Por EDILIO PEÑA
Orillado en el embeleso y la fascinación, quien se encanta cree reconocer en el otro, ese desconocido que lo subyuga sin anunciarse, a aquel que se presenta como único y estelar en ese encuentro en el que se fragua la primera vez, la bien amada plenitud. Dicen que al llegar ese momento, las manos se derriten y las palpitaciones se desbordan, los ojos se inundan. Lo que acontece en ese inesperado ahora, se supone un milagro inmerecido, un relámpago o un rayo que desquicia, pero también es algo liberador de la realidad que nos agobia. Al principio, nos resistimos a aceptar la novedad. Hay seres que nos rebasan con un carisma inescrutable. Y llegan a ser más cautivadores que el paisaje y la joya. Ante ellos, somos vulnerables, y estos pueden hacer con uno lo que se les antoje, mientras dure el encantamiento. Somos admiradores y devotos de su irresistible presencia, aunque también sus esclavos más dilectos, quizá hasta encontrar placer en ese quiebre que nos veja. Los amantes clandestinos saben de eso. Igual, algunos poetas. Pero, como todo extranjero en tránsito, el encanto habrá de partir algún día.
El desconocimiento es la fortaleza y el impulso del encantado. La pauta que lo arrebata, que lo ruboriza o lo hace tartamudear o correr desbocadamente tras la belleza indiferente o inabarcable. Aunque estemos arrobados por la fealdad o la deformidad, que confundimos con belleza, ambas llegan a ser, para nosotros, el puro encanto hecho presencia. Encanto que, a veces, se niega a abrirnos sus puertas, por más que toquemos sus aldabas como el que huye de la peste y busca refugio en una casa sitiada por la multitud.
Encanto que, en algunas noches, nos roba el sueño bajo la lluvia o nos hace llorar, mientras, con el corazón esponjado, nos mojamos los pies caminando por la orilla de la playa. Incluso si la repentina presencia del encanto pudiera ser una anunciación equívoca, un aparecido que ha escapado de lo siniestro para filtrarse con la luz que enceguece, una ilusión que enamora o un perverso demonio que habrá de aniquilarnos, sin que nos percatemos. El encanto cubre a su víctima y se la lleva lejos. Le ofrece una aventura que la vida no puede prodigar y la ahoga en el deleite y el frenesí. Al final, la carne se sacia, se abate con los años y algunos se van. Entonces, nos quedamos solos. La novedad es efímera, como los regalos o los presentes caros. Es inevitable, habremos de desear a aquel sujeto u objeto que supera al que hoy nos acompaña o tenemos. No nos conformamos. Somos insaciables en la pretensión. Impulsados por el miedo a la pérdida, queremos darlo todo por el recién llegado. Pero, ay, no se puede complacer a un amor que demanda en exceso. Hacerlo es desgastarse, anularse o suicidarse. Es convertirse en Sísifo. Y, por más que lo intente, al encantado le será negado llegar a la cima de la complacencia que exige la voracidad del encanto. El mercado es la metáfora más emblemática de esa locura. Una mercancía es emulada por otra sucesivamente. Una nueva marca tiene una carga de novedad que supera a la que hoy tenemos. Es inevitable, estaremos tentados a ir tras la nueva, así nos empeñemos o nos arruinemos.
Hay un placer suicida por el éxtasis de un momento, por la codicia de un segundo. En esa circunstancia hay dos opciones, renunciar o sucumbir, hastiados e impotentes, al laberinto de querer alcanzar lo imposible. La competencia emula todo lo creado. Y la realidad construida en la ilusión del encanto termina por abrumarnos. Igual sucede con los ídolos sociales. Son tan perfectos y fascinantes al principio, que no sudan, no excretan. Se presentan, ante nosotros, como el pavo real que crispa y despliega su cola multicolor para deslumbrar con la danza de su cortejo. Paradójicamente, el desquiciamiento mayor lleva a las masas a intentar ser una reproducción en serie de la condición insuperable del ícono.
Asimismo, algunos se suicidan por amor, porque, al no poder alcanzar las excelencias del amado, prefieren morir por ciega voluntad o mano propia. En el vértigo de su lucidez saben que el amor indiferente, no correspondido, les ha dejado un presente inestimable, haciéndolos únicos en su soledad y despecho. Y aun sabiendo que toda ilusión es falsa, el encantado sigue, persiste hasta la obstinación en dar con el otro. No importa que ese cuerpo esté minado por una terrible enfermedad. El encanto está más allá de la belleza, pero también de la fealdad. El frenesí que se activa cuando se está encantado resulta demasiado poderoso y desactiva cualquier previsión o cálculo. No hay advertencia o consejo que detenga al encantado. ¿Cómo renunciar a aquel que vimos una sola vez y quien, desde entonces, nos habita? Inerme, el encantado va al encuentro del encanto, y esa entrega se ejecuta con los ojos vendados, pero no como los cobardes que temen ser ejecutados, sino como aquellos inocentes que quieren vivir eternamente engañados. Avanzamos por un sendero movedizo aferrándonos a la nada. Vamos tras ese encanto que se pierde entre la niebla y que nos apura a que lo sigamos.
La noche se hace ancha y deambulamos insomnes cuando no damos con él. Sobreviene, invadiéndonos, la tristeza, mientras el perro maniatado de la desesperación aúlla dentro de nuestra alma. Amamos el encanto porque nos devuelve a la fantasía, al paraíso que extrañamos, así jamás lo hayamos conocido. No obstante, se pueden poseer los encantos más arrebatadores, pero no persisten por mucho tiempo. Ni siquiera el paisaje que nos deleita permanece igual ante la luz que lo degrada con sus contrastes. Se explica, así, esa ansiedad por fotografiarlo, por filmarlo en una película, donde creemos habrá de permanecer eternamente. Quien posee tales encantos a veces no es consciente de ellos. El encanto es el carisma más poderoso que atrapa, como la fuerza del imán, al desprevenido. Pero cuando se descubre y se reconoce esa virtud o poder del encanto, nos convencemos de que es una manera en la que se presenta Narciso, aquel que se ahoga en el espejo del agua.
En el siglo diecinueve, el Dandy o el Petimetre recurrían al disfraz y al maquillaje para encantar, pero esa seducción sólo alcanzaba a seducir a los espejos donde se reflejaban. El encanto no le pertenece a nadie, pero sí a quien lo pretende y cree conquistarlo. Es una existencia que se sueña. El encanto es como esas niñas bonitas que seducen y hacen promesas a quienes les doblan o triplican la edad. Estos, ingenuamente, las esperan, aun sabiendo que con lo único que cuentan es con la brevedad del ocaso. Una esperanza que fenece, mientras los tigres hambrientos devoran los atardeceres. El encanto secuestra, inicialmente, a uno de los sentidos: la vista. Ante los ojos se instala el escenario de sus representaciones ambulantes. No hay transeúnte o peregrino que en cualquier momento no haya sido cautivado por su carisma. Otras veces, la lengua puede traer al encanto a través de las palabras que seducen a los oídos.
Napoleón Bonaparte, a quien le encantaban la pompa y el fragor de las batallas, una vez culminadas estas, gustaba pasearse por los campos donde había ocurrido la refriega y, desde la montura de su caballo, enhiesto, recorría los restos del horror, donde la muerte aún persistía en morder la vida, arrebatando sus estertores. Agonizantes, heridos y muertos se hallaban en las posturas más disímiles. En esa representación final de la batalla, entre el olor a pólvora y sangre, entre la pestilencia y los gemidos de aquellos que aún no querían zafarse de su aliento, Napoleón Bonaparte se despojaba de su sombrero y, sereno e imperturbable, intentaba comprender los móviles del encanto destruido, que su cerebro matemático tanto se había deleitado en organizar o imaginar, días antes de la puesta en escena militar, con el lujo y los colores de los uniformes, con la música de los tambores y las trompetas. Ahora observaba atentamente el desorden de aquellos cuerpos mutilados que descendían a lo dantesco, como la desconstrucción del encanto que tanto se esmeró en construir. Curiosamente, después de esa experiencia, Napoleón Bonaparte reconocía o descubría el verdadero espíritu que movilizaba a sus ejércitos, así como al de sus enemigos. Es decir, entre los despojos de la apariencia, reconocía su propia esencia espartana y la de los otros. Ahí residía la ventaja sobre los demás generales que adversaban su genio.
Iguales son las batallas de la intimidad. Los secretos de alcoba abundan por doquier y siempre se saben, se reconocen en el rubor, la palidez o el llanto que no se puede contener. Romeo y Julieta se encuentran por primera vez tras el disfraz que oculta la enemistad de sus familias, pero el encanto se consolida en un balcón, donde los futuros amantes tejen la trama que los habrá de unir hasta la muerte. Cambiándose los nombres, los adolescentes buscan huir por los caminos espinosos de los equívocos. La ilusión de ambos quiso perdurar en la brevedad del enamoramiento, no en la construcción del amor. Quizá Shakespeare nos quiso decir que el amor adolescente es cambiante y efímero, aunque sus emociones desatadas nos lo hagan parecer profundo y duradero. No es casual que el tiempo de realización del amor de Romeo y Julieta se consolidara en ese puente que une la noche con el día: la aurora.
La apariencia acompaña al encanto porque este nace vestido como un príncipe que nunca duerme o jamás se desnuda. Vestido hasta para cualquier rito, con maneras y retoques. Su belleza prospera fácilmente con la armadura de la seducción con la que somete a sus súbditos. Pero, mientras más lo pretenden los otros, sin saberlo, se degrada en la simulación, como una mentira que se explica y justifica con otra mentira. Las princesas son las primeras en saberlo. Una vez que se inicia el conocimiento del otro, en que se rompe el hielo y se penetra el embrujo, el encantado nota las costuras de la vestimenta de ese príncipe o esa princesa que lo encantó. Al principio se resiste a creerlo, después un sentimiento impúdico comienza a acosarlo. Ya nada será igual, el conocimiento se ha puesto en marcha. En esa encrucijada, el fanatismo termina y la devoción se desvanece, pero el amor puede continuar si el mito desciende a la realidad mundana, dispuesto a ser redimido y a apostar por otra nueva oportunidad, siempre y cuando el encantado no haya probado aún la copa del desengaño.