Papel Literario

El fanatismo está vivo y matando

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Por ELIZABETH ROJAS PERNÍA

todo se desmorona; el centro cede;

la anarquía se abate sobre el mundo,

se suelta la marea de la sangre, y por doquier

se anega el ritual de la inocencia;

los mejores no tienen convicción, y los peores

rebosan de febril intensidad.

W. B. Yeats

Si la civilización ha de sobrevivir, la expansión de la comprensión es una necesidad primordial.

Alfred North Whitehead

I

En un conjunto de ensayos publicados bajo el título Queridos fanáticos, el escritor israelí Amos Oz (1939-2018) reproduce sus ideas sobre un tema que lo conmovía profundamente —¡cómo podría haber sido de otra manera!— a partir de una serie de conferencias que impartió en la Universidad de Tubinga, en Alemania, en el año 2002. Su intención era reflexionar sobre la naturaleza del fanatismo y la manera de refrenarlo.

Para enmarcar su planteamiento, desde el inicio señala que el fanatismo es una batalla entre quienes creen que la vida no es lo más importante, sino los valores fundamentales       —que tienden a devenir fundamentalistas—, y quienes consideran que nada importa más que estar vivo y respetar la vida. El fanático no discute. Si algo le parece mal, si tiene claro que algo está mal a ojos de Dios, su obligación es erradicar de inmediato esa abominación, aunque para ello tenga que asesinar a sus vecinos o a todo aquel que se encuentre casualmente en los alrededores.

Y ese germen parece ser tan antiguo que resulta casi imposible rastrear su origen. Comprender, o intentar hacerlo, este desgarrador hecho, requiere desistir de la pueril intención de buscar respuestas fáciles, únicas. Tales explicaciones suelen encontrar enseguida culpables a quienes aniquilar. Explicación fanática, solución fanática.

Una de las principales dificultades para adentrarnos en la comprensión del fanatismo, entonces, es la simplicidad del pensamiento que le es propio: no existen matices para la mentalidad fanática. El fanático aprende a solo sentir, no a discernir, no a elegir, no a razonar. La necesidad de obediencia ciega, de sumisión a los mandatos del líder —de este mundo o del otro— es mayor que la posibilidad casi inexistente de ser individuo: el que adora renuncia a su individualidad, advierte Oz. ¡Y hará lo impensable para convencerte de que renuncies a la tuya!

Para ilustrarnos la mentalidad fanática, nos relata la conversación sostenida por otro escritor judío, Sami Michael, con el chofer con quien viajaba durante un largo trayecto, y cuya opinión, que dejó bien clara, era que ¡los judíos debían matar urgentemente a todos los árabes! Al finalizar de escuchar sus planteamientos, Michael preguntó al chofer:

—Y, en su opinión, ¿quién tiene que matar a todos los árabes?

—¡Nosotros! ¡Los judíos! ¡Se trata de nosotros o ellos! ¿Es que no ve usted lo que nos están haciendo?

—Pero, exactamente, ¿quién tiene que matar a todos los árabes? ¿El Ejército? ¿La policía? ¿Tal vez los bomberos? ¿O médicos con batas blancas, con inyecciones? El chofer se rascó la cabeza, guardó silencio, reflexionó sobre la pregunta y, al final, contestó:

—Todos nosotros debemos repartírnoslo a partes iguales. Cada hombre judío tendrá que matar a varios árabes.

Sami Michael no cedió:

—Está bien. Supongamos que a usted, que es de Haifa, le encargan un bloque de viviendas de su ciudad. Usted va puerta por puerta, llamando al timbre y preguntando educadamente a los inquilinos: «Disculpen, ¿no serán ustedes árabes?». Y, si la respuesta es que sí, dispara y los mata. Cuando ha terminado de matar a todos los árabes de su edificio, baja y se dispone a irse a casa, y entonces, antes de que se haya alejado, oye de pronto el llanto de una niña recién nacida en el último piso. ¿Qué haría? ¿Darse la vuelta? ¿Regresar? ¿Subir por las escaleras y disparar a la niña? ¿Sí o no?

Un largo rato de silencio. El chofer reflexiona. Al final responde a su pasajero:

—Oiga, señor, ¡usted es una persona muy cruel!

Podemos imaginarnos, sin ninguna dificultad, una conversación casi idéntica entre un pasajero palestino y su chofer fanático. Lo único que sería diferente es la frase ¡los judíos debían matar urgentemente a todos los árabes!, donde los sustantivos estarían intercambiados. Así de primitiva y carente de imaginación es la mente fanática. Bajar a aquel fanático de la abstracción árabe, a la concreción bebé recién nacida, lo desquició aún más: le exigía pensar. En su ceguera, sin embargo, el cruel era el escritor, por supuesto, con todas esas horrendas preguntas sin sentido.

II

A la consternación que sentimos por la matanza que el 7 de octubre pasado ocasionaron terroristas fundamentalistas de Hamás entre civiles, mujeres, niños, ancianos, primero en el desierto de Neguev, donde se realizaba el Festival de música Nova, y luego dentro de escondites o casas, en una operación cuidadosamente planeada, ha seguido el horror de una guerra que se mantiene ya por meses, y que ha escalado en número de víctimas —datos cuya vigencia caduca día a día—, destrucción de ciudades y propagación a otras regiones del Oriente Medio. El primer ministro, Benjamín Netanyahu, a horas del ataque, declaró: No habíamos visto atrocidades como las que está cometiendo Hamás desde el Estado Islámico. Lo que vamos a hacer a nuestros enemigos en los próximos días reverberará en ellos durante generaciones. Mientras Hamás, por su parte, desató su locura vengativa, de vieja data. En poquísimas horas explotó la demencia bélica. Y las ondas de este horror recorren la tierra desde entonces.

Así como los rehenes tomados por los terroristas de Hamás fueron llevados a los túneles subterráneos que recorren el subsuelo de Gaza, y retenidos o asesinados allí, en esa metáfora del inframundo, así nos ocurre cuando las ideas y las posturas fanáticas religiosas o políticas nos secuestran la libertad de pensar, de discernir o de disentir del colectivo —al cual todo fanático está afiliado—, y, aún más grave, cuando la ceguera nos niega la luz de la piedad hacia cualquier otro. El fanático se desprende de su alma.

No sobra advertirlo: es simplista caer en la tentación de identificar a todos los palestinos con los terroristas islámicos. A pesar, también hay que decirlo, del fuerte adoctrinamiento que el fundamentalismo religioso devenido en terrorismo ejerce inmisericorde sobre los pobladores del territorio palestino. La creación meticulosa de enemigos que solo merecen la muerte, y hasta la aniquilación total, es uno de los ejes en que se apoya el fanatismo terrorista, de cualquier denominación.

Pero, ¿no nos consterna también que, en pleno siglo XXI, la única respuesta que los seres humanos tenemos ante la violencia es más violencia, ante el odio más odio y que al asesinato de civiles inocentes judíos le siga el asesinato de inocentes civiles palestinos? ¿No jugamos todos el juego del fanatismo cuando tomamos inmediatamente partido y justificamos la matanza de palestinos —terroristas o no— porque hay que vengar esas muertes judías, o lo contrario si ese hubiera sido el caso en esta oportunidad? ¿La caza de fundamentalistas del grupo Hamás —que merecen todo el castigo y la condena internacionales—, responsables de los atroces y totalmente condenables ataques sobre Israel, con la intención de arrasarlos y que no quede ninguno vivo —precisamente como quería hacer con los árabes el chofer que transportaba a Sami Michael— es la única respuesta? ¿Es la mejor respuesta? ¿Qué nueva abominable venganza empezará a fraguarse ante la reacción avasallante del Estado de Israel al horrendo e injustificado ataque terrorista? La escalada de odio, matanzas y destrucción, que desatan estas reacciones, a corto, mediano o largo plazo, no puede ser la respuesta que nos sigamos dando. No reside allí la solución de los problemas limítrofes, religiosos, o del tipo que sea. Usar gasolina para apagar el fuego es demente, siempre. Y lo seguimos haciendo. La mentalidad retaliativa no puede seguir siendo la mejor opción que tenemos. Aunque la sed de venganza parece saciarse con la aparición de los uniformados cabalgando sus tanques de guerra o piloteando sus pájaros de fuego, vistos como liberadores, o como justicieros, quedamos encadenados al odio a perpetuidad.

El odio ciego hace que los que odian desde ambos lados de la barricada sean casi idénticos, casi nos grita Amos Oz, quien abogó toda su vida por ensanchar la mirada —más allá del fanatismo que, bien sabemos, ciega— sobre el complejo problema entre judíos y palestinos. Por ello fue acusado continuamente de traidor.

III

En estos tiempos espeluznantes —mientras a los lamentos por las muertes de civiles en Ucrania o en Rusia por una guerra que corre sangrienta hacia su segundo aniversario, ahora sumamos el sufrimiento por el asesinato de israelíes y palestinos—, nos conviene sobremanera tener presente la mirada que sobre las fuerzas que nos pueden poseer nos legaron la mitología y la dramaturgia griegas, si de intentar alguna comprensión no simplista de la violencia desbocada que continuamos atestiguando, propiciando o aplaudiendo, se trata. En la antigüedad griega el afán de venganza es personificado por las Erinias, Alecto, Megera y Tisífone, deidades iracundas, que emergían del inframundo cuando la sangre era derramada sobre la tierra. Hijas de Nix y de Hades, en una de sus genealogías, estas tres hermanas castigaban distintos delitos: morales, de infidelidad y de sangre. Su carácter terrible queda nítidamente plasmado por Esquilo en su obra la Orestíada, donde las hijas de la Noche, que quieren vengar el asesinato de Clitemnestra —adúltera y asesina de su propio marido, el rey Agamenón— a manos de su hijo, Orestes, se proclaman así:

A aquellos mortales insensatos que se hacen reos y autores de crimen, yo les he de servir de cortejo hasta que desciendan a las mansiones infernales, y todavía no se han de ver libres de mí ni con la muerte ¡Caiga, pues, sobre esta víctima, que me está consagrada, este mi canto, canto de delirio, de locura, de furor; himno de las Erinias, que encadena las almas… himno que seca y consume a los mortales!

El día que Orestes es sometido a juicio por ciudadanos de Atenas, quienes serán jueces de un delito de sangre por primera vez, Atenea les aconseja no rindáis culto a la anarquía ni al despotismo. Las Erinias fungen de acusadoras pues quieren vengar a toda costa la muerte de una madre. Solo el voto favorable de la olímpica salva al acusado. Las consecuencias de este acto que salva a Orestes apuntan a algo tremendo en la historia de Grecia: la autoridad de los dioses arcaicos que exigían sacrificios sangrientos es sustituida por la autoridad del Estado. La primitiva y frenética sed de venganza es sustituida por la búsqueda de justicia que traiga paz. Atenea, sabia, valiente y patrona de la vida civilizada, prevalece. Las Furias, como también se las conoce, aceptan el veredicto. Se pueden romper los ciclos sangrientos que encadenan en una perenne persecución retaliativa una generación tras otra. Ha ocurrido una enantiodromía. Las deidades que antes solo buscaban venganza ahora son invitadas por Atenea a buscar la sabiduría contenida en la justicia y en la compasión. Así empiezan a ser Euménides, las benevolentes.

En la guerra que pasmados estamos atestiguando hay una presencia innegable del vigor implacable de las Erinias. Hay sed de venganza. No siempre de justicia. De venganza. Son cosas diferentes, y confundirlas resulta terrible. Como bien lo encarna Orestes, uno de los castigos que infringen las Erinias a quienes persiguen es la locura. Atenea ofrece la posibilidad de distinguir entre proteger y preservar la vida, y quedar atrapado en la destrucción de toda vida, humana, animal y vegetal. No vemos a la diosa de la vida civilizada propiciando justicia. Vemos sí, con espanto, a la Erinias desatadas en búsqueda de retaliación sangrienta. Y no nos estamos dando cuenta de la diferencia. Ni de las consecuencias de no verla.

IV

Hurguemos aún más en los oscuros confines de nuestro psiquismo. De Dionisos, el dios de las emociones, de la tragedia, de la locura, se dice que cuando los titanes lo engañaron para luego despedazarlo, Zeus, su padre, envió un rayo sobre aquellos seres reduciéndolos a cenizas. De estas cenizas fue formado el hombre y, por ello, contiene en sí mismo una parte divina proveniente de Dionisos, y una parte opuesta proveniente de sus enemigos, los titanes, como plantea Martin Nisson, en su Historia de la Religión Griega.

Es prístina la imagen de desmesura —rasgo propio de los titanes— que nos entregan cada día las nefastas noticias que dan cuenta de crímenes de guerra donde sentimos a lo divino, que porta el ser humano, desdibujándose frente a la invasiva presencia de las fuerzas titánicas, con su falta de límites y su gigantesca violencia, que también, en alguna medida, portamos. Lo que, en cambio, no vemos aún en el horizonte es lo que podría representar la autoridad de Zeus —el regente olímpico, el de la amplia mirada—, quien con su rayo confinó a los terribles gigantes al Erebo. Esa presencia olímpica opuesta a lo excesivo, desmesurado y carente de límites, es lo que necesitamos. Y estamos hablando de formas simbólicas, de fuerzas arquetipales de nuestro psiquismo, que puedan poner a raya nuestras tendencias más violentas.

Rafael López Pedraza, en su libro Dionisos en el Exilio (2000), advierte que Encadenar al titán… equivale a reflexionar sobre nuestra naturaleza titánica. No se trata de una tarea que deba hacerse solo una vez, pues encadenar al titán es una necesidad permanente. Solo este trabajo permite doblegar esa parte aceleradamente titánica de nuestra naturaleza.

Entonces, inevitablemente, necesitamos volver la mirada hacia adentro, hacia lo doméstico, hacia nuestro ámbito cotidiano, familiar, porque es allí donde se agazapa el germen del fanatismo y suele pasar inadvertido. Cada vez que actuamos convencidos de que sabemos lo que es mejor para la pareja, los hijos —cuando ya no son niños—, los hermanos o los amigos, y, por lo tanto, intentamos imponerles nuestro criterio, negando así la individualidad, la diversidad, los procesos de vida de cada quien, estamos corriendo el riesgo de acercarnos peligrosamente al fanatismo. También las formas de sacrificio tan a menudo presentes en los vínculos parentales pueden ser perversiones del llamado amor filial que disfrazan la manipulación de la voluntad, del libre albedrío, de ese otro ser tan amado. Es imperioso hacer el trabajo psíquico que a cada uno le corresponda. Hurgar detrás de la máscara civilizada y descubrir las simientes fanáticas. Nuestro aporte individual se hace imprescindible pues de la expansión de la comprensión se trata, si hemos de sobrevivir, como nos dejó dicho Whitehead.

Por ello, tampoco podemos dejar de mencionar la necesidad de reflexionar sobre el poder que puede ejercer cierta política, encarnada por oportunistas, manipuladores —y hasta psicópatas— de toda índole, sobre psiques con propensión a la colectivización, a la obediencia, a la sumisión y a la irreflexión. René Descartes sentenció en el siglo XVII Pienso, luego existo. Vemos cuán cierta termina siendo, en el fanatismo, la afirmación opuesta: No pienso, pero existo. Y pudiéramos agregar: Existo para aniquilar a todos los que están equivocados. Los tiranos, los autócratas, conocen este rasgo. Y lo explotan. También los nuevos populistas, que vemos aparecer y expandirse peligrosamente en demasiados lugares de este planeta incendiado ya de odio, han aprendido bien a servirse de la irreflexión y a intentar convertir a potenciales individuos en masa.

V

Quedémonos, finalmente, con la sensibilidad de los poetas, una palestina y un judío, y busquemos algo de refugio y cordura en ellos, porque, ¡ay, de lo capaces que somos cuando creemos tener la razón!

Fadwa Tuqán

Sólo quiero morir en mi tierra,

Que me entierren en ella,

Fundirme y desvanecerme en su fertilidad

Para resucitar siendo hierba en mi tierra,

Resucitar siendo flor

Que deshoje un niño crecido

En mi país.

Sólo quiero estar en el seno de mi patria

Siendo tierra

Hierba 

O flor 

Yehuda Amijai

En el lugar donde tenemos razón

no brotarán jamás

flores en primavera.

El lugar donde tenemos razón

está aplastado y duro

como un patio.