Papel Literario

El discreto encanto de aquella pandemia

por Avatar Papel Literario

Por CÉSAR RODRÍGUEZ BAZARARTE

“El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere”

Albert Camus

La Peste

Todo lo que se dijo o se escribió durante el confinamiento estuvo entre comillas, lo que se hizo o se dejó de hacer, entre paréntesis y todo ello, a su vez, estuvo entre corchetes, suspendido en el tiempo: fue sólo un interregno, una tierra de nadie, una pausa.

Quizás él nunca fue realmente un desamparado, un indigente y la gran cantidad de bolsas vacías que siempre le acompañaban mientras recorría las calles, una dentro de otra, fueron su versión sarcástica de una colección de muñecas matrioskas. En el peor momento del invierno y de los contagios fue trasladado desde el refugio donde habitualmente pasaba temporadas protegiéndose del frío, hasta un hotel sobre la 74 y Broadway en Manhattan,  dispuesto, como otros hoteles de la ciudad, para alojar a indigentes en un corredor de seguridad para frenar la multiplicación de contagios en esas comunidades. De esa manera, se convirtió en huésped accidental de aquel hermoso hotel, el cual había merodeado por mucho tiempo, especialmente en los alrededores del importante teatro en el nivel ground del mismo edificio. En esas ocasiones, solía recorrer, en paralelo, la larga línea de personas que se formaban para ingresar a los espectáculos y al momento de la apertura, algunos de ellos, diligentes, le entregaban sus restos de bagels, donas, pizzas, sodas o cafés, que él se encargaba de ingerir o conservar y luego desechar los desperdicios. Aquella peste llegó a la ciudad cuando ésta trataba de zafarse de un largo invierno y la primavera, a su vez, insistía en doblegar el frío sólo transformándolo en escalofríos en el cuerpo de los infectados. La ciudad quedó paralizada, como si un control remoto universal hubiese activado una pausa dejándola sola, post apocalíptica, transitoria y en modo edición. No hubo lunes ni martes, sólo días que empezaban en un discurrir difuso y culminaban de la misma manera, días calcados unos de otros: sueño de día y vigilia de noche, comer sólo al sentir hambre, desandar los pasos andados en el perímetro del espacio confinado, en fin, meses, semanas, días y horas interminables de un cronos gelatinoso.  Antes de la peste, desde las pequeñas ventanas del sótano del refugio, a la altura de la calzada,  él solía observar una extraña coreografía de zapatos anónimos, que iban y venían, se cruzaban, se detenían y proseguían, bien pudieron ser los pasos de parejas de ejecutivos ajetreados o ansiosos turistas ejecutando la rutina de un tango imaginario, lamentable y perpetuo. También veía a los perros y a sus caminadores muy cerca de la ventana y de su vista, quienes se detenían en un agitado rito olfativo y su posterior micción, una sobre otra, creando en la acera un sedimento, una compleja red de mensajes codificados entre ellos e ininteligibles para él. Siempre distinguió con especial interés a uno de ellos, quien, con mirada cómplice, se acercaba deteniéndose frente a sus ojos, sólo distanciados por el cristal insonoro de la ventana. En sus fantasías, el perro decodificaba mensajes, le contaba historias y antes de partir, conducido  por su dueño, le confiaba cada día una misma confidencia: “Quien más me ama será mi verdugo y me sobrevivirá, paradójicamente, para cargar con la pena de haber sido el decisor de mi eutanasia”. Amaba y odiaba la ciudad en iguales proporciones: una ciudad donde es posible encontrar personas desamparadas en la calle, pero jamás un perro, justificaban el equilibrio de aquel cóctel de amor y odio. Desde la ventana, como primer espectador, como si fuese la fosa orquestal en una sala de conciertos, él se conformaba con sostener  conversaciones imaginarias con aquel perro, quien no sólo era su amigo, era además su cable a tierra, mientras interpretaba la canción de Neil, la única que parecía conocer, en un solo de armónica. Al momento de ser trasladado desde el refugio, amablemente los paramédicos le entregaron una funda negra donde debía colocar un mínimo de pertenencias para una estadía en un lugar y tiempo indeterminados y así lo hizo. Colocó, además, como de costumbre, su vieja armónica Hohner Harmo fiel sobreviviente de casas de empeño y un amasijo de bolsas vacías, unas dentro de otras, en una ceremonia recurrente como lo hizo por años. No preguntó por su destino, sólo recordó haber hojeado, en algún momento de su vida, un libro ilustrado de un autor austriaco donde se relataba en detalle la planeación y travesía que hiciera Fernando de Magallanes en su expedición alrededor de la tierra, partiendo de un punto y llegando al mismo, sin garantía de un destino cierto y con una duración indeterminada, la certidumbre sólo le otorgaba su firme creencia en la conjetura de un planeta esférico. Al llegar al hotel fue alojado en la habitación 2046 del segundo piso cuya vista daba a la avenida. No recordaba cuándo fue la última vez que observó la calle desde arriba, siempre deambuló en los niveles ground  y underground de la ciudad. Fue sobreviviente del 11 de septiembre, en aquel tiempo recorría de manera itinerante el circuito World Trade Center – Battery Park y desde esa época migró al norte de la ciudad, aún recordaba con asombro y tristeza la imagen humeante y desdentada del sur de Manhattan. Hoy, la estridencia de las ambulancias y las caras enmascaradas y de extrema preocupación de los pocos transeúntes en las calles lo transportan a aquellos momentos de shock y confusión. Su distracción, durante la reclusión, se limitó tanto a mirar desde la ventana de su habitación de hotel, una imaginaria película que se iba desarrollando en exteriores, como a caminar a lo largo del pasillo del segundo piso adosado de habitaciones con numeración creciente o decreciente, dependiendo del sentido de la caminata. Mientras consumía horas y días frente a la ventana, interpretaba,  insistentemente con la armónica, Helpless de Neil Young, una conocida canción que lo había acompañado gran parte de su vida; siendo un adolescente, nunca dejó de inquietarlo la portada del álbum Déjà Vu de color vino tinto enmarcando una fotografía sepia de Crosby, Stills, Nash & Young en la cual ellos aparecían en primer plano, acompañados curiosamente de un perro también observando la cámara, toda ansiedad se resolvía en la pista cuatro del lado A del disco, con sus 3 minutos y 33 segundos de duración. Nada en su vida conocía mejor que esa canción, la asociaba a un ruido de frituras emanado del roce de la aguja con los microsurcos del vinilo girando a 33 revoluciones por minuto y el lamento de la armónica escapando entre las frituras; ya en aquellos años tempranos se estimaba que bien podía existir un antes y un después de esa canción, sin embargo, nunca fue una canción de culto, para él, llegó a ser el culto mismo. Pensó en los minutos, horas, semanas o meses acumulados que durante su vida había trasegado aire a través de la armónica, transformando en fuelle sus pulmones y vías aéreas, que se habían ejercitado no para resistir alguna peste o avivar fuego alguno, sino  para lograr extraer aquella melodía con cierta maestría.  No dejó de sentirse culpable por aquel derroche de aire, exhalación que en ese momento seguramente alguien requería o se le dosificaba miserablemente en los respiradores habilitados en la ciudad. Caminó interminablemente por los pasillos del segundo piso del hotel, como zona de tolerancia del confinamiento, descubriendo que por el roce de sus zapatos con la alfombra, su cuerpo y mente acumulaban energía la cual era descargada en un imperceptible electroshock cada vez que tocaba el picaporte de la puerta de la habitación. Cada día ese circuito fue convirtiéndose en ritual, la intensidad de las descargas no estaban asociadas a la distancia alcanzada, bastaba un breve recorrido para lograrlo. Luego de las descargas se sentía tranquilo, imperturbable y ello bastó para crear una cierta adicción al ciclo de caminatas. Algún tiempo después sabría que no fue un juego, tampoco una adicción, sino parte de una sesión que, junto a las largas jornadas de contemplación desde la ventana, conformarían una terapia simple, maltrecha y casual. Un paramédico, quien ocasionalmente visitaba el refugio le había insinuado, en ocasiones, de su trastorno obsesivo compulsivo sin mayores detalles. Más que paramédico fue un amigo, médico, sacerdote, aprendiz de brujo, psiquiatra amateur o prestamista; por ello, no estaba en sus manos un diagnóstico preciso, sino un intuitivo juego al azar o de palabras. El confinamiento para muchos significó presidio, exasperación, exilio o muerte, sin embargo, para él, fue una oportunidad: pudo mirar la ciudad desde arriba, las reiteradas olas rojas, amarillas y verdes de los semáforos que a través de las ventanas húmedas se hacían iridiscentes, fueron la iluminación escénica de una película que ante sus ojos se proyectó cada vez con más claridad. Vivir en pausa, en aquella tierra de nadie donde se fundieron las fronteras del sueño con la vigilia, le permitió ser su propio terapeuta y descubrir, por aproximaciones sucesivas, que en las bolsas había algo que le estaba negado conocer: ellas eran la compulsión  y su aparente vacuidad era el pretexto para proteger o esconder la armónica, como símbolo de la obsesiva canción. Definitivamente las bolsas nunca estuvieron vacías, la armónica estuvo dentro de ellas, al igual que las muñecas rusas, cada una siempre contiene a las otras. Tras meses de aislamiento su trastorno prometía ser una historia en extinción; el confinamiento no era ya una reclusión, una terapia o una rehabilitación, se convirtió en un discreto encanto. Ahora, era libre de llorar  o de reírse de sí mismo, confundido, con sentimientos encontrados, se develó una ciudad que siempre estuvo allí: mirar se transformó en observar a través de un plano secuencia interminable y pudo así renacer en una metrópoli que frente a sus ojos mutaba del alcohol etílico al isopropílico; de noctámbulos practicantes a adoradores involuntarios de Morfeo; de corredores de bolsa a latentes estampidas de un Jumanji urbano; del invierno al verano suprimiendo la primavera; del derroche energético al metabolismo basal; de las erráticas curvas bursátiles a los oscilantes ciclos de los electrocardiogramas; de los dorados brazaletes en cautos tobillos a los precintos plásticos con códigos de barras generados en las improvisadas morgues; de los espectaculares cruceros en el puerto a un buque hospital con interminables pasillos y resucitadores; de las bolsas timbradas para presumir famosas marcas a las discretas bolsas de colostomías; de las exquisitas fragancias en las aceras abarrotadas de peatones a calzadas solas con un inconfundible olor a muerte; de la profusa oferta de musicales y conciertos a la sinfonía errática de las sirenas de las ambulancias; del ghetto de banqueros mimetizados en sus gestos a legiones de cocineros, aseadores y enfermeros ahora considerados héroes esenciales; de las manos enguantadas para exquisitas ocasiones a los exudados guantes de látex; de las vanidades de Narciso al observarse reflejado en el agua a  estallidos incontrolables de solidaridad; de la estroboscopia gigante en la plaza del tiempo al tiempo detenido en la plaza; de los palos de golf en acero brillante a los trastabillantes bastones en las aceras; de la risa hilarante ofrecida a los comediantes como paga a los puntuales aplausos cada noche desde las ventanas del confinamiento; de los tatuajes y el arte corporal como performance a los dígitos impresos  sobre el cuerpo, coincidentes con la enumeración de los certificados de defunción emitidos cada día; de los audífonos que despiden melodías al gusto del viandante a los estetoscopios que marcan un sonido sincopado y persistente que se apaga; de las ráfagas de viento libre e incesante en las calles al  aire que dosifican mezquinamente los respiradores en las áreas de cuidados intensivos; de las sinfónicas cintas sonoras en las calles a un solo de armónica frente a una ventana; en fin, de la certeza matemática a la incertidumbre abismal. Algún tiempo después, casi al final del otoño, caídas las máscaras de los rostros, acercados los cuerpos, entrelazadas las manos y distraído el frenesí por la desinfección,  él regresó al refugio y desde la ventana habitual observó con nuevos ojos un mundo exterior tan cerca pero a la vez tan lejos: una bolsa, aparentemente vacía, pasó frente a sus ojos y gobernada por el viento describía ingrávidos arabescos mientras se alejaba, los zapatos de los transeúntes coreografiaban ahora en estilo libre, las mascotas continuaban sus paseos diarios de interminable ceremonia olfativa, excepto el perro narrador de historias a través de voces esquizoides, quien no regresó jamás, y ese vacío, esa falta, trató de obturarla con una nueva obsesión: escuchar repetidamente y en silencio el Adagio de Albinoni.