostiene que la institucionalidad de los gobiernos democráticos y la legitimidad de las sociedades abiertas de todo Occidente se encuentran en una profunda crisis de identidad. Se ven cuestionadas en sus fundamentos por la sustitución de la ciudadanía (como presupuesto de la política democrática por multitudes digitales que allanan el camino hacia lo que Paul Virilio describió como “la política de lo peor”).
El texto que prologamos se enmarca en una etapa anterior a lo que describe Lasalle, es decir, a la modélica transición a la democracia de España, basada en la Constitución Política de 1978, a la transición chilena que se inició en 1990 y al sistema dictatorial en Venezuela, que instauró gradualmente Hugo Chávez. Sin embargo, las tres experiencias desembocan también en esa etapa que describe Lasalle, y sus desarrollos futuros estarán influidos por los nuevos factores tecnológicos, geopolíticos, económicos, sociales y culturales que redefinen hoy al mundo.
Constituye un esfuerzo acucioso y de largo aliento explorar hoy intelectualmente estos tres procesos, más aun cuando el de España y Chile juegan un rol en el imaginario y los proyectos políticos de muchos venezolanos que aspiran a recuperar la democracia en su país. En el caso de Chile ese proceso alcanza, a partir del plebiscito del 25 de octubre del 2020, una nueva fase, una que se articula a partir de la decisión de la ciudadanía chilena de aprobar la elaboración de una nueva constitución política para el país. En ese plebiscito, en el que participó 50,7% del padrón electoral, 78% de los electores aprobó la nueva fase y 22% la rechazó. En España, por otra parte, hay sectores políticos que demandan la modificación de la actual Carta Magna.
En este contexto es necesario enfatizar que España elaboró y aprobó su constitución en un marco democrático, y que contribuyeron a ella fuerzas de variadas sensibilidades políticas que, a través del consenso, establecieron una ley fundamental que ha regido desde entonces en esta España plenamente integrada a Europa. En cambio, la constitución chilena hoy vigente (con más de 50 reformas, y que lleva desde 2005 la firma del expresidente Ricardo Lagos) fue elaborada y aprobada en 1980 durante el régimen militar del general Augusto Pinochet. En términos de origen se trata de dos procesos diferentes.
Hace algunos años escribí un artículo titulado “Un carrusel llamado Chile”, en que planteaba la reiteración de un tipo de relato que instalaba al país en dinámicas elípticas que nos impiden cerrar el pasado con una mirada de futuro y común a toda la sociedad.
Es inquietante que algunos países vean su propio devenir como una suerte de bucle infinito. No se trata de olvidar, sino de aprender del pasado y al mismo tiempo de consensuar visiones de futuro, proyectos nacionales, un sueño que inspire y cree comunidad. La construcción europea sólo ha sido posible, más allá de proyectos institucionales y procesos económicos articulados, porque primó la convicción de que era necesario sepultar (sin amnesia, sin olvido) el pasado que la había dividido, fragmentado y enfrentado. En este sentido, Europa enseña algo indesmentible, la necesidad de superar el pasado que divide, de no repetirlo una y otra vez, de no desenterrarlo. En gran medida la falta de integración en América Latina se debe a que no se impone esa visión que a la vez es una convicción, una enseñanza y vocación de forjar un sueño común.
La historia no está escrita como un dogma o un destino esculpido en piedra, pero los países pueden quedar cautivos de etapas de crisis, exasperación e intolerancia si sectores influyentes se proponen repetirlas. Para bien o para mal, nada está garantizado, ni el auge ni la destrucción de un país, pero no es lo mismo apuntar hacia el futuro común que preferir escarbar en el pasado de odio y fragmentación.
A menudo en Iberoamérica se ha barrido bajo la alfombra los problemas que la sociedad y sus instituciones enfrentan y arrastran, o bien se ha hundido como un avestruz la cabeza para no verlos. Hay muchas dificultades que perduran en el tiempo debido a la impericia de la clase política para encauzar institucionalmente tensiones, diferencias y contradicciones que atormentan a un país. Esto conduce hoy, desde luego, a una desaprobación transversal de la clase política en toda la región (y el mundo), lo que en algún momento se trasladará también al análisis de la responsabilidad ciudadana a la hora de elegir a sus representantes.
Mientras experimentamos una transición vertiginosa hacia un nuevo orden mundial, caracterizado por cambios radicales ininterrumpidos que generan constante incertidumbre, las interpretaciones de nuestros problemas ya no pueden hacerse de forma endógena, ignorando la interrelación de intereses a nivel internacional y las formas de hacer política en el mundo.
La batalla de las ideas tampoco es algo que se libre de una sola vez, es una tarea que la sociedad en su conjunto debe asumir y en la que ojalá amplias mayorías defiendan los valores de la democracia y eviten la deriva de ésta a gobiernos autoritarios o dictatoriales.
Los países están hoy obligados por razones de convivencia a alcanzar una mirada común, y los políticos obligados a su vez a convencer a la sociedad de la necesidad de esa mirada compartida. No se trata sólo de la necesaria convivencia sino también de la urgencia de responder a fenómenos (como el cambio climático, la lucha contra la pandemia o el narcotráfico) que sólo pueden enfrentarse con éxito de modo coordinado y multilateral
Las instituciones y los actores políticos atraviesan hoy una coyuntura en extremo delicada. Sumidos en una alarmante merma de credibilidad, hoy ya no son fiables para una ciudadanía empoderada y activa a través de las redes sociales. Ante este reto deben ser capaces de realizar una reingeniería que promueva un relato de la historia que permita sacar lecciones, pero al mismo tiempo mostrar cómo se sale de la crisis de desconfianza y recuperar la convivencia cívica y un crecimiento que genere estabilidad.
¿Cuál es la clave para lograrlo? La evidencia indica que la respuesta está en que las instituciones funcionen y en que, a pesar de la decepción ciudadana, sean las propias estructuras democráticas y sus equilibrios de poder los que eviten que las crisis y los problemas se resuelvan en las hogueras de la plaza pública, en un marco irracional y enardecido, que fomenta la aparición de populistas y autoritarios, sustentados a veces en la complicidad o el silencio de actores sociales relevantes, que a menudo pecan de ingenuidad o ignorancia, cuando no de simple ambición de poder.
Probablemente esto pueda contribuir a entregar señales a la pregunta que la autora formula al inicio de su investigación: ¿por qué algunas democracias que surgieron de transiciones pactadas experimentan, después de décadas, crisis significativas?
La autora nos presenta un abanico de hipótesis para cada una de las sociedades que analiza, donde si bien hay señales comunes, hay otras que considera específicas de cada país, pero con un hilo conductor que apunta a la existencia de una planificación exógena, que se aprovecha de las debilidades de sociedades que no atinan a abordar con anticipación ni a solucionar problemas emergentes de alcance profundo, tanto más cuando muchos de ellos son de efectos previsibles cuando no evidentes.
Es probable que en este ámbito ciertos líderes y partidos pequen o hayan pecado de cierta modorra o impericia intelectual para actuar de forma oportuna ante los problemas más acuciantes. Este texto dirige también la atención hacia los artífices de acuerdos fundacionales que consideran que el sólo hecho de haber logrado el consenso inicial bastaría para que el orden democrático se sostenga, desarrolle y corrija por sí solo, como si fuese prescindible una continua revisión de los procesos y el ajuste de los mismos.
Mientras esa democracia fundacional duerme o se regocija con números azules, no advierte los problemas que comienzan a aguijonar a la sociedad, y tampoco se percata de que otros, con ojos avizores y agendas populistas, observan, estudian, agitan las aguas y hacen aflorar las debilidades de la institucionalidad, alimentan la hoguera del descontento y logran crear las condiciones para dinamitar el consenso inicial, alcanzar hegemonía cultural e imponer un nuevo “sentido común» que demanda un nuevo orden, aunque esté reñido con la democracia representativa liberal. Olvidan que esta implica asimismo una tarea, un compromiso, una defensa y una profundización de la misma.
Entonces parece evidente que la democracia fundacional, la de los acuerdos, debe alimentarse y retroalimentarse continuamente, y que requiere de un control y una fiscalización para establecer cómo se han implementado dichos acuerdos y los efectos que han tenido en la sociedad. De ahí surge la tarea de corregir o cambiar a tiempo los procedimientos para garantizar el fluido funcionamiento de la democracia liberal representativa.
El trabajo de Paola Bautista de Alemán nos invita a repensar la política de los acuerdos, a volver atrás si es necesario y a ajustarlos en aras de una sociedad que alcance la plenitud de la felicidad y del bien común.
*Roberto Ampuero es embajador de Chile ante el Reino de España. Fue canciller de la República, ministro presidente del Consejo de la Cultura y las Artes, y Embajador en México. Es doctor en filosofía y letras y autor de numerosas novelas, memorias y ensayos políticos.