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El camino de arte

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Por ELVIA SÁNCHEZ

El canto me vino de serie. Sin embargo, a mediados de los 80 y a pesar de haber nacido en un hogar donde la música era variada y constante, y siempre una parte fundamental de mi vida, no se me había ocurrido hacerme cantante. Por aquellos años mi pasión era el cine y el teatro. Siempre prefería una buena película antes que estudiar solfeo porque en casa de herrero cuchillo de palo y porque además, con un Alfredo Sadel en la familia, ya teníamos bastante.

Hasta que conocí a Isabel.

Nos cruzamos por primera vez en la Escuela de Música José Lorenzo Llamozas. Me estaba picando el gusanillo de la música y acudí para audicionar como soprano para un proyecto aún por nacer: la Camerata Barroca de Caracas. En aquel momento yo acababa de empezar la Universidad con la intención de estudiar cine y quizá escribir. La Escuela de Artes de la UCV ofrecía la posibilidad de estudiar con gente admirada como José Ignacio Cabrujas, Isaac Chocrón, José Balza. Y por sacarme unos créditos fáciles, disfrutaba del buen hacer de mi querido Felipe Izcaray, cantando en Coro de la Escuela y un poco por hobby me apunté a clases de canto con Gisela Hollander.

Ese mismo día de la audición y en los posteriores ensayos de la Barroca, supe que era allí, con ella, donde estaba el punto de inflexión que buscaba. Ella era el camino del arte. Felipe me abrió la puerta, pero Isabel me invitó a pasar.

En breve me convertí en su alumna de canto y a partir de ese momento muchas cosas cobraron sentido. Los proyectos musicales con Isabel fueron una escuela más expedita que los estudios universitarios. Aprendí sobre Barroco haciendo nuestro primer Mesías de Händel. Aprendí el proceso creativo, haciendo máscaras, pintando telas y gasa para nuestro vestuario en el Orfeo de Monteverdi. Y así, cada clase, o cada ensayo, eran una inmersión en el mundo de las emociones y la expresión, que me inspiraba a explorar mis propios sentimientos a través de la voz. No había día que no fuese un aprendizaje. La pasión por la música, el canto y el arte en ella, es sencillamente contagiosa. Con Isabel, la música no existe en un vacío, sino que está intrincadamente conectada con la cultura y la historia de la humanidad.

A ese grupo de muchachos que conformamos la Barroca esta perspectiva amplia y culta nos nutrió como artistas y como personas. Con Isabel aprendimos que la música, para interpretarla con autenticidad, debemos comprenderla en su contexto y trasfondo. Si quieres ser artista tienes que ser una persona culta, entendiendo que cultura es Brahms y Fra Angélico, pero también es Bola de Nieve, Sinatra y Los Beatles.

Con Isabel también supe que el escenario es un espacio sagrado. Sobre las tablas vivimos una experiencia trascendental, de autoexploración, de una profunda conexión con el público y compartimos nuestras luces y sombras, nuestra fragilidad. Por eso solo accedemos a ese lugar con respeto, con reverencia. El escenario desde entonces ya no es un lugar para el ego, sino el espacio en el que compartimos nuestra alma con el mundo. Y así vivimos todos nuestros proyectos. Estábamos tan involucrados en la historia, el proceso creativo que, al llegar el momento del contacto con el público, solo podía haber magia.

Y mi admiración por mi maestra también incluye su capacidad para luchar sin nunca darse por vencida. A lo largo de los años, la he visto enfrentarse a desafíos personales que habrían quebrado a muchos. Los problemas económicos que significa mantener a flote un proyecto artístico en Venezuela es una labor titánica. Y por más de 40 años ha sabido llevar su labor sin descanso. Como artista, como docente, su tesón y su compromiso me han demostrado que para ella esto del arte no es simplemente un oficio, sino una manera de ser y de experimentar la vida.

A Isabel le debo no solo la lectura de mi primer libro de Rafael Cadenas o la devoción por María Callas, le debo entender el mundo con ojos y oídos en el corazón y la certeza de que el arte solo es arte cuando es un desinteresado acto de amor y entrega. Gracias, Isa.

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