Por ANTONIO GARCÍA PONCE
Toda esa amplia franja que va desde la esquina de las Dos Pilitas hasta el Panteón Nacional pudo ser un agradable espacio de recreación y desahogo si se hubiese mantenido la unidad de proyectos forjada durante la época colonial. Pero se dejaron las cosas al buen tuntún.
El 30 de enero de 1784, el gobernador y capitán general Manuel González y Torres de Navarra dictó un auto mediante el cual proponía allí la construcción de un cuartel. Presentó un mapa de la obra propuesta. El gobernador dictó un nuevo auto, fechado el 30 de junio, sobre el mismo asunto. En 1787, el nuevo gobernador y capitán general, Luis de Unzagay Amenzaga, ordenó la construcción del cuartel para enfrentarse a posibles invasiones inglesas de Caracas desde el mar Caribe. Su construcción terminó en 1792. La estructura era rectangular, con espesos muros de 100 metros de largo por cada lado, y garitas de vigilancia en cada esquina. Incluyó espacios militares para educación, resguardo de armas, habitaciones, calabozos, áreas comunes y un amplio terreno sin edificar a su alrededor. Una real cédula evitaba construcciones cerca del área.
Para el momento, dicho cuartel armonizaba con la amplia explanada que había recibido el nombre de Alameda de la Trinidad, una sabana con arrabales poco poblados, a causa del profundo cauce del río Catuche.
Muchos años después, a mediados del siglo XIX, el ingeniero polaco Alberto Lutowski (1809-1871) hizo una propuesta para llamar Paseo de Caracas al mismo lugar que era la alameda de la Trinidad. El proyecto nunca fue ejecutado. La alameda entró en el olvido. Empezaron a surgir allí viviendas no programadas, una ranchería. Y el cuartel mostró más bien su condición de tugurio insalubre y pleno de toda clase de vulgaridades.
El médico Rafael Pino Pou (1884-1936) en su tesis doctoral titulada Higiene Militar (1907) describe el lugar cercano al cuartel como un sitio habitado por un enjambre de prostitutas alrededor de la tropa, sin reglamentación ni vigilancia sanitaria. Además, agrega Pino Pou, el rancho que comían esos soldados, elaborado en el mismo cuartel era un negocio de los jefes, que apenas daban para comprar caraotas negras, hacer un hervido con un pedazo de carne, arroz y pan, nada más. Al soldado le estaba prohibido comprar algo en la calle para completar su magro menú.
Bien avanzado el siglo XX, de aquella proyectada alameda solo quedaba el cuartel, deteriorado, caído el estuco y la pintura de su fachada, rodeado de alambradas, un pequeño busto de Carlos III al lado, más allá una edificación sin gracia que servía de sede de la jefatura civil de Altagracia y donde el jefe civil, de apellido Prato, recluía a los que consideraba enemigos el régimen; contábanse unas bodegas y botiquines en la esquina de las Dos Pilitas con los nombres de los viejos arrestos de guerra (El Cañón, La Lucha, Las Trincheras), y una quebrada maloliente que separaba el cuartel de la iglesia de San José del Ávila, donde a veces tocábamos las campanas llamando a misa, cuando nos lo permitía el amigo monaguillo, y después de tomarnos un refresco y una tostada de chicharrón en el Boli-Bar.