Por EDUARDO CARVALLO
“San Agustín dijo:
el que canta ora dos veces.
Yo me pregunto:
¿cuántas veces ora el que baila?”
Juan Pablo II
(después de ver unas danzas andaluzas
frente a la catedral de Sevilla):
Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista:
“El duende no está en la garganta;
el duende sube por dentro desde la planta de los pies”
Federico García-Lorca
Juego y teoría del Duende
Los que tuvimos la oportunidad de compartir largo tiempo con Rafael, coincidiríamos en que él fue un maestro en conectarnos con el momento presente. Por muchos años, rara vez se aventuraba a aceptar invitaciones de manera apresurada. Sólo aceptaba aquellas que estuviesen alimentadas por la curiosidad —según él, uno de los rasgos más representativos de nuestra psique y a la que dedicaría una buena aparte en su libro Eros y Psique— y descartaba rápidamente aquellas en las que intuía que su feeling podía ponerse en riesgo de perder una rápida respuesta autorregulatoria.
Me atrevería a decir que eso que él llamaba “el suceder”, “el happening”, era posible gracias a la gestación cuidadosa de fantasías que coagulaban en el encuentro que finalmente se daba, y sucedía después de un tiempo en que lentamente se iban alimentando imágenes y anticipaciones emocionales de lo que podía estar esperándolo en una nueva experiencia. Rara vez aceptaba una invitación —ya fuese a una actividad académica como a conocer un nuevo restaurante o lugar— sin tomarse un tiempo para “predigerirla” y permitir que su sistema le diera la luz verde para aceptarla. Los que lo conocíamos sabíamos de antemano que se negaría rotundamente a aceptar participaciones en temas administrativos o en grandes eventos sociales en los que podía correr el riesgo de perder la conexión de feeling o de intimidad con el entorno. Para algunos lectores, quizás ésto pueda sonar como una actitud controladora, poco atrevida e incluso aburrida, pero nada más alejado que eso era la experiencia con Rafael. Era el tempo que necesitaba para que lo psíquico pudiese emerger durante el encuentro.
Para mí, Rafael tenía dos poderosos focos que sostenían la conexión con los otros. Uno lo manejaba con cierta racionalidad: su mirada. Era una mirada profunda, inteligente, presente, que sabía sostener impúdicamente, sin prisa ni ansiedad. El otro foco era su cuerpo, que ejercía una potente fuerza gravitatoria que era fácilmente percibida. Lento, denso, asentado, y, paradójicamente, grácil. Se percibía como una amplia base, un pesado pedestal alrededor del cual, de manera inconsciente, el resto de los presentes comenzaba a gravitar, conectarse y estabilizarse.
Hoy me atrevería a decir que “su secreto” era la profunda conexión que mantenía consigo mismo. Esta conexión era continua y permanente. Uno percibía cuándo estaba ensimismado en alguna reflexión, tomado por algo del entorno que alimentaba su curiosidad, disfrutando el placer generado por algún estímulo, o manteniendo el centro de gravedad de su cuerpo.
Era un placer oírlo hablar sobre cualquier tema y seguirlo mientras se movía desde el nivel más trivial de la experiencia a las profundas reflexiones psicológicas, y amplificaciones que hacía desde la mitología griega o desde algún otro marco cultural o antropológico. Su fuerza gravitatoria estaba presente durante los silencios que podía sostener por largo tempo en sus encuentros. Silencios densos, que en ocasiones podían incomodar profundamente a algún presente poco acostumbrado a ellos, pero a los que poco a poco nos familiarizábamos y sentíamos “cargados de conexión”.
Esta imagen de un Rafael “encarnado”, en un cuerpo con denso gravitacional, es, para mí, una primera aproximación a lo que él mismo llamaba Cuerpo psíquico.
Ahora, ¿qué podemos entender por tal cosa como Cuerpo psíquico? Rafael nunca desarrolló el concepto como tal.
Como en muchas de sus enseñanzas, nos aproximó al mismo por indirecciones e intuiciones. Cortas referencias precisas y momentáneas que abrían pequeñas ventanas que permitían asomarnos a la vastedad de la psique. Así operaba él. Me vienen a la memoria cantidad de imágenes en las que lo veo resoplar impaciente y con cierta rabia —siempre pasajera— cuando alguien trataba de racionalizar alguna imagen, experiencia o situación psíquica que estaba intentando “pasarnos”, como nos decía él.
Era su forma de enseñar: “Pasaba”. Y pasaba algo tan difícil de precisar como lo es lo que podemos entender como Cuerpo psíquico.
A lo largo de sus seminarios, supervisiones de casos o conferencias frecuentemente surgía una atmósfera donde coincidían y, a su vez, permitía que se diesen ambas experiencias: el “pasar-nos” algo y la presentación del Cuerpo psíquico. Algo entre el tema que desarrollaba, el cómo hilaba reflexiones con imágenes, y su corporalidad, facilitaba que en el espectador se comenzase a dar una experiencia interna. Una experiencia que se iba haciendo consciente en la medida en que la sumatoria de los insights, los “¡Ajá!” que iban surgiendo a lo largo de un camino que se iba construyendo, disparando emociones y activando el instinto de reflexión de manera placentera. Todo ello —muchas veces acompañada por la sorpresa — iba generando una sensación de sentirse uno en casa, una experiencia de completud y sentido.
El pequeño gesto con la mano que se acompañaba de un enlentecimiento y profundización en la voz; un silencio que sostenía con una mirada penetrante y acompañaba con profunda inspiración, después de la cual podía preguntar —para chequear si había logrado “pasarnos” lo que estaba desarrollando—: “¿No es así, niña?”
Ese era el momento culminante en el que podía expresar su satisfacción con una gran carcajada, seguir adelante con entusiasmo o resoplar enfurecido y arremeter contra cualquier intento de racionalización de parte de algún oyente. En estos momentos, no toleraba la racionalización “erudita”, la superficialidad y melosidad histérica o la dificultad de sostener el tempo necesario, la lentitud requerida para que, a través de la conexión que lograba con el otro, con los otros, pudiese “pasarse” la vivencia psíquica que estaba en suspensión. Porque con él de alguna manera de eso se trataba todo: de tener una vivencia psíquica o, mejor dicho, una vida psíquica.
“Nos pasó” —quizás— poder reconocer cuándo la psique se hacía presente. Cuándo comenzaba a activarse y a expandirse “ese” campo energético cargado de sentido y sensación de coherencia.
En varias entrevistas, le he oído decir a Patty Berry, la conocida analista junguiana cofundadora del la perspectiva junguiana que hoy conocemos como Psicología arquetipal, que el verdadero inspirador de esta visión diferente fue Rafael López-Pedraza.
Para ella, la invitación —lanzada al aire por Rafael, de manera espontánea y un tanto descuidada, al grupo reunido* alrededor de unas cervezas en un pub londinense, después de su visita al Warburg Institute— a imaginarse cómo sería la cotidianidad si la viviésemos como los griegos. Una cotidianidad en las que nuestras experiencias se acompañaban de la conciencia de la aparición de un dios o una diosa junto a su mensaje o exigencia fue el germen que inspiró las posteriores discusiones y reflexiones que culminaron con la nueva propuesta.
Muchos años han transcurrido desde ese viaje realizado a Londres a mediado de los 60, pero los ecos de esa invitación han hecho cuerpo, generado ideas y activado imágenes que se han recogido desde entonces estructurando la perspectiva de una psicología que se experimenta, que está viva: punto de coincidencia con la aproximación que tenía Jung sobre los terrenos autónomos de la psique conectados con la esencia de nuestra naturaleza, de nuestra alma.
Pudiésemos traducir esa invitación inicial como el estar atentos a la posibilidad de hacer consciente la activación de campos arquetipales que acompañan dinámicas, experiencias e imaginerías en las que podemos reconocer la presencia de un patrón arquetipal (utilizando la mitología como metáfora psíquica). Es la emergencia o constelización de un dios o diosa.
Traigo estos inicios a nuestra memoria porque ponen en evidencia la profundidad intuitiva de López-Pedraza y la conexión que tenía con los aspectos menos yoicos de la psique. Esta conexión la pudiésemos describir como “una actitud psíquica” o “una actitud no-yoica de la psique” desde la cual podemos reconocer cómo nuestro sistema psico-biológico puede resonar de manera particular con estímulos “especiales” del entorno como la música, una obra de arte o la escena de una obra de teatro. Desde esa actitud nos invitó a aproximarnos a la Tragedia —como género que mantiene su vigencia como activador de emociones que inducen a la reflexión—, y al reconocimiento de la fuerza conectora de las imágenes que emergen de los niveles más profundos de nuestra psique.
Su trabajo con las imágenes es uno de los aspectos por el que más se le recuerda. Su “Stick to the image” se constituyó en una especie de rúbrica que identificaba su trabajo clínico, y su ejercicio de lectura de imágenes era algo digno de ser visto.
Para él, las imágenes generaban conexiones emocionales que dinamizaban nuestra psique, y permitían un proceso interno que “alineaba” los aspectos emocionales, imaginativos y biológicos de nuestra individualidad. En otras palabras, pudiésemos decir que activan una “coherencia psíquica” durante la cual los aspectos disociados se integraban momentáneamente y se aplacan las voces que permanentemente están hablándonos desde nuestros complejos. Esta coherencia psíquica de nuestro sistema psico-biológico es lo que podemos intuir como Cuepo psíquico. Una conexión entre nuestra naturaleza arquetipal activada, las imágenes conectadas con la misma o que emergen de ella, y la conciencia de la emoción que se hace presente en nuestro cuerpo, haciéndonos resonar en una experiencia íntima, privada que integra las diferentes dimensiones que nombramos intuitivamente como psique y alma.
Ya al final de su vida, Rafael nos invitaba permanentemente a conectarnos con 2 aspectos para él fundamentales: la conciencia de muerte y la de nuestro cuerpo.
La conciencia de cuerpo coagulaba la experiencia del presente. Del aquí y el ahora. Por ello el estar atentos a los aspectos más sencillos que se generaban en nuestras necesidades fisiológicas, a la emoción que podía surgir de manera autónoma y sin aviso, a la simpatía o antipatía generada por una fantasía o relacionada con alguna imagen; eran manifestaciones a las que nos tocaba estar atentos.
Con él aprendí que esta invitación, muy simple en su planteamiento, pero muy exigente en la posibilidad de ser mantenida, podía, a la larga, favorecer ese “suceder” que es la conexión de nuestro cuerpo y psique; la percepción de nuestro aparato psico-biológico como un continuum; la experiencia tridimensional de nuestra Psique, de una psique encarnada haciendo Cuerpo psíquico.
*Conformado por Patricia Berry, James Hillman, Valerie Heron y Rafael López-Pedraza
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