Artículo escrito y publicado en mayo de 2017
Por IBSEN MARTÍNEZ
“Los otros también robaban”, diría hoy, pistola en mano, el personaje de Cabrujas
El día que me quieras, del desaparecido dramaturgo venezolano José Ignacio Cabrujas, ha sido el éxito teatral más consistente en las salas de Caracas desde hace cuarenta años.
Aún hoy, en medio de la inseguridad, el toque de queda impuesto por el hampa y la violencia política que atraviesa el país, el Grupo Actoral 80 escenifica la pieza a casa llena.
La obra especula argumentalmente con la visita del gran Carlos Gardel, «el zorzal criollo», a Caracas, en 1935, poco antes de morir el cantante de tangos. Gardel, «primer latinoamericano universal», pasa una velada en casa de una modesta familia caraqueña, los Ancízar.
No es el menor de los logros de Cabrujas disponer que sea Plácido Ancízar el pupilo del protagonista, un marxista dogmático llamado Pío Miranda.
Pío es el epítome de la mediocridad y del resentimiento, envueltos en máximas de redención social: un saco de yute lleno de aire, sostenido por un autocomplaciente supremacismo moral. Es el izquierdista «bueno para nada» que hay en toda familia. Es el novio crónico de María Luisa Ancízar, hermana de Plácido.
Para Plácido, en el comunismo todo es «clara y contundentemente distinto» porque «todo es de todos».
—Tú vas por la calle— dice Plácido, puesto a explicar la circulación de bienes de consumo en su utopía leninista— y se te antoja, qué sé yo, queso, chuleta, capricho… y entras al mercado, de lo más formal, y pides: «Dame, dame, dame». «¿Y por qué te voy a dar?». «Porque soy un hombre y pertenezco al género humano y tengo hambre». «¡Toma, toma, toma!». «¿No es así, Pío?».
El de María Luisa y Pío ha sido un noviazgo lo suficientemente largo —al subir el telón sus amores duran ya diez años— como para que Plácido, por magia empática, haya hecho suyos los ideales políticos de su improbable cuñado.
Pero Plácido simpatiza con las ideas socialistas de Pío Miranda del mismo modo desasido, sincrético y caribe con que Teodoro Petkoff afirma que los venezolanos se dicen católicos. «Sin creer ni dejar de creer».
Plácido Ancízar es igualitarista, pero eso no hace de él un demócrata. A Plácido lo animan anhelos justicieros, cómo no. Pero la separación de poderes, la noción del debido proceso, la idea de un parlamento bicameral o la necesidad de un poder judicial independiente se le antojan, en el mejor de los casos, una engañifa leguleya, ni siquiera una abstracción ilustrada y burguesa.
Igual que para muchos de sus compatriotas, Plácido se figura la justicia más bien como un episodio terminal, tajante, situado en el borroso futuro. La justicia para Plácido es cuestión de oportunidad y ajuste de cuentas: una voltereta retaliadora, metralleta en mano, no un dispositivo perdurable, pactado para zanjar diferencias y asegurar la convivencia ciudadana.
Igualitarista y justiciero, bajo el vellón de caraqueño simpático y cordial que es Plácido nos acecha, sin embargo, un violento.
Provisionalmente desarmado, aplastado por la feroz dictadura del general Juan Vicente Gómez hasta el nivel de la aquiescencia y la zalamería, Plácido es esencialmente un montonero premoderno.
No es un homme de système, como lo quisiera Pío. Lo de Plácido es la consigna populista —»dame, dame, dame; toma, toma, toma»— y, sobre todo, la posibilidad de un desquite sangriento.
Si alcanzó a vivir lo suficiente para hacerle violencia electoral al status quo en 1998 —los personajes teatrales son en extremo longevos—, los instintos de Plácido lo llevaron a seguir a Hugo Chávez.
«Los otros también robaban», diría hoy, pistola en mano, paramilitar motociclista, si le mostrasen un boliburgués chavista conduciendo un Audi A4.