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El enigmático mundo de Mercedes Pardo

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Por BEATRIZ SOGBE

En el catálogo de la exposición retrospectiva que le realizara la Galería de Arte Nacional de Venezuela a Mercedes Pardo (Venezuela 1921-2005), en 1991, la escritora María Fernanda Palacios relata que la artista le contó que, al llegar a París —en 1949—, la pintora Elisa Elvira Zuloaga (Venezuela, 1900-1980) la lleva a tomar clases con su profesor, el pintor y crítico de arte André Lothe (Francia, 1885-1962). Unas lecciones que durarían poco tiempo. La joven Mercedes —entre temor, inexperiencia y respeto— pinta un cuadro que era semejante a la obra realizada por el francés. Lothe reacciona indignado y le dice: «Cuando quiero un Lothe solo tengo que ir a mi estudio. ¡Usted piensa demasiado! ¡La pintura no existe!». Mi interpretación es que quiso decir «¡Esa pintura no existe!». Porque era un plagio a su trabajo. Sin embargo, esa frase —que la hizo desistir de regresar al taller del maestro por vergüenza— Pardo la consideró una enseñanza de vida. Matisse también cerró su academia cuando se percató de que sus alumnos eran vulgares imitadores de su pintura. El buen maestro no busca que lo copien, sino que vayan más allá de lo ya encontrado. Ese episodio con Lothe —resulta obvio— marcó su obra y su actitud ante el arte. El artista debe ver la obra de otros para ver los avances e indagar en otras visiones. De la misma manera, el crítico lee todo lo escrito sobre un artista no para copiar, sino para dar nuevas luces que otros no hayan percibido. El arte siempre es un arcano y encontrar esas claves es el reto.

I

Hay cuatro mujeres claves en la plástica venezolana. Ellas ya son parte importante del arte latinoamericano: Marisol (Francia, 1930 – USA, 2016) —cuya obra es referencia escultórica del pop art norteamericano—. Elsa Gramcko (Venezuela, 1925-1994) —cuyos ensamblajes y alquimias nunca dejan de asombrarnos—. Y esa capacidad de volver el desecho en arte. Gego (Alemania, 1912 – Venezuela, 1994) —que aún no deja de sorprendernos con sus mallas, sus elementos que trabajan a tensión y compresión, sus juntas y uniones—. O la levedad de sus tejeduras. Y no se puede pensar en ella, sin la referencia de su esposo, Gerd Leufert. La cuarta es Mercedes Pardo.

Coincidencialmente, Gego y Pardo estaban casadas con artistas de valía. Al igual que Helen Frankenthaler con Robert Motherwell, en USA.  Eso nos invita a pensar en el rico mundo que les era cotidiano. Hay una quinta artista —que no tiene esa proyección internacional—, cuya obra no ha sido suficientemente valorada: Luisa Richter (Alemania, 1928 – Caracas, 2015). Una obra abstracta,  que produce inquietantes espacios interiores, con la técnica del collage y óleo, en la que se mezcla lo sígnico y la gestualidad generando una interesante tridimensionalidad. Por supuesto hay muchas otras muy valiosas, pero estas no tienen la obra contundente de las mencionadas, ni la presencia internacional. Es posible que el tiempo les dé el reconocimiento que merecen.

Siempre tuve interés en analizar la obra de Pardo. Sentía la necesidad de escarbar en ese enigmático mundo. Era un asunto pendiente. Y la oportunidad llegó. Había un enigma que sentía no resuelto.

II

A estas alturas del siglo XXI nadie puede negar que es imposible no tener influencias. En este panorama la presencia de los ingenuos es casi imposible. La información siempre llegará por las vías más inesperadas. El trabajo de Pardo es de una evolución constante, sostenido. Lento y preciso. De una paciencia perturbadora.  Sabía que la importancia está en la mirada, no en lo observado. Y decantar lo visto. La inicia desde la etapa formativa de la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas, con la formación y dirección de Antonio Edmundo Monsanto. Y la presencia de una oleada de artistas chilenos que vinieron a reformar la Escuela, por gestión de Mariano Picón Salas y  A.E. Monsanto. Pardo se casa —en una boda fugaz— con su profesor de vitrales Marco Bontá (Chile, 1899-1974) y se va a Chile. Poco sabemos de ese capítulo que duró solo unos meses, pero suponemos que de esa relación dejará sus migas en la obra. Bontá es considerado un maestro figurativo y teórico de la pintura en Chile. Tiempo después, nuestra artista dará cuenta de ello. Y trabajará el esmalte —que también es vidrio—. Esa vivencia le daría una aproximación para sus primeras experiencias en manejo de luz y color.

III

Pardo regresa a Caracas y, poco tiempo después, se marcha a París. Allí se casa con su contemporáneo, Alejandro Otero (Venezuela, 1921-1990). Para ese momento la personalidad de Otero era descollante comparado a la de sus compañeros. A fines de la década del 40, había deslumbrado a los artistas con sus «cafeteras». Y con la seguridad de su aporte. La modernidad nace en Venezuela con su presencia. Era obvio que Otero tenía que hechizar a la joven y bella Mercedes. París ha debido significar algo muy revelador ante una Caracas aún pueblerina para quien, rápidamente, se volvió madre. Y ser madre en esas circunstancias era muy limitante para una artista.

Cada etapa de Pardo es producto de un largo proceso de decantación de ideas y de procesar un universo de información, con las restricciones de encargarse de una familia. Y escoger los tiempos es ganarlos. No había prisas.  Su pequeño y silencioso mundo estaba en unas acuarelas y collages —una técnica que con el tiempo llegaría a manejar con una destreza poco habitual y que no abandonaría jamás—.

IV

En la década de los 50 comienza a trabajar unas telas en óleo. Allí se revela la colorista. Se percibe la presencia de Klee, Dewasne, Cézanne, de un cubismo sintético. Pero como una amalgama de información. Están todos, pero no está ninguno. Maneja color y composición de manera magistral. Óleos realizados con espátula, donde la materia se palpa. Se percibe el informalismo, pero no como denuncia política, sino como plástica y forma. Mercedes estará presente en todos los movimientos plásticos, tanto de Europa como de América, pero no como participante activa, sino como observadora silenciosa. Las piezas de esa etapa son actualmente muy codiciadas por los coleccionistas.

V

Para la década de los 60 ocurre un nuevo proceso introspectivo. Momentos de duda, reflexión. A veces hay que detenerse para luego dar pasos hacia adelante. Nuevamente hace unas pequeñas acuarelas donde el signo es su característica. No es Hartung, no es Motherwell —aunque hay una huella—. Piezas que reflejan tridimensionalidad. Es el goce del brochazo del pincel. No son automáticas, son producto de un análisis íntimo y silencioso, pero a la vez se siente un proceso de levedad y transparencia. Esquicios que revelan una fuerza interior que subyugan.

De manera casi paralela aparecen unos collages desconcertantes. Recuerdan los paisajes cubistas de su maestro Lothe. Son un paréntesis, un alto en el camino. Se percibe un caos. Un automatismo en collage. Este ejercicio le permitirá obtener una destreza inaudita en esa técnica. Mirarlos perturban, pero luego se concluye que la habilidad desarrollada en estos es fundamental para su trabajo posterior. Otero también desarrollaría el collage, pero de manera diferente. Papeles, postales, periódicos que colorea donde hay rigor geométrico, pero también informalidad. Ambos se confrontan, pero no se copian. Y ambos serán maestros en ese oficio.

VI

A fines de los 60, Pardo experimentará con tintas serigráficas —en un oficio que nunca abandonará—. De hecho, la serigrafía en Pardo es tema excelso. Jamás fue regodeo, ni asunto menor. Renuncia entonces al óleo para adentrarse en el acrílico. Y con ello obtiene la seducción de los colores opacos, la superposición de planos y espacios, el placer de las grandes superficies a color.  Obviamente estaba deslumbrada con el movimiento del expresionismo abstracto estadounidense. Uno tiene que suponer que en la casa de dos artistas el mundo gira alrededor del arte y lo que está ocurriendo. Pardo los estudia, los analiza. Nuevamente en esa obra esta presentes Clyfford Still, Motherwell, Frankenthaler, Barnet Newman, Rothko, Reinhardt, Agnes Martin —del movimiento estadounidense—. Pero también Hartung, Mathieu —desde Europa—. De la misma manera, no son referentes directos, sino como una suma de información. Y no hay que dudar que, permanentemente, se alimentará de un Otero explosivo de ideas.  De esa amalgama de conocimiento nace el signo que le será propio. Para ese momento ya era maestra del color, de la serigrafía y del collage.

Para descifrar ese mágico mundo fue pertinente ir al taller de Pardo en San Antonio de los Altos. Reflexionar y entender su proceso creativo. El color en Pardo es especial, diferente. Porque ella hace sus propias mezclas de colores. Y el proceso creativo es único en ella. Imprimirá papeles serigráficos con «sus» colores. El papel impregnado de la tinta da un acabado untuoso y aterciopelado. Esto no se percibe en impresiones con muchas rayas, sino en grandes superficies planas.

Luego recortará esos papeles para hacer una maqueta primaria. Lo hará con recortes de esos papeles serigráficos. Ese original primario, en collage, la lleva a una obra en miniatura. Hará entonces una segunda pieza, con una nueva corrección de colores, en obra acrílica. Con ello hará su personal ficha técnica con las medidas finales, fecha, título y nombre del primer comprador. Ese «original  à l’échelle» lo llevará al tercer y definitivo original. Sabiamente transmitirá al acrílico el encanto de la tinta serigráfica, en una nueva espacialidad. El proceso de ellos permite la meditación, la transformación y corrección en el lento desarrollo. Había encontrado un nuevo lenguaje, su lenguaje. Por eso se parece a todos y  a nadie.

La obra culmina en un éxtasis de color, de formas. Hechiza la cantidad de planos, hendijas. Son puertas silenciosas a mundos desconocidos. A veces son cortes desgarrados como heridas de la vida, pero que en el subsecuente plano se resuelve el conflicto, bien sea con otro tono o faceta. Estos se funden unos con otros. La composición gira en torno a los diferentes colores y placas.  Las grietas no pelean entre sí. Es un permanente goce de superficies y matices. Los vacíos son plenos, tienen su razón de ser y complementan los llenos.

Todo fue realizado en una pavorosa soledad, con paciencia, pero sin pausas. Una obra íntima, silenciosa. Se sabe que el arquitecto no crea el espacio. Esto solo lo hace un Ser superior. El arquitecto solo controla y conduce. Pardo lo logra, bidimensionalmente, con planos, forma y color. Pareciera que asimiló la frase de su admirado Paul Cézanne cuando dijo: «Cuando el color está en su riqueza, la forma está en su plenitud».

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