Por RICARDO BELLO
Las fotografías no tienen pudor en mostrarnos una realidad ajena a nuestro querer. Se empeñan en mostrarnos un momento de la vida, las nuestras sobre todo, cuando el intento de incorporar a la visión alguna instancia de subjetividad, aún la más frívola e inconsecuente, ha sido neutralizado, bloqueado para siempre. La carga emocional de la mirada no puede ya distorsionar y amoldar el campo visual a sus intereses. La independencia psíquica, el desprendimiento final de la imagen del espejo se ha cumplido. La fotografía muestra esa fisura entre lo que somos y creemos ser, congela el movimiento que hace posible cargar el cuerpo humano con significados ajenos a su más estricta materialidad. Rilke detectaba en las esculturas de Rodin exactamente lo contrario: una carga de espiritualidad que trasciende el cuerpo y lo ilumina con cierta energía encaminada a clamar por el espíritu, la nostalgia de un aliento sobrenatural. La escultura El Hijo Pródigo, o La plegaria, como también se le conoce, me viene a la mente. La escultura, contradictoriamente, niega el cuerpo a partir del cuerpo, habla de lo que está más allá de él. La fotografía hace el camino inverso, obstaculiza el esfuerzo de la voluntad por influenciar el volumen corporal y las formas materiales de nuestra identidad, su expresión física final. La distancia intelectual entre lo que nuestro cuerpo afirma y lo soñado deja de tener interés, se torna irrelevante.
Las fotografías analizadas por Guillermo Cerceau, que solo podemos imaginar, fijaron ese instante, detuvieron para siempre el segundo de la partida, la fuga precipitada de la conciencia, siempre apurada para minimizar el impacto del conocimiento. Nietzsche se acercaba a esta impresión al afirmar que teníamos arte para no morir de verdad. La fotografía se empeña en mostrarnos una realidad, sin matices emocionales capaces de suavizar la carga testimonial. Las imágenes hacen vida política, militan, presentan sus exigencias y nos interpelan, argumenta Guillermo. Ya no podemos establecer relaciones y apurar una conexión capaz de poner en movimiento dinámicas psíquicas. Las fotografías son monumentos, edificaciones nobles, sólidas y perdurables, ajenas al deterioro del tiempo, independientes de su historia, solidifican el pasado. Lo contrario de otras formas artísticas que precipitan el cambio: “Ah, que tú escapes el instante en el que habías alcanzado tu definición mejor”, escribía Lezama Lima y más adelante: “Ah, mi amiga, si en el puro mármol de los adioses hubiera dejado la estatua que nos podía acompañar”. Las fotografías provocan nostalgia, son crueles en su heroicidad al enseñarnos la grandeza de un momento, la belleza de un instante que se basta a sí mismo, historias congeladas para siempre como en la invención de Morel. Redundancia absoluta.
Cerceau escribe sobre el impacto de las fotografías en su memoria. No analiza, aunque pudiera hacerlo, el encuadre de las imágenes, las matemáticas de su composición, la estilística o el simbolismo plástico. Se interesa en su capacidad para indicar el contacto entre el cuerpo perfecto de la imagen congelada y la mente ciega, que no necesita de corporalidad alguna, que trasciende la materia y se reconoce sorprendida en el cuerpo que una vez fue. Pero justamente en ese reconocimiento de lo definitorio, del pasado que acosa y niega el presente, arranca la posibilidad del cambio. Somos el cumplimiento de una promesa, el cambio constante, la invitación al viaje.
*Fotografías imaginadas y otros encuadres. Guillermo Cerceau. Caobo Ediciones. 2019.
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