Por RAFAEL CASTILLO ZAPATA
La moneda de plata en tu lengua se funde,
sabe a mañana, a siempre, un camino
a Rusia sube en tu corazón,
el abedul carelio
ha
esperado,
el nombre Osip viene a tu encuentro, tú le cuentas
lo que ya sabe, él lo toma, te lo toma con las manos,
tú le quitas el brazo del hombro, el derecho, el izquierdo,
aprietas los tuyos en su lugar, con manos, con dedos, con líneas,
—lo que se desgarró, se une al crecer de nuevo-
[…]
Paul Celan, La rosa de nadie
1] Es extraño —pero quizás no es tan extraño—: cuando Nelson Rivera me preguntó si quería escribir algo sobre Celan para el Papel Literario, dije inmediatamente que sí, sin saber qué haría, sin saber qué podría yo decir, confiado únicamente en la memoria que tenía de la época en que leía a Celan, de la época en que me aficioné, digámoslo así, a uno de los poemas de Compulsión de luz (1970), “Todtnauberg”, un poema doloroso, desafiante, polémico, esperanzado; una plegaria que es al mismo tiempo uno de los más profundos reclamos que un judío pudo hacerle a un alemán —y ese alemán era nada más y nada menos que Martin Heidegger— después del horror del Holocausto; un poema que me ha seguido y perseguido a lo largo de veinte años, desde que lo leí por primera vez, y sobre el que he alimentado, durante todo este tiempo, una constante, continua y sostenida nostalgia de comprensión. Pero no es esto lo extraño: yo hubiera podido aprovechar esta ocasión para, por decirlo así, hincarle por fin el diente a ese poema, digamos, suculento. Pero, aunque lo pensé cuando tuve que ponerme a pensar en serio acerca de lo que iba a escribir en realidad, a la hora de la verdad me retraje: algo en mí me hizo ver que no estoy preparado todavía para afrontarlo; hace falta una energía y un tiempo, pero sobre todo una temeridad y un arrojo de los que carezco precisamente, precisamente en estos momentos. No es esto lo extraño: que éste, el mío ahora, no sea un texto sobre “Todtnauberg”, aunque de entrada pudiera parecerlo, puesto que hasta ahora no hecho más que mencionarlo a él.
2] Pero, no. No es esto lo extraño: lo extraño es que, desde el momento en que le prometí a Rivera un texto sobre Celan en quien pensé fue en Mandelstam. Eso es lo extraño. Pero extraño, como siempre, sólo en cierto sentido: yo sabía de la fascinación de Celan por Mandelstam —el epígrafe de este texto lo pone en claro—, a quien tradujo con reverenciosa paciencia y con celaniana libertad, como veremos, adoptándolo y adaptándolo a su propia voz, a su propio léxico (un caso extraordinario, contundente, de apropiación poética genuina). Lo extraño, lo verdaderamente extraño es que, una vez que decidí que escribiría de Celan como lector —traductor— de Mandelstam, fui dejando atrás al propio Celan y me fui colando, colando, por entre los paisajes entreverados de alegría y pesadumbre por donde florecen los poemas de Mandelstam. De modo que llegada la hora de escribir el texto prometido lo que me venía a la punta de los dedos era la resonancia de la contagiosa y danzarina ligereza de los versos (traducidos) que he leído del poeta de Tristia y de Poemas de Voronezh. Eso es lo extraño: que escribo este texto sobre Celan y lo que me arrastra, ahora, es el otro, el poeta a quien él tradujo con tanto esmero, con tan conmovida aproximación de reconocimiento, de reconocimiento e identificación. Y es esto precisamente, después de todo, lo que le quita casi toda la extrañeza a lo que hace dos párrafos o tres me parecía extraño y quise hacer creer que era extraño y que me extrañaba. Pero en el fondo era un juego, una estrategia retórica, una manera de llamar la atención para desplegar, un poco resguardado por la benevolencia inicial así captada (espero), mi breve, mi precario acto de malabarismo. Porque, en realidad, en realidad ¿qué tiene de extraño que para hablar de Celan —o para recordarlo— yo hable de Mandelstam? No. No tiene nada de extraño. Celan, al menos, no se habría extrañado; es el que menos se podría extrañar.
3] Celan sabía ruso. Lo aprendió cuando la Bucovina entró a formar parte de la Unión Soviética en 1940. Celan tradujo a Esenin, tradujo a Blok. Y en un momento dado se encontró con Mandelstam y estableció con él y con su poesía una profunda y sostenida compenetración anímica que involucraba coincidencias, sobre todo, me parece, de carácter ético, signadas por su mutua pertenencia al judaísmo y a la experiencia traumática, compartida por ambos, de esa pertenencia. En mayo de 1957, refiere John Felstiner, uno de sus biógrafos más respetuosos y convincentes (Paul Celan. Poeta, superviviente, judío), Celan adquirió las Obras completas del poeta ruso. Y ya al año siguiente se propuso ser el “destinatario secreto” del mensaje de la poesía de Mandelstam. En su Discurso de Bremen (enero de 1958), Celan sugirió que un poema puede ser considerado como un mensaje lanzado al mar dentro de una botella “con la confianza de que pueda ser arrojada a tierra en algún lugar y en algún momento, tal vez a la tierra del corazón”. Al decir esto, sin duda, Celan estaba muy cerca de la órbita de emociones que había suscitado en él el encuentro con el poeta de Tristia. De una manera muy evidente, en efecto, Celan fue, de algún modo, esa tierra de acogida, de atención y de protección —una tierra receptiva, cordial—, para la poesía de Mandelstam. A ella le dedicó, en una primera aproximación prolífica, una buena cantidad de tiempo: todo el año de 1958, durante el cual casi no produjo poemas propios, se concentró en la tarea desafiante y comprometedora de traducirla. En 1959 había concluido la traducción de treinta y cuatro poemas y proyectaba llevar a cabo la traducción de otros diez. “Las traducciones de Mandelstam son para mí una tarea tan importante como mi propia poesía”, llegó a decir. Y en una carta al editor de la poesía de Mandelstam en alemán, Gleb Struve, le expresó: “Apenas conozco a otro poeta ruso de su generación que como él estuviera en el tiempo, que pensara en esta época y desde esta época, y que pensara esta época hasta el final, en cada uno de sus momentos, en sus temas y en sus acontecimientos, en las palabras que esos temas y esos acontecimientos suscitaban y que debían representarlos, a la vez abiertas y herméticas”. Y a continuación se disculpaba porque lo que acababa de decir le resultó, de pronto, una burda simplificación de lo que realmente significaba para él la poesía de Mandelstam. Por eso añadió: “Por favor, vea únicamente en esta líneas el intento de recordar yo mismo la impresión que me produjo mi encuentro con los poemas de Mandelstam: la impresión de lo inalienablemente verdadero”.
4] Una poesía que suscita la impresión de lo inalienablemente verdadero. He aquí, pues, una razón fundamental para comenzar a entender la naturaleza del efecto que causó la poesía de Mandelstam en Celan. Una poesía, dice Celan, anclada en el tiempo, situada en el tiempo, animada por un lenguaje hecho de palabras herméticas y abiertas a la vez. Es posible que esta descripción sea acertada. La poesía, la lengua de la poesía de Mandelstam —que sólo conocemos en traducción, insisto— pudiera ser descrita, en efecto, como una lengua a la vez oscura y clara, llana y atravesada a la vez por menciones veladas de las que sólo el poeta conoce el secreto; una poesía que se retrae y se contrae sobre sí misma, en algunos momentos casi cifrada y siempre culta, y que, al mismo tiempo, se abre a una exposición sincera de sus contenidos mediante formulaciones y expresiones coloquiales, familiares, con profunda fuerza comunicativa. Una poesía de palabras a la vez abiertas y herméticas que dan cuenta de su tiempo, que están, por así decirlo, profundamente historizadas. A despecho de su más enigmático hermetismo y de su estructura fracturada, llena de hiatos e interrupciones, la poesía de Celan —separadamente escrita— es, por encima de todo, una poesía inscrita en el tiempo, una poesía, pues, tan historizada como la de Mandelstam, tal como él pudo llegar a percibirla y concebirla. De este modo, en buena medida, la fascinación de Celan con Mandelstam tiene que ver con la experiencia, como ya insinuamos, de un gozoso reconocimiento. Felstiner la califica de conmoción. Y es en el eco que produce esa conmoción donde tenemos que oír la resonancia de la voz de Mandelstam en los poemas traducidos por Celan. Unos poemas que Celan elige precisamente porque se reconoce en ellos y se los apropia para volverlos a decir en su propia voz, transfigurados.
5] El primer poema que Celan traduce de Mandelstam es un poema de Tristia, un poema de 1916 que está dedicado a los funerales de la madre del poeta. Es pues una elegía. Y en el momento en que Celan traduce esta elegía, está terminando de escribir nada más y nada menos que uno de sus poemas más importantes, a mi modo de ver, uno con el que podemos demorarnos años paladeándolo, aprovechando las ricas sustancias que no acaban de manar y emanar de sus estrofas: “Angostura”, recogido en su libro de 1959 Reja de lenguaje. Que la traducción de Mandelstam y la escritura de este poema coincidan en el tiempo, hace sospechar que mutuas corrientes imaginarias se transmiten entre ellos. Ver en qué medida se produjeron esas transmisiones nerviosas de un lado a otro es tarea que queda por hacer, si es que ya otro, más avezado que yo y que desconozco, no la ha iniciado y, tal vez, completado. Dichoso él. En cualquier caso, en lo que me queda de espacio voy a tratar de mostrar, muy brevemente, con la ayuda del concienzudo texto de Felstiner, el modo como Celan, en esta primera aproximación a la poesía de Mandelstam, se apropia de ella, la incorpora al humus de su propio territorio expresivo, sin transgredirla, fiel en la medida en que es más un infidente que un confidente de lo que esa poesía le transmite. La traición de la traducción responde en él, como apunta Felstiner, a una “identificación con el otro” que exige respetar la verdad de uno mismo: “Yo soy tú si yo soy yo”, dice Celan en su “Elogio de la lejanía” (Amapola y memoria, 1952).
6] Otro gallo cantaría en la escena de este apartado amenazado si yo supiera ruso. Lo único que me consuela es que, según creo, Felstiner, mi único guía en esta exploración, tampoco. De este modo, nos confiamos, él y yo, también, a las infidencias de la traducción. Yo me dejo llevar aquí, entonces, por lo que me dice Jesús García Gabaldón (Tristia y otros poemas, Igitur, 2000) que Mandelstam dice, y lo contrasto un poco con lo que dice Aquilino Duque, en la edición de Vaso Roto (Poesía, 2010), y otro poco con lo que los traductores del propio Felstiner, Carlos Martín y Carmen González, aportan también a este polifacético espejo de Babel. Rearmo así mi propia versión interesada de la elegía de 1916 que Mandelstam recogió en Tristia (1922):
Esta noche es irreparable,
pero con vosotros todavía hay luz.
A las puertas de Jerusalén
se levantó un sol negro.
El sol amarillo es más terrible
—duerme, mi niño, duerme—.
En un luminoso templo los judíos
dieron sepultura a mi madre.
Sin la bendición divina,
excluidos del sacerdocio,
en un luminoso templo los judíos
oficiaron una misa por la muerta.
Y sobre mi madre resonaron
las voces de los hijos de Israel.
Me desperté en la cuna,
alumbrado por un sol negro.
Para los que conocen a Celan, este poema no puede dejar de evocar los que él mismo dedicara a su madre. Pienso por ejemplo (cito sólo un fragmento) en “Copos negros” (La arena de las urnas, 1948):
Un paño, un pañito solo, chico, que yo guardo
ahora cuando aprendes a llorar a mi lado
la angostura del mundo que nunca verdea, niño mío, para tu niña.
Me sangró, madre, el otoño, me quemó la nieve:
busqué mi corazón para que llore, encontré el aliento, ay, del verano,
era como tú.
Se me vino la lágrima. Tejí el pañuelo.
Resonando con temas y experiencias de su propia poesía, la elegía de Mandelstam toca, pues, aspectos cruciales de la sensibilidad de Celan. La conmoción del reconocimiento desmorona, por así decirlo, el poema en ruso y lo entrega a un proceso minucioso de reconstrucción en el característico alemán celaniano. El poeta toma la primera estrofa del poema —sólo nos detendremos en este ejemplo— y la desacomoda por completo: la fractura, la dispersa, distribuye de otro modo las palabras, elige locuciones impregnadas de su propio punto de vista, reparte de otra manera los énfasis, reorganiza los efectos sonoros, acentúa, por así decirlo, la presencia del elemento judaico. De modo que aquella primera estrofa, más bien serena, viene a decir, en ese alemán de Celan lleno de síncopes, lo siguiente (sigo a Felstiner):
Diese Nacht: nicht gutzumachen,
bei euch: Licht, trotzdem.
Sonnen, schwarz, die sich entfachen
vor Jerusalem.
Lo que, en una versión literal al castellano, vendría ser algo así como:
Esta noche: no puede repararse,
con vosotros: luz, sin embargo.
Soles, negro, que se avivan
delante de Jerusalén.
Adviértase cómo interrumpe Celan la continuidad de la frase del primer verso, separando con esos dos puntos tajantes “esta noche” de su predicado. Algo semejante hace con el segundo verso: de nuevo los signos de puntuación operan como elementos que afectan la secuencia sintáctica, separando las locuciones que en el original aparecen contiguas. Luego, fijémonos cómo transforma el “sol negro” de Mandelstam en “Soles”, y lo separa de su atributo, con una coma, alterando la concordancia; al mismo tiempo cambia el verbo, y traspone la referencia a Jerusalén para el último verso. El poema ya no dice, entonces, “Esta noche es irreparable, / pero con vosotros todavía hay luz”. Dice: “Esta noche: no puede repararse, / con vosotros: luz, sin embargo”. Y ya no dice, tampoco, “A las puertas de Jerusalén / se levantó un sol negro” sino “Soles, negro, que se avivan / delante de Jerusalén”. En Celan, la lengua se fractura; la frase se convierte en una agrupación trabajosa, dolorosa, de signos separados por heridas, pequeñas cortaduras, hiatos, cicatrices. La lengua se transfigura gramatical y semánticamente: al aislar el “negro”, que deja de ser entonces atributo de los “soles”, Celan hace que su presencia sea más determinante para la atmósfera total no solo de esa estrofa sino de todo el poema: lo “negro” impregna todo el escenario del recuerdo de la ceremonia funeraria de la madre muerta, y ya no solamente al sol —o los soles— que la iluminan. Si en la primera estrofa, “sol negro” se convirtió en “Soles, negro”; en la última estrofa —que no analizamos aquí—, “alumbrado por un sol negro” se transforma en algo así como “solenegradamente alumbrado” (“sol negro” se convierte en adverbio: sonnenschwarz): sonnenschwarz umstrahlt. Una versión castellana menos desconcertante de esta conversión adverbial de la frase original podría ser “alumbrado por un ennegrecido sol”, pero la conversión se haría, entonces, sólo adjetival. En todo caso, ese inesperado sonnenschwarz obliga a buscar un equivalente en castellano que diera la idea de la acción de “sol-ennegrecer”, o de “ennegrecer-de-sol”, con su oxímoron implícito. Y el único que encuentran los traductores de Celan es, pues, ese costoso, casi doloroso, “solenegradamente”, que queda en medio de la estrofa resonando como el ruido, acaso, de una más profunda queja.
7] No es nuestra intención ahondar en este territorio en el que, sin la guía constante de Felstiner, no podríamos seguir penetrando sin arriesgar en exceso el frágil pellejo de nuestra reputación crítica (si es que alguna tenemos). Tómese este breve desbarajuste anatómico de la primera estrofa del poema de Mandelstam traducido por Celan —el primero de una serie de muchos que se publicarán reunidos al comienzo de los años sesenta en un libro— como una pincelada; una brevísima pincelada sobre el lienzo de la compleja liaison de Celan con Mandelstam, en tanto que lector y traductor.
8] Afirma Anna Ajmátova, en una página de su diario, que Mandelstam “era enemigo de las traducciones de poesía”. Pero sus razones, al parecer, no eran razones técnicas o de confiabilidad, sino razones de jerarquía, de preeminencia: consideraba que el poeta que se ocupaba de traducir dejaba que su energía creadora se escapara a favor de la poesía ajena. Amaba a Dante y a Petrarca, pero solía recitarlos en italiano, y le divertía hacerlo, pero no los traducía. Como quiera que sea, yo creo que, a pesar de esto, Mandelstam hubiera estado de acuerdo con el hecho de que Celan se hubiera ocupado de traducir algunos de sus poemas al alemán: si los hubiera leído se habría dado cuenta de que, al hacerlo, Celan no había dejado de dedicarse a su propia poesía; no había salido, podríamos decir, del ámbito de su propio quehacer ni habría traicionado el registro de su propia voz; de modo que traducir, en él, no implicaba, en realidad un apartarse de su propio rumbo; era, más bien, un insistir, un perseverar en un camino en el que coincidía con tantos otros poetas en los que sintió que se reconocía y cuya cercanía lo hacía más fuerte. Tan simple como eso. La conmoción del reconocimiento de la que habla Felstiner, me parece, no significa otra cosa. Y en relación con Mandelstam, esa conmoción, como vimos, fue decisiva.
9] Me gustaría cerrar este apunte rasante con lo que podríamos considerar una coda de tan precaria sonatina. Es un poema, recogido en La rosa de nadie, en el que aparece de pronto Mandelstam, celebrado por Celan en una escena festiva. Quiero llamar la atención sobre los dos versos finales que hablan, en el fondo, de esperanza, la esperanza en la palabra venidera, en la palabra reparadora, que Celan plantea, con tanto coraje, en “Todtnauberg” —esa cuenta pendiente—, y que en este caso, en “Mediodía con circo y ciudadela”, alude, una vez más, al corazón —su “fuerte plaza”— como lugar de acogida y celebración donde, como lo señala el último verso del poema cuyo fragmento he puesto como epígrafe (“Todo es distinto”, también de La rosa de nadie), “lo que se desgarró, se une al crecer de nuevo”.
En Brest ante los anillos en llamas,
en la carpa que al tigre vio saltar,
allí te oí, finitud, que cantabas,
allí te vi, Mandelstam.
Sobre la rada el cielo colgante,
la gaviota sobre la grúa vino a estar.
Lo infinito cantaba, lo constante, –
tú, cañonera, te llamabas “Baobab”.
Saludé a la tricolor
con una rusa palabra –
Lo perdido no se perdió,
el corazón, fuerte plaza.
Rafael Castillo Zapata
Agosto de 2020
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