Por JOSÉ NAPOLEÓN OROPEZA
A su muerte, ocurrida el 18 de noviembre de 2004, Esdras Parra dejó inéditos dos libros de poesía: Cada noche su camino, escrito en las postrimerías del siglo XX, revisado acuciosamente hasta lograr una versión definitiva, y El extremado amor, al que no llegó a dar revisión final porque la sorprendieron la gravedad y la muerte.
A escasos meses de su adiós, consignó ambos manuscritos en custodia a quien suscribe estas notas, además de una compilación de ensayos críticos sobre literatura y artes visuales, y un conjunto de dibujos —de los más de trescientos que dejó—, porque a lo largo de toda su vida Esdras se dedicó en silencio al oficio de dibujante.
Diecisiete años después, con el consentimiento y respaldo de su familia, entregó esos poemarios a Fundación La Poeteca, bajo el título Lo que trae el relámpago —que he escogido tras recordar conversaciones y títulos por ella mencionados— para que los edite y difunda como homenaje póstumo a quien fuera una de las más importantes figuras literarias de nuestro país.
Dueña de una voz única, Esdras propone memorables textos urdidos en torno a la transustanciación, la naturaleza y el paisaje, todo ello a través de un viaje ontológico construido a partir de fragmentos, puntos iridiscentes, aristas luminosas, como si se tratase de mostrar los vitrales de una catedral que, formalmente, convierten su propuesta en una indagación original e inédita en el devenir de la poesía venezolana.
En Cada noche su camino, escrito entre 1996 y 1997, el lector atisbará los signos de un territorio siempre transformándose, espejeado en una persistente transverberación: descubre formas de la naturaleza en un paisaje dibujado desde lo más íntimo del alma, sometidos —paisaje y ser— a una doble interrogación; fundido constante ante un espejo real o imaginario. Un itinerario insondable hacia la interioridad anidada en la piedra, nacida del viaje del ser hacia la noche:
He pasado el invierno debajo de una piedra.
Yo
que sólo miro la noche
que miro esa frontera errante
esa luz ciega
ese pedazo de cerro que sepulta mi casa.
Esa transverberación ofrece al lector un nido de espejismos y teje ante él diversas aristas e imágenes que anudan el viaje del ser hacia su único destino anhelado. Permitirá asimismo descubrir el enigma que envuelve a la autora y a sus textos poblados de un oscuro misterio. Toda su existencia constituye, tal vez, el itinerario más desolado y desgarrador de un viaje de continuos atisbos, de aplazamientos y de frustraciones.
Seguir el monólogo de Esdras Parra, de un poema a otro, en un espacio continuamente desdibujado —borrado, como hoja sacudida en medio de una gran borrasca—, nos ofrece la experiencia de asistir al recorrido de alguien cuyo único destino pareciera concentrarse en resolver el enigma de toda su existencia: saber dónde surgió la noche de un ser nacido para vivir en una continua interrogante sobre su propia naturaleza.
El segundo libro, El extremado amor, fue escrito entre 2002 y 2003. Contiene textos que anudan con asombrosa maestría los temas de la otredad, el desarraigo, el desamparo y la frustración tras la búsqueda de un amor absoluto, siempre ensoñado como el lugar donde las palabras dejan de ser un sonido de cascada armadura.
Las piedras, arquetipo y símbolo recurrente a lo largo de toda su indagación poética, se erigen aquí como excusa para un nuevo viaje, emprendido tras encontrar la puerta abierta, erguida, dejando ver el hilo que se recoge y se amontona, esperando el arribo del día.
Pero no comienza un nuevo día. Lo que se deseaba, lo que ha sido ensoñado a lo largo de su obra como sólido, eterno, en la redondez callada de la piedra que esconde secretos, no termina de llegar. El alma que aguarda y sueña reanuda la espera al recobrar nuevos bríos:
¿Qué intenta hacer el corazón con su voz
de limo? Aquí he doblado mis rodillas de hierro. He puesto en camino lo que está parcialmente inmóvil.
La piedra, muda, dadora de la quietud eterna, permanece inmóvil, pero reveladora de caminos y sendas en sus rayas y puntos. El alma deja que la espuma se abra otra vez. Al mostrar la puerta algún otro recuerdo, empuja nuevos bríos, con la música y sonidos de las palabras deseadas. Tal vez ellas develen algún secreto distinto al de la piedra, pero tan pronto se abra la puerta, se reanudará el ensueño:
Escribir, recobrar el color de las palabras, buscar el camino
de su música, colocarlas sobre mis rodillas. Encontrar además el secreto del silencio, su sonido de cascada armadura.
Las palabras, otras piedras que no terminan de revelar su misterio ni su sabiduría secreta y única, entregan nuevamente la ráfaga de aire, el soplo eterno y necesario para que la poeta reanude su recorrido. El itinerario en busca de ese secreto que pareciera estar oculto bajo las piedras. Buscar refugio en lo más profundo de su ser, pues nunca cejará en su empeño de encontrar algún rumbo a sus pasos: una verdad absoluta distinta a la que —como un celaje— pudiera esconderse entre el aire y las hojas de un mismo paisaje.
El extremado amor es el sobrio y egregio registro de una agonía asentada tras la urdimbre de un texto que se mueve, como corriente incesante, infatigable, de un punto a otro, de un «atril» al siguiente, marcando el espacio de una pareja que soñó con encontrarse alguna vez, poniendo como testigos a las hojas y al viento. Como seres que, silentes, estáticos a veces, en movimiento en otras ocasiones, no hacen sino repetir los angustiados momentos de moverse y buscarse de manera incesante.
Poemas de Esdras Parra
No lamento los recuerdos sin historia, los homicidios
perpetrados en honor a la ternura. Hoy el fuego me marca
como si saliera del hierro del verdugo. No cabe la menor duda de
que el frío también me despedaza. Y los climas que vienen a morir
en las islas contribuyen a mi creciente desesperación, pequeña
tiniebla recién cortada, hueco donde estuvo la piedra. Por esos cenagales
corre libremente mi sangre y prepara su partida.
He talado esta tierra con mis manos
la estiré hasta quebrar sus alas
he entregado al viento este espacio encogido
indeciso, sin reposo
he roto las rejas de mi vasta prisión
voy tan lejos como mis secretos.
Ya no vivo para mí
tracé este camino de madera
en el momento más severo del día
sobre mis espaldas se ha derramado
la sangre ardiente
la sangre de la tierra en su desolada combustión
vuelvo hacia la ternura
con el vacío más puro.
Al pie de qué árbol donde brillan sus accesorios
has enterrado esa voz que habla contra el viento
la has partido en dos hasta desmenuzar su fuego
levantas esa edad madura que te susurra al oído
como si interrogara el humo recto
has echado abajo los primeros fríos de la noche
todas esas lágrimas que inundan la mesa o esperan
turno para recobrar su uso de razón.
No siempre caminas sobre ascuas
ahora que has calcado la distancia
como si se tratara de tu rostro
con esa condición con esa medida
colocando agua debajo de la piedra
con todo ese derrumbe esa tristeza
y aquel largo viaje hacia la tormenta
aquel miedo siguiendo tus talones
los más altos jardines se ponen de pie.
Quién eres que puedes vencer la erosión
quién apoya los hombros en estos muros rocosos
pues sólo el silencio se calla al final del día
o se asoma al derrumbe que viene de lejos
quién ha plantado esta sequía
esta mala costumbre
como maleza que nunca se enfrentó a la piedra
así abundan los pájaros
en este suelo negro braceamos contra la corriente.
En la claridad que evoca la abundancia
en la luz que avanza hacia los bosques
en esa blancura de la tierra adentro llegando
a tus manos
en el otoño que jamás regresa
en esas ideas, en esos montes que abandonaron a la luna
en esos ríos que lloran con el viento
aquí, entre las espinas, en el vibrante metal
en esta ruta desnuda, en esta habitación vacía.
El viento que sopla hoy navega contra la
corriente y contra su propio albedrío
he mantenido esta coraza de espino en
la marea frente a los altos vegetales
y las cruces rotas
no sé si este camino que me rodea seguirá
mordiendo el polvo o si la tierra por fin
defenderá el maíz
sostuve la vida por la empuñadura
con la hoja recta.