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El eterno Max Von Sydow

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Por LUIS GARCÍA MORA 

El fallecimiento el pasado domingo 9 de marzo del actor sueco Max Von Sydow, a sus 90 años, es un exabrupto, conmociona al viejo amante del buen cine y lo deja en estado de inasitud.

En la memoria de la mayor parte de los cinéfilos del mundo, la imagen de Von Sydow es la de aquel curtido Padre Merrin de 1973, en su inolvidable combate contra el demonio, para sacárselo a la poseída niña Linda Blair, manteniéndolos en tensión durante casi todo el metraje de El Exorcista de William Friedkin, considerada una de las mejores películas de terror de todos los tiempossi es que no olvidamos a aquel Cristo épico de La historia más grande jamás contada de 1965, realizada por George Stevens en ultra Panavisión y proyectada en el olvidado Teatro Canaima de Los Palos Grandes en Cinerama de 70 mm, que le catapultaría a rango de los actores más cotizados de Hollywood, y le convertiría desde entonces en actor regular en las producciones estadounidenses.

“El muy anciano aunque siempre extraordinario Max von Sydow”, así ya se referían a él críticos y cineastas hace cuatro años, al conferirle el Gran Premio Honorífico del festival de Sitges, y celebrar su interpretación del doctor Naehring en La isla siniestra de Scorsese, como ha ocurrido con la de otros tantos personajes, como el del espiritual Lor San Tekka en La Guerra de las Galaxias: El despertar de la fuerza, o el Cuervo de Tres Ojos en Game of Thrones, la serie de HBO.

Sus casi dos metros de estatura, coronada por un largo, caballuno y desilusionado rostro rubio, desprendía, en todas sus actuaciones, tal personal y conmovedora aura característica, tal fulgor, que se dio por hablar del “resplandor religioso” de Von Sydow, que complementaba su poderosa voz hipnótica.

¿De dónde provenía esa su tan honda profundidad interpretativa? ¿Qué había en Max Sydow? En la búsqueda de respuestas a estas preguntas resulta inevitable acudir a los orígenes. A Ingmar Bergman.

Porque a pesar de haber actuado también a las órdenes de otros importantes directores como John Huston, Steven Spielberg, Woody Allen, Martin Scorsese y Sydney Pollack, sin duda sería el director sueco, y una obra que marcó el cine del siglo XX de manera categórica−desde Tarkovsky, Lars von Trier, Jean-Luc Godard y Kieslowski, hasta Ford Coppola, Scorsese o Woody Allen, entre muchos otros prestigiosos directores quienes lo han reconocido como su maestro−, quien extraería de Von Sydow lo mejor de su arte. Y nadie como el imponente Max Von Sydow sabría interpretar a la perfección ese trágico, metafísico y oscuro universo bergmaniano. Ni zambullirse como él en las profundidades abisales del alma humana, y regresar. Convertido en el actor favorito del autor.

En la década de los sesenta, en el desaparecido Cine Palace de la avenida Universidad, se pudo ver El séptimo sello de Bergman y la celebérrima partida de ajedrez en que el cruzado Antonius Block (Von Sydow) retaba a la Muerte (Bengt Ekerot), no por miedo, para ganar tiempo. Quiere, como cualquier mortal, encontrar respuestas antes de morir a las grandes cuestiones de la vida. Sin encontrarlas. Desde su estreno, se la consideraba la obra maestra absoluta del sueco. La semana anterior en el mismo cine otra de sus películas, El silencio, antes de terminar había vaciado las butacas. Como ocurría también con su contemporáneos Antonioni, Bresson, Fellini y Pier Paolo Pasolini, en aquella eclosión de autores inclasificables y exigentes, que desafiaban al espectador con su exploración de los recovecos del alma. De la psique.

Era un momento excepcional. Se rompían las barreras narrativas y se exploraba lo inexplorado. Bergman, con sus películas obsesivas de la lucha contra el inexorable paso del tiempo y la agobiante búsqueda de la fe perdida; Antonioni escudriñando en la incomunicación del ser humano con su entorno. Bergman, con su exhaustiva búsqueda de los motivos que mueven al hombre a creer en Dios; Antonioni, con la introversión y el vacío existencial. En aquel Cine Palace también excepcional donde un grupo selecto de amantes del cine intentaba interpretar a aquellos seres atrapados por el malestar, o el aburrimiento, y a través de sus infinitos planos largos, de celosos encuadres que llegaban a los límites de la estilización, con lo que se creaba una atmósfera inquietante y atractiva totalmente alejados de la narrativa tradicional. Curiosamente, ambos cineastas morirían el mismo día, el 30 de julio de 2007, con escasas horas de diferencia

Hijo dilecto de esa época. De Bergman, fue Von Sydow. “Las obras de Bergman −dijo alguna vez− reflejan muchos aspectos de su personalidad, o de sus preocupaciones, y algunos de los personajes que hice fueron parte de eso. Por ejemplo, el caballero que busca la Revelación Divina en El séptimo sello, el artista oscuro frente a la sociedad burocrática en El mago, el pintor que trabaja fuera de la sociedad, manipulado por extraños personajes de un castillo en La hora del lobo.” Y, sería por esas interpretaciones que pasaría a hacer papeles religiosos en Hollywood, y como luego admitiría: “¡Cierto! ¡Bergman tiene la culpa! Y también los productores sin imaginación ni valentía. Hice de Cristo, de cura, de San Pedro, hasta del Demonio, que es un personaje religioso”.

Hizo de papa en Cellini, una vida violenta, de cardenal en la serie sobre Los Tudor, de arzobispo en A che punto è la notte, y como el acompañante espiritual de la santa de Calcuta,el padre Celeste van Exem en Cartas de la Madre Teresa. De David en la serie de La Biblia, en la película dedicada a Salomón. Y colaboraría como narrador en Sansón y Dalila.

Y hasta encarnó al emperador Tiberio en En busca de la tumba de Cristo.

Un Von Sydow criado como luterano que se alejó de esa religión−dijo− tras hacer de Jesucristo. Tratando de responder en todas las entrevistas periodísticas a su relación con ese maestro, con Bergman, ese mito, y reconociendo en todas que no había una respuesta fácil para ello. Se llevaban diez años de diferencia, Max estaba en el instituto y él, Ingmar Bergman, ya actuaba y dirigía teatro en Estocolmo. Max ya había oído hablar de él y de la controversia que levantaban sus producciones, a menudo provocativas. Empezaba en el teatro −“lo del cine me sonaba lejano”− y acudía a una escuela de drama donde hacía prácticas en teatros municipales.

En Suecia, los ayuntamientos contratan a un director para programar toda la temporada en cada teatro municipal. “Y en el caso de Bergman−declaró Von Sydow en el Festival de Sitges de 2016 a El País−, al final de la temporada, en verano, en Malmo, el mismo equipo teatral se convirtió en equipo de cine. Estuve en una de esas compañías municipales seis años y al tercero llegó Bergman. Fue una bendición”. “Fue un gran amigo −dijo−. No, más que eso. Mucho más que eso. Sus producciones teatrales me estimulaban intelectualmente, él me enseñaba, poseía una gran imaginación, una enorme inteligencia y un estupendo sentido del humor, algo no menos importante. Nos dejó un legado artístico fundamental para entender al ser humano”.

Y tal vez sea aquí en esta frase donde se macera la alta estatura emocional e intelectual, del actor que acaba morir. En esas conocidas obsesiones bergmagnianas que supo interpretar a la perfección. Como el resto de la troupe de sus intérpretes, con los que Bergman estableció relaciones duraderas, y no siempre estrictamente profesionales: Bibi Anderson, Erland Josephson, Harriet Andersson, Gunnel Lindblom, Liv Ullmann… Y Von Sydow, que gracias a El séptimo sello se convertiría en el más emblemático de sus protagonistas.

Hasta 1971, antes de triunfar en Hollywood, hizo diez películas más con él, entre las que sobresalen El manantial y La hora del lobo (1968). En cuyas agitadas aguas, fundamentalmente religiosas, este hijo de pastor luterano siempre se preguntaba a sí mismo, como el famoso caballero de El séptimo sello en el confesionario: «¿Por qué no puedo matar a Dios dentro de mí?”. Con esa estatura emocional tan alta como sus 1.94 metros de altura, que le dotaría de ese halo de hieratismo religioso que lo singularizó.

Un arte depurado en su propia experiencia interior del sentido de la existencia, del miedo a la muerte con mayúsculas, del origen del Mal y, por supuesto, las tensiones entre la razón y la fe. A lo que sumó su capacidad para rodar en diversos idiomas, pasando del sueco al francés−nacionalidad que adquirió−, o el alemán o el danés, el italiano o el español, lo que vigorizaría aún más su corpulencia interpretativa, con esa su contradictoria mezcla de impenetrabilidad y vulnerabilidad para expresar la subjetividad de los personajes y que constituiría impronta.

Junto a su reconocida habilidad para transmitir simultáneamente estados emocionales opuestos. Educado.

Tranquilo. Nada estridente. O estallando como un volcán frío.

Es reconocida en Bergman su inmensa capacidad de trazar el mapa del alma humana a partir de una singular manera de acercarse con la cámara al rostro de sus actores −que Diego Agudelo llamó poesía de los gestos−, el genio para descubrir ese territorio oculto entre el dolor y el gozo, la dicha y la desesperación, o el espanto y el éxtasis.

Pero he aquí que el mundo de Max se sacude y cuando todos lo habían confinado en este refinado gueto del Arthouse, el cine de arte y ensayo, la poderosa maquinaria cinematográfica estadounidense, sorpresivamente lo lanzaba, en 1965, como aquel Cristo enigmático y misterioso en La historia más grande jamás contada, de George Stevens, papel que lo catapultaría como uno de los actores más cotizados de Hollywood.

Por lo que se traslada a Los Ángeles. Y desde 1965 Max Von Sydow se convertirá en el actor regular en las producciones estadounidenses de directores como John Huston y George Roy Hill. No sin hacer también Pelle el conquistador con el danés Bille August (la cinta que más le gustó). Y, por supuesto, en El Exorcista.

¿Quién no recuerda El Exorcista? Y a Sydow enfrentado a Lucifer como el inolvidable Padre Merrin, una actuación que dotaría al famoso film de William Friedkin de ese trasfondo abismal, intenso y penetrante que sostiene todo el metraje. Con esa −por supuesto− su legendaria voz profunda que, como recordaba admirativamente el crítico y cineasta Gregorio Belinchón, “si en francés sonaba más pausada, en sueco y en inglés (como se pudo escuchar hasta en Los Simpson) parecía brotar del centro de la Tierra”.

Aunque su silencio era proverbial. Creía Von Sydow que un actor tenía que estar preparado para actuar sin utilizar la palabra, usando su cuerpo, su rostro. “En cierto modo −dijo− es el retorno a un modo primigenio de hacer las cosas, a aquellos tiempos del cine mudo donde la expresión lo era todo…”.

Y así, al igual que encarnó a Jesucristo o al demonio, al Padre Merrin o a el Cuervo de Tres Ojos en tres episodios de Game of Thrones, hizo de Strindberg, del despiadado emperador Ming en Flash Gordon y el villano Stavro Blofeld en Nunca digas nunca jamás del 007, como también de Clemente VII, el Papa y Eugene O’Neill, y como dicen hasta del abuelo de Heidi, fue el artista atormentado en Hannah y sus hermanas, de Woody Allen, y el asesino incansable que persigue a Robert Redford en la excelente Los tres días del cóndor de Pollack. En la olvidada adaptación de Needful Things, de Stephen King, En Conan el bárbaro, Dune, Minority Report de Spielberg, o Shutter Island de Scorsese o el Robin Hood de Ridley Scott… Como protagonista o secundario de lujo, durante siete décadas el rostro icónico de Sydow sobresalió por encima de todos sus contemporáneos. Porque era impresionante.

E incansable. “Lo importante para un actor mayor como yo es seguir trabajando −esgrimía siempre, añadiendo: “A menudo, me llegan guiones de padres o abuelos enfermos que mueren. Aburridísimos. Así que si aparece Juego de Tronos o Star Wars me emociono. De acuerdo, mi personaje en El despertar de la Fuerza se muere [risas]. Pero no por viejo, sino porque está en mitad de una revolución».  Y golpeando el banco de madera:

«Espero seguir con esta suerte”. Así era este anciano de 90 años que muere sin serlo y sin terminar tampoco de morir.

Aunque su fallecimiento fue confirmado por su esposa, en Francia donde vivía desde hace años. Y donde adquirió la doble nacionalidad, según él, por amor. «Desde allí −dijo alguna vez a Clarín de Buenos Aires−, puedo desplazarme más fácilmente a otros países, aún me quedan roles por encarar. Quiero hacer comedia, estoy harto de guiones que me llegan para encarnar a religiosos. Supongo que por mi voz y mi aspecto. Yo deseo lanzarme a cosas menos serias, divertirme. He bailado mucho en el teatro y nada en el cine”.

Le apetecía. «Con el corazón roto y con una tristeza infinita, anunciamos con extremo dolor el fallecimiento de Max Von Sydow el 8 de marzo 2020 «, ha escrito su hija, la productora Catherine Von Sydow, quien también ha pedido discreción a la prensa durante el período de luto.

Que así sea.