Por FAITHA NAHMENS LARRAZÁBAL
Tal vez los pájaros hicieron músico a Reynaldo Hahn. O colega. Así como a Diana Arismendi la visitan cristofués y colibríes mientras crea, al célebre compositor, intérprete del piano y cantante podría haberle ocurrido algún episodio con un ruiseñor. Entre sus obras se lee el título: El ruiseñor distraído —Le rossignol eperdú—, un conjunto de 53 piezas melódicas de distinta tesitura, unas lánguidas, otras picaronas, todas sólidas y bien estructuradas. Un misterio de las vocaciones. Antes que alzara apresurado vuelo a la Meca eterna del arte con su numerosa familia, a él, el menor de la prole, pudo anidársele en su alma la idea de que el silencio, que también canta, es una extravagancia; no parece la mudez devoción de los pobladores de este valle. Nacido en Caracas el 9 de agosto de 1874, sumar al sonido ambiente, además de las rocolas, las serenatas en los balcones y la retreta de la plaza, las retumbantes remodelaciones de la ciudad siempre en obras y el eco emplumado que nos da guaracha. Atención a los cielos: están sonorizados de graznidos, gorjeos y trinos. Siempre pajarosa, se habla de 450 especies de aves sobrevolando la urbe ahora mismo, con todo y el sentido territorial de las soberanas guacamayas.
Lo cierto es que se hizo músico, uno muy versátil y prolífico, uno que llenó la escena parisina y alrededores, uno que gozó de buena fama. Hijo de padre alemán y judío y madre venezolana y católica, lo que sugerirá, arquetipos mediante, una mezcla suculenta de racionalidad y emotividad, pasión y elegancia; tales nociones se transparentarán en su obra, añadir exquisitez y belleza. Humedecida con la sugerente liquidez del impresionismo, podría en la carroza de Medianoche en París ir uno a su tiempo y detectar en los salones y recepciones, amén del almizcle de los descotes, el definitivo desdén por los armadores y el breve acortamiento de las faldas la vitalidad contagiosa de los figurantes, él tan enamorado, tan sensual, con su tan cuidada barba, viviendo el sueño parisino universal, y anhelo inequívoco del presidente del país que deja atrás; acaso la fijación parisina de Guzmán Blanco influirá en la decisión Carlos Hahn, el padre de Reynaldo, a la hora de migrar.
Es que Carlos Hahn, ingeniero, inventor y hombre de negocios, trabajaba justamente como consultor del general cuando tiene lugar el declive del gobierno. La administración amarilla del militar diletante que sueña con yernos franceses y linajudos, que ha intentado entre copas de vino la modernidad y que, desdeñando la beatitud, ha introducido el divorcio, entra en barrena. No queda claro su afán: nos fijamos más en que es autócrata que en el título de civilizador con que se autoproclama. Tientan las maletas. Hay que picar los cabos. Qué novedad el país confuso y atravesando circunstancias políticas delicadas.
Le huyen pues a la mala hora, esa que hasta sufrió en carne propia la genio Teresa Carreño: la caraqueña que tras giras triunfales viene a dirigir una temporada de ópera en casa y queda de una pieza. Los embates de ese trance caótico que atraviesa la república le propinan un injusto coletazo. No le valió ser pariente de Bolívar ni mucho menos del mismísimo Guzmán: es un fracaso la ocurrencia. No sólo es nula la taquilla sino que los mismos artistas de la compañía desertan. También habría tenido que ver, vale decir, su vida privada que para los desocupados fisgones de la época será escandalosa: que tuviera cuatro matrimonios en su haber y una conversación fantástica que deslumbraba a los hombres y celaban las mujeres puso a la comarca, ay, en su contra. Es decir, que los esfuerzos del presidente derretido por París de echar a un lado el provincianismo no darían tan prontamente frutos. Más razones para que los Hahn Echenagucia, Carlos, Helena y sus nueve hijos —perdieron dos— se vayan en busca de horizontes menos turbios. Parten del disimulo, de la copia, de la imitación a la escena real, París.
Pero no hay desvinculación, no total, al menos. Reynaldo Hahn, mundano y hablando perfectamente inglés, español, alemán y, claro, francés, desanda la memoria y hace eventuales vuelos rasantes a este su punto de partida. Se nota en algunos de sus valses, los más alegres, festivos y que sugieren baile, algún dejo musical venezolano, el terroir originario; en las óperas, en cambio, está Europa. El compositor, pianista y videoartista Ricardo Teruel cree percibir algunas notas que evocan a Puccini. También aclara que los estilos no son espacios delimitados. Parcelas con bardas. Amigo de Claude Debussy, discípulo de Jules Massenet y devoto de Gabriel Fauré —a su vez discípulo de Camille Saint-Saëns—, Reynaldo Hahn conseguirá donde abrevar en Francia. Influencias o no, sonoridades para prestarse, añade Teruel que lo que pasa es que “los artistas somos esponjas”.
Su biografía, la de Rynaldo Hahn, no escapa sin embargo a sonoras etiquetas, una es la de genio, que por cierto le resultará embarazosa a la hora de ingresar en la escuela de música de París donde en principio no aceptan a superdotados, le habría pasado antes a Franz Liszt; pero entró y tuvo de compañero de clases, por ejemplo, a Maurice Ravel. Como niño prodigio, debutará en el salón de la princesa Matilde Bonaparte (sobrina de Napoleón). En los mejores círculos —también será muy cercano a Sergei Diaghilev— y en el medio como pez en el agua, quien se acompaña al piano con maestría cantando reconocidas arias construirá a pulso su prolífica trayectoria. Ya a los ocho compone, y será tanto. Canciones redondas, armónicas y sugerentes como la que interpreta Joyce Didonato, una cantante lírica que promete que la pieza que interpretará, llamada Venezia, sugiere la siguiente escena: el autor tocando su música en una góndola, a alguna muchacha se le abre el descote en un desbalance de la navegación, y se le asoman los pechos, los gondoleros miran pero lo ven también a él, tan atractivo con sus ojos castaños. No termina la canción buscando la espectacularidad con un cierre cimero, con la garganta alzada. Termina el piano, lo que habla de la galanura del autor que busca la donosura más que los fuegos artificiales. Algunas canciones contienen aleteos de humor, hacen puntuaciones cortas, como coquetos picotazos o besos; otras buscan la languidez.
Acicalado y de buen ver, además de canciones en la tradición clásica francesa de la mélodie, con un sabor a fin de siècle, tan rebosantes de charm —en torno a su esencia musical, refinada y seductora, coinciden María Guinand, Elizabeth Guerrero, Mariantonia Palacios—, como Si mes vers avaient des ailes, À Chloris (escrita en un estilo barroquizante en homenaje a Johann Sebastian Bach) y Quand la nuit n’est pas étoilée (adaptación del poema de Víctor Hugo), compondrá óperas, operetas y pantomimas, música incidental para el teatro y también ballet, música para orquesta, de cámara y coral, sonatinas —no quiso llamarlas sonatas para que no se pensara, modestia mediante, que intentaba equipararse a Beethoven—, y los valses. Quien fuera director de la Ópera de París —como Gustavo Dudamel— adorará además incorporar textos en sus piezas, poemas poblados también de absoluto encanto: también encontró en la palabra una forma de expresión. Y más.
Crítico musical de Le Figaro, se hará carne ese amor por el verbo. Reynaldo Hahn, acaso un buen bailarín y un entusiasta de la noche, será amigo íntimo del celebérrimo escritor de En busca del tiempo perdido, léase Marcel Proust, autor de fineza estética y quien incluye a Hahn en la novela; inspira a Vintelli, el personaje músico. Fueron amantes un par de años, inseparables siempre, hasta que la muerte de Proust los separó. Proust tenía una salud bastante precaria, padecía una enfermedad en la piel que la haría estirable (¿como la de Elastic Girl?) así como también pésima a la hora de cicatrizar, ay, tan en carne viva. Serían una llamativa pareja. En 1985, el dramaturgo y director de origen argentino Ugo Ulive estrenó en la sala Alberto de Paz y Mateos de Caracas la obra Reynaldo. Imbuidos de palabras, el texto recrea el amor de ambos. En la caraqueña urbanización de Santa Mónica una calle se llama Reynaldo Hahn, interesante trastear la estela vital que esconde ese nombre rotulado en la esquina donde uno vivió.