Por ALEJANDRO SEBASTIANI VERLEZZA
—¿Dónde estamos?
—Rodeamos la cresta del mar.
—Y el reflujo se traga a las palabras, pero las suele devolver, veladas, como insólitos guijarros que se cuelan en las orillas.
—Tal es su destino.
—En el helado ocaso meridional el niño es sorprendido por un guijarro rojo.
—Recuerdo que lo estrujaba contra su frente: era su oración.
—“Es la palabra alma”, solía decirle, “ella ahora mismo está haciendo el viaje: despacio camina hacia ti…”.
—También le dijiste: “Yo la he avistado en el espesor de tu boca: se extenderá por todo tu cuerpo”.
—Escuchaste todo: ¿y los animales?
—Ellos viven el consuelo del canto.
—Dime: ¿hay muchas palabras dentro de mí?
—Tendrás que encontrarlas: vienen del lejano mundo dialectal (muss’, mock’, bardash’) y relampaguean en las geografías elementales (pipes, apaixonado, trial, douce, bird).
—Las veo pasar, a veces, como nubes espesas, pero las despido.
—No te entiendo.
—La palabra alma —óyeme bien— es la que siempre quieren solapar.
—Los ideólogos se tapan la nariz, los curas las usan para vender sus baratijas, los políticos la evitan a toda costa y los scholars prefieren pasar de largo.
—Nada que hacer.
—Debe ser un fenómeno babélico.
—Atravesamos la locura del lenguaje: todos hablando a la vez.
—Y gritar no sirve de nada.
—No.
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