Por MARTÍN KRAUSE
En toda sociedad hace falta un mecanismo para permitir que se expresen las preferencias de los individuos y señales que guíen a los productores a satisfacerlas. En el caso de los bienes privados, el mercado cumple ese papel. En el caso de los bienes públicos, es la política: es decir, los ciudadanos expresan sus preferencias por bienes colectivos y hay un mecanismo que las unifica, resuelve sus diferencias y envía una señal a los oferentes —en este caso las distintas agencias estatales— para satisfacerlas. Como veremos, este también se enfrenta a sus propios problemas.
Famosas son aquellas palabras de Winston Churchill (1874-1965): “Muchas formas de gobierno han sido ensayadas y lo serán en este mundo de vicios e infortunios. Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisciente. En verdad, se ha dicho que es la peor forma de gobierno, excepto por todas las otras que han sido ensayadas de tiempo en tiempo” (2008, p. 574).
Churchill nos dice que no hemos ensayado un sistema mejor, por el momento, pero que este no puede ser considerado perfecto. Por ello, cuando se ponen demasiadas esperanzas en él, pueden frustrarse, ya que la democracia no garantiza ningún resultado en particular —mejor salud, educación o nivel de vida—, aunque ciertas democracias lo hacen bastante mejor que las monarquías o las dictaduras.
Ya que estamos en Papel Literario podemos señalar referencias de Jorge Luis Borges a la democracia. Sus opiniones sobre la política y los políticos, sobre cuáles son sus objetivos eran aún más duras.
“Creo que ningún político puede ser una persona totalmente sincera. Un político está buscando siempre electores y dice lo que esperan que diga. En el caso de un discurso político los que opinan son los oyentes, más que el orador. El orador es una especie de espejo o eco de lo que los demás piensan. Si no es así, fracasa” (Barone, 1976, p. 75).
“El arte y la política sólo tienen en común que están hechos de intrigas. Yo urdo mi literatura cada día. Para mí, un escritor comprometido es alguien que hace pasar la literatura por la política. ¿Cómo es posible? El deporte, la política, esos grandes espectáculos de la modernidad son frivolidades. Pero la política, ésa es una frivolidad peligrosa” (Mateo, 1997, p. 92).
Durante mucho tiempo, buena parte de los economistas se concentraron en analizar y comprender el funcionamiento de los mercados, y olvidaron el papel que cumplen los marcos institucionales y políticos de los gobiernos. Analizaban los mercados suponiendo que funcionaban bajo un “gobernante benevolente”, definiendo como tal a quien persigue el “bien común”, sin consideración por el beneficio propio, y coincidiendo en esto con buena parte de las ciencias políticas y jurídicas. Tal como define al Estado la ciencia política, tiene el monopolio de la coerción, pero lo ejerce en beneficio de los gobernados.
Por cierto, hubo claras excepciones a este olvido, que dieron origen en el siglo XX a lo que hemos dado en llamar Análisis Económico de la Política, con autores como Anthony Downs (1930- ) o James Buchanan (1919-2013) y Gordon Tullock (1922-2014), en el contexto de gobiernos democráticos, originando una abundante literatura. Su intención era aplicar las herramientas del análisis económico a la política y el funcionamiento del Estado, pues la teoría política predominante no lograba explicar la realidad de manera satisfactoria.
Tal vez el libro más importante y fundacional de ésta nueva área de la economía sea El Cálculo del Consenso, de Buchanan y Tullock (1980[1962]), se consolidara ya como tal con la creación de la revista académica Public Choice, en 1966, y se confirmara con el otorgamiento del Premio Nobel a James Buchanan en 1986.
Uno de los primeros pasos de estos autores fue cuestionar el supuesto del “gobernante benevolente” que persigue el bien común; porque, ¿cómo explicaba esto los numerosos casos en que los gobiernos implementan medidas que favorecen a unos pocos? O más aún: ¿cómo explicar entonces que los gobernantes apliquen políticas que los favorecen a ellos mismos, en detrimento de los votantes/contribuyentes? Por último, ¿cómo definir el “bien común”? Dadas las diferencias en las preferencias y valores individuales, ¿cómo se podría llegar a una escala común a todos? Esto implicaría estar de acuerdo y compartir dicha escala, pero el acuerdo que pueda alcanzarse tiene que ser necesariamente vago y muy general, y en cuanto alguien quiera traducir eso en propuestas específicas surgirán las diferencias. Por eso vemos interminables discusiones sobre la necesidad de contar con un “perfil de país” o una “estrategia nacional” que nos lleve a alcanzar ese bien común, pero, cuando se consideran los detalles, los “perfiles de país” terminan siendo más relacionados con algún sector específico o difieren claramente entre sí.
Los autores antes mencionados decidieron, entonces, asumir que en la política sucede lo mismo que en el mercado, donde el individuo persigue su propio interés, no el de otros. En el mercado, esa famosa “mano invisible” de Adam Smith conduce a que dicha conducta de los individuos termine beneficiando a todos. ¿Sucede igual en el Estado? Se piensa en particular en el Estado democrático, porque se supone que los gobiernos tiránicos o autoritarios no dan prioridad a los intereses de los gobernados.
Algunos economistas intentaron definir ese “bien común” en forma científica, como una “función de bienestar social”, pero sin éxito. Además, si hubiese alguna forma de definir específicamente ese bien común o bienestar general como una función objetiva, no importaría si es el resultado de una decisión democrática, de una decisión judicial o simplemente un decreto autoritario que lo imponga.
Como veremos, al cambiar ese supuesto básico, la visión que se tiene de la política es muy distinta: el político persigue, como todos los demás y como él mismo fuera de ese ámbito, su interés personal. No se puede definir algo como un “bien común”, un resultado particular que sea el mejor, pero sí se puede evaluar un proceso, en el que el resultado “bueno” sea aquél que es fruto de las elecciones libres de las personas. ¿Existe entonces un mecanismo similar a la “mano invisible” en el mercado, que guíe las decisiones de los votantes y las acciones de los políticos a conseguir los fines que persiguen los ciudadanos?
Pero no son los incentivos el único problema que se presenta en el supuesto del dictador benevolente. También está el problema de la información, similar al planteado por Mises y Hayek en relación con la planificación económica.
Estos cuestionamientos plantean entonces dos principales problemas al funcionamiento de la política, como mecanismo para satisfacer las necesidades de la gente: un problema de información, relacionado con la formación de las preferencias y su “revelamiento”, y los medios y procedimientos para satisfacerlas; y un problema de incentivos, por los que las acciones de los representantes deben dirigirse a ese objetivo.
Las preferencias de las personas son inevitablemente tan diversas como las personas mismas. ¿Cómo conocerlas? En un sistema representativo, se propone elegir a algunas de entre todas ellas para que representen a sus electores y promuevan la satisfacción de sus preferencias. No parece muy sencillo, en primer lugar conocerlas, y luego generar una representación que las refleje. Dice Borges en “El Congreso”:
“Twirl, cuya inteligencia era lúcida, observó que el Congreso presuponía un problema de índole filosófica. Planear una asamblea que representara a todos los hombres era como fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que ha atareado durante siglos la perplejidad de los pensadores. Sugirió que, sin ir más lejos, don Alejandro Glencoe podía representar a los hacendados, pero también a los orientales y también a los grandes precursores y también a los hombres de barba roja y a los que están sentados en un sillón. Nora Erfjord era noruega. ¿Representaría a las secretarias, a las noruegas o simplemente a todas las mujeres hermosas? ¿Bastaba un ingeniero para representar a todos los ingenieros, incluso los de Nueva Zelanda?” (Borges, Obras Completas, Tomo III, 1996, p. 24).
En fin, estos economistas se adentraron en el análisis de la política con las herramientas de la teoría económica. Su propuesta general es que los problemas que allí aparecen no tienen una solución perfecta, y las soluciones de la política están lejos de resolver los problemas comunes. Por ello, recomiendan mantener el área del Estado y la política lo más pequeña posible, para proteger las libertades individuales, algo que Borges, también compartía.