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El divino temor en Venezuela (1810-1814)

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Por CARLOS ALFREDO MARÍN

Hace más de diez años nos acercamos por primera vez a la obra de Narciso Coll y Prat, arzobispo de Caracas (1810-1816). Nuestra intención era comprender a través de sus Memoriales sobre la independencia de Venezuela los efectos del terremoto que sacudió al país el 26 de marzo de 1812. Lo que comenzó como una lectura ocasional, se convirtió en una aventura investigativa de largo aliento.

Coll alimentó nuestra curiosidad, abriendo puertas y conduciéndonos a espacios donde la génesis de nuestra idea de República se funde con la violencia y la muerte. En aquel momento nos preguntamos: ¿de qué forma la Iglesia utilizó el miedo en el marco del sismo de 1812? ¿El miedo se enseñó y se colectivizó a través del sermón? ¿En qué sentido el miedo fue un recurso del poder religioso para sostener al rey? ¿Fue el miedo un instrumento político en la guerra de independencia?

En un primer esbozo, el arzobispo nos reveló que el miedo fue una herramienta legítima para sostener no solamente a Fernando VII, sino la doctrina católica. Eso sembró en nosotros la hipótesis de que el miedo podía ser historiable por dos razones: uno, porque el temor tuvo que ser reproducido a través de la catequesis a lo largo del proceso colonial; y dos, porque una vez que se enseñó a través de la moral religiosa, tuvo que servir como sostén ideológico para proteger su potestad en un territorio que por siglos había sido intocable. Allí comenzó nuestra empresa.

Del miedo eclesial como perspectiva

Siguiendo algunas de las consideraciones de Corey Robin, el miedo es una idea política que se origina en las sociedades en conflicto. El miedo unifica a los grupos de poder a conservar su lugar en ellas. Desde el poder, las élites reactualizan los valores que deben defenderse y las acciones que hay que tomar para alejarse de las amenazas. Por tanto, el miedo “es una herramienta política, un instrumento de la élite para gobernar (…) ya sea porque les ayuda en su búsqueda de un objetivo político específico, porque refleja o apoya sus creencias morales y políticas, o ambos”, escribe.

La Iglesia llegaba a 1810 con una tradición y autoridad política clave. Ella era la “piedra de toque” del dominio español en América. Era el “nervio de la conservación” del poder con un pie en lo terreno y otro en lo espiritual. Por un lado, podía controlar la conducta moral de las ovejas en torno al cumplimiento de los sacramentos, entre otras obligaciones doctrinales; y por otro, fomentaba un discurso simbólico y ceremonial en torno al castigo divino o la condenación eterna que funcionaba como plataforma de salvación más allá de la muerte. Hablamos de la fe religiosa como fuerza ideológica, la cual le aportaba a la sociedad una explicación cosmológica de la vida.

El poder de las creencias y sensibilidades

La Iglesia ejerció su rol ideológico contra un proyecto republicano, liberal, independiente y tolerante que se fue construyendo, no sin azares ni dudas, a partir del 19 de abril de 1810. Historiar su papel en nuestro conflicto fundacional supone la reconstrucción de un miedo cultural. Una perspectiva de análisis que se traduce, como lo explica Pilar Gonzalbo, en la comprensión de “ideas o creencias, intereses o necesidades, valores o prejuicios”. Es en el ámbito de las mentalidades donde la Iglesia difundió “discursos didácticos o moralizantes” para controlar a la feligresía y conservar su preponderancia. Estamos hablando de creencias compartidas que comunican modos y hábitos de vida, así como condicionamientos mentales para experimentarla desde la veneración, el respeto y la piedad.

Historiar el miedo eclesial durante la Colonia, por ejemplo, es describir la naturaleza del castigo físico y moral que un obispo podía propinar a través de los tenientes de justicias, así como el presidio para los que se salían del redil. Pero también se controlaba a través del discurso de la culpa y la penitencia. Utilizando una riqueza simbólica milenaria, las ovejas eran conducidas a través de un ceremonial devocional para purificar las manchas, escándalos y demás pecados en procesiones y rogativas colectivas.

El poder del altar tenía la convicción de otorgar esperanza, y, por encima de todo, seguridad emocional y psicológica. Su misión era salvar y conducir a las almas a un estado de constante gracia, y que debía renovarse mediante la fidelidad y sumisión a Dios y al rey. Esta relación con lo divino puede parecernos excéntrica hoy, pero para nuestros ancestros lo era todo: la moral religiosa era el aire propio de la existencia.

El crucifijo en el proceso colonial

Historiar el miedo católico significa partir desde su visión apostólica, sus ceremonias, su doctrina, su catequesis, su disciplina y su preceptiva moral. Éste se erigió puertas adentro del edificio apostólico. Nos referimos a dogmas antiquísimos en los cuales la relación con el temor y sus manifestaciones del mal o lo diabólico habían sido referidas en los textos sagrados, explicadas en la patrística, y difundidas en textos, concilios y sínodos primero en Europa y luego en el Nuevo Mundo a partir del siglo XVI.

El nervio católico se funde como un discurso controlador y prohibitivo, que indaga no solo el comportamiento sino también la conciencia. Un miedo apostólico que, siguiendo los estudios de Zygmunt Bauman y Enrique González Duro, “domesticó” el miedo natural de la muerte convirtiéndolo en un temor al pecado y a la condenación eterna; un miedo “para ser escuchado, imaginado, con el fin de ser obedecido; la meta: obtener la sumisión y la obediencia”.

Desde el crucifijo colonial se expuso lo aceptable o lo escandaloso. La catequesis y los actos ceremoniales colectivizaron a través de la oración y la rogativa, el confesionario o la penitencia, un abecedario del miedo oficial, una imagen de los enemigos del dogma y una cartilla de virtudes como la piedad, la caridad, la veneración, el amor y el temor a Dios. Este miedo católico se cultivó en seminarios, conventos, sacristías y altares, se dinamizó siguiendo parámetros canónicos y disciplinarios dentro de los espacios públicos más allá de la parroquia, volviéndose una moral condensada para vivir y sentir la cotidianidad.

Desde esta visión del cosmos católico, se funda entonces lo que Francisco José Virtuoso llama la catolicidad, “modelo global de relaciones sociales y políticas en donde el vínculo entre los componentes de esa sociedad y la obediencia y sumisión a las autoridades están orientadas por un modo de entender el catolicismo”. El miedo eclesial se desarrollará, entonces, en el ámbito amplio de la cultura material e inmaterial, donde lo político giraba en torno a lo sagrado.

Nuestros ancestros experimentaban los asuntos de la fe desde una actitud devocional en la cual se creía y que fue cincelada en la memoria colectiva a lo largo de nuestra evangelización.

El clero señaló lo temido desde su imaginario

En efecto, la Iglesia en Venezuela dio rostros e intenciones específicas a los agentes amenazantesen una coyuntura donde se le despojó de sus privilegios sagrados a finales de 1811; apuntó desdeel púlpito al enemigo —fuesen libros “prohibidos”, conductas “escandalosas” o filosofías“impías”— y sus funestas consecuencias para el orden tradicional; y describió en qué sentido lacercanía de esos peligros vulneraba su posición rectora de sus ovejas, lo que aglutinó un discursodonde se sintió víctima, perseguida y aniquilada.

El dedo señalará el agente temido, aunque también proyectará el caos que aquelloengendraría para toda la Grey. Desde esta cadena argumental fue capaz de describir el conflictode una catolicidad que será progresivamente cuestionada por el Estado republicano, quiendeseaba ampliarla desde la tolerancia de cultos y las virtudes liberales. La señalización de losagentes “disolventes” nos ilustrará una resistencia poderosa al cambio y a las novedades.

El clero generó temor desde su posición de poder

Utilizando los recursos pedagógicos aceitados durante tres siglos como el “santo temor de Dios”, el castigo divino, la catequesis, los actos ceremoniales, los autos de fe, las nociones de culpa y salvación, el confesionario, las penitencias y las rogativas públicas, la Iglesia actuó para defender la Doctrina y el orden monárquico.

Cuerpos canónicos como las Constituciones Sinodales de 1687, ya disponía de los recursos ideológicos para combatir al enemigo de la religión: era un deber sagrado hacerlo. Cuando se abra el compás de la guerra contra la Primera y Segunda República, las herramientas que nutrían la estabilidad del clero saldrán a flote para ejercer su fuerza en la contienda: el sermón, el espionaje, el castigo, la delación y la acción bélica, esto es, movilización de tropas y de pertrechos de guerra tanto para Domingo Monteverde y José Tomás Boves.

Las reacciones del pasado

Para estudiar el miedo católico a partir de 1810, es imprescindible comprender el imaginario obispal en la Colonia. Los recuerdos de coyunturas pasadas fueron claves para la Iglesia: señalar el enemigo, protegerse y combatirlo. Las interpretaciones de lo temido se unieron a la moral religiosa para responder coherentemente desde el púlpito o el campo de batalla. No hubo señalamiento o, en su defecto, generación de temor desde la nada.

La idea de riesgo se enlazará a patrones pasados: en la tradición ya estaban descritas las consecuencias si no acudías a la enseñanza de la doctrina desde temprana edad; si irrespetabas la ira del Cielo y no te inclinabas al santo temor de Dios; si no te confesabas al menos un día al año y no delatabas a los herejes de la comunidad; si no respetabas la figura del matrimonio para mantener una relación escandalosa fuera del hogar; si te atrevías a leer materiales dañinos al dogma y a los sacramentos de la fe; si no asistías a las misas regularmente y no pagabas los diezmos e indulgencias respectivas; si acudías a fiestas y bebezones del Maligno al son de la música en las horas nocturnas; si no asistías a las rogativas públicas para que Dios y la Virgen detuviesen las sequías, las pestes, los terremotos y las hambrunas; si no honrabas al rey y desafiabas a las autoridades locales y parroquiales; si no eras sumiso ante los “padres de familia” y sus dictámenes cotidianos; y si te revelabas contra el orden aceptado por los siglos de los siglos, y sostenido por todos y la Gracia divina…

Esta propuesta narrativa del discurso histórico busca revalorizar la actuación del clero en manos del arzobispo Coll y Prat entre 1810 y 1814, génesis de nuestro movimiento autonomista y núcleo inicial de lo que será nuestra guerra de independencia, donde el maniqueísmo y el patriotismo heroico ha tendido una leyenda negra sobre el crucifijo que no refleja, ni de cerca, su verdadero papel en el conflicto.

*El Premio Rafael María Baralt 2022-2023 fue organizado por la Academia Nacional de la Historia y la Fundación Bancaribe para la Ciencia y la Cultura. El jurado estuvo integrado por Diego Bautista Urbaneja, Inés Quintero y Ocarina Castillo D’Imperio.

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